Evelyn D’Armont lo tenía todo: un apellido poderoso, un futuro asegurado y un prometido con el que nunca soñó. Lo que no tenía era libertad. Con apenas veintidós años, la joven aristócrata fue condenada a casarse con un hombre que doblaba su edad, mientras su verdadero amor moría en la guerra. Desgarrada por el dolor y la desesperación, huye en medio de la noche, dejando atrás su nombre, su fortuna y todo lo que alguna vez conoció. Bajo la identidad de Clara Morel, se refugia en la mansión de los Delacroix, una familia noble marcada por la tragedia: un viudo enlutado, dos hijas que temen quedar fuera del mercado matrimonial, dos jóvenes herederos que cargan el peso del apellido, una niña necesitada de ternura y un pequeño que nunca conoció a su madre. Lo que comienza como un refugio pronto se convierte en un laberinto de secretos, pasiones y prohibiciones. Clara deberá luchar contra la constante amenaza de ser descubierta, mientras en su interior crece un sentimiento imposible hacia el hombre que menos debería mirar: Lord Adrian Delacroix, el viudo que jura no volver a amar… y que, sin saberlo, puede destruirla o salvarla. En una sociedad donde los matrimonios se pactan como alianzas y el amor verdadero es considerado un lujo, ¿podrá Evelyn ocultar su identidad y, al mismo tiempo, entregarse a lo único que siempre le ha sido negado? Un romance prohibido. Un secreto que puede arruinarlo todo. Y un destino donde amar significa desafiar a un mundo entero.
Leer másEl salón de los D'Armont resplandecía bajo la luz de mil velas. Cristales tallados, platería reluciente y el murmullo de la alta sociedad londinense creaban la ilusión perfecta de felicidad. Pero para Evelyn, cada nota del cuarteto de cuerdas era un clavo más en el ataúd de su libertad.
Observó su reflejo fragmentado en la copa de champán. Veintidós años. Una vida por delante convertida en moneda de cambio.
—Sonríe, por el amor de Dios —susurró su padre, el Conde D'Armont, apretando su brazo con fuerza disimulada—. Lord Throne está mirando.
Evelyn alzó la vista hacia el otro extremo del salón. Allí estaba él, su futuro esposo, conversando con un grupo de caballeros. Cincuenta años, viudo dos veces, con una fortuna que rivalizaba con la de la Corona y una reputación que hacía temblar a los hombres más duros de Londres.
—Es demasiado mayor —murmuró ella, manteniendo la sonrisa perfecta que había ensayado desde niña.
—Es demasiado rico —corrigió su padre—. Y nosotros demasiado arruinados para que te permitas tales caprichos.
La orquesta cambió a un vals. Lord Throne se acercó con pasos medidos, su bastón de ébano marcando el ritmo sobre el mármol. Evelyn sintió que el aire abandonaba sus pulmones.
—Mi querida prometida —dijo él, inclinándose para besar su mano enguantada. Sus labios se demoraron un segundo más de lo apropiado—. ¿Me concedería este baile?
No era una pregunta. Evelyn asintió, dejando que la condujera al centro del salón. Las manos de Throne, frías y secas como pergamino, se posaron en su cintura con una familiaridad que le revolvió el estómago.
—Será usted la joya más preciada de mi colección —murmuró él contra su oído mientras giraban—. Tan joven, tan... inmaculada.
Evelyn mantuvo la compostura, pero cada palabra era una puñalada. No era una joya. No era una posesión. Y su corazón... su corazón yacía enterrado en algún campo de batalla francés junto a Edward, el único hombre que había amado.
—El contrato matrimonial se firmará mañana —continuó Throne—. Su padre ha sido muy... razonable con las condiciones.
—¿Qué condiciones? —preguntó ella, rompiendo su silencio.
Una sonrisa lobuna se dibujó en el rostro de su prometido.
—Todas las que importan, querida. Todas las que importan.
Cuando el vals terminó, Evelyn se excusó con una reverencia perfecta y se dirigió hacia los jardines. Necesitaba aire, espacio, cualquier cosa que la alejara de esa sentencia disfrazada de celebración.
En el corredor, Margaret, su doncella personal desde la infancia, la esperaba con un chal.
—Está pálida como un fantasma, señorita —susurró, cubriendo sus hombros—. ¿Puedo traerle algo?
Evelyn miró a ambos lados antes de hablar.
—Mi libertad, Margaret. Pero me temo que no está a la venta.
La doncella apretó los labios, sus ojos reflejando una preocupación genuina.
—He oído cosas sobre Lord Throne, señorita. Cosas que no deberían repetirse.
—¿Qué cosas?
Margaret bajó aún más la voz.
—Sus anteriores esposas... Dicen que la primera murió de "melancolía". La segunda cayó por las escaleras. Accidentes convenientes para un hombre que se cansa rápido de sus juguetes.
Un escalofrío recorrió la espalda de Evelyn. No eran más que rumores, pero confirmaban el instinto que le gritaba que huyera.
—No puedo casarme con él, Margaret. No puedo.
—Su padre jamás lo permitirá, señorita. La fortuna D'Armont depende de este matrimonio.
Evelyn se acercó a la balaustrada del jardín. La luna llena iluminaba los rosales perfectamente podados, las fuentes ornamentales, los setos recortados con precisión matemática. Todo tan hermoso, tan controlado. Como ella.
—Edward habría regresado por mí —murmuró, más para sí misma que para Margaret—. Me lo prometió.
—El teniente Harlow era un buen hombre —respondió Margaret con suavidad—. Pero la guerra no respeta promesas, señorita.
La carta había llegado tres meses atrás. Edward Harlow, teniente del regimiento real, caído en combate. El único hombre que la había mirado como a una persona, no como a una posesión. El único que había prometido un futuro donde ella podría elegir.
—Mi padre vendería mi alma si tuviera un comprador adecuado —dijo Evelyn, apretando los puños—. Y ha encontrado uno en Lord Throne.
Margaret se acercó, ajustando una horquilla suelta en el elaborado peinado de su señorita.
—Algunas jaulas, por doradas que sean, siguen siendo jaulas —murmuró.
Algo en esas palabras encendió una chispa en Evelyn. Se giró hacia Margaret, tomando sus manos con urgencia.
—¿Me ayudarías? —preguntó, con un brillo peligroso en los ojos—. Si encontrara una manera de escapar, ¿me ayudarías?
La doncella palideció.
—Señorita, eso sería...
—Mi salvación —completó Evelyn—. Tengo algunas joyas de mi madre. Son mías por derecho. Podrías tener la mitad.
Margaret miró hacia la puerta, asegurándose de que nadie las escuchaba.
—¿Y dónde iría? Una dama sola, sin protección...
—No sería una dama —respondió Evelyn con determinación—. Sería cualquier otra cosa. Cualquier cosa menos la esposa de ese hombre.
Antes de que Margaret pudiera responder, la voz del Conde D'Armont resonó desde el salón.
—¡Evelyn! Lord Throne desea hacer un anuncio.
Evelyn soltó las manos de Margaret y compuso su rostro en la máscara de obediencia que había perfeccionado.
—Piénsalo —susurró—. Esta noche, después de la cena.
Regresó al salón donde su padre la recibió con una mirada de advertencia. Lord Throne estaba de pie junto a la chimenea, sosteniendo una copa de brandy. A su señal, los sirvientes repartieron champán entre los invitados.
—Damas y caballeros —anunció con voz profunda—. Es mi honor comunicarles que la encantadora señorita Evelyn D'Armont ha aceptado convertirse en mi esposa. La boda se celebrará en tres semanas.
Los aplausos estallaron mientras Evelyn sentía que el suelo se abría bajo sus pies. ¿Tres semanas? Había esperado meses, no días.
Lord Throne la atrajo hacia sí, besando su mejilla con labios fríos.
—Impaciente por hacerla mía, querida —susurró solo para ella—. Completamente mía.
Evelyn sonrió mecánicamente mientras su mente trabajaba a toda velocidad. No tenía tres semanas. Tenía que ser esta noche.
Porque mañana, cuando firmaran los contratos, ya no sería Evelyn D'Armont.
Sería propiedad de Lord Throne.
Y según los rumores, sus propiedades tenían una vida muy corta.
Mientras los invitados brindaban por su compromiso, Evelyn captó un movimiento en la entrada del salón. Un hombre alto, de uniforme militar, observaba la escena con expresión indescifrable. Su corazón se detuvo un instante. Aquellos ojos... imposible. Parpadeó, y cuando volvió a mirar, el hombre había desaparecido.
¿Un fantasma? ¿Una alucinación nacida de su desesperación?
Lord Throne apretó su mano con fuerza excesiva, como si hubiera percibido su momentánea distracción.
—Sonría, querida —ordenó con dulzura venenosa—. Esta noche es solo el principio de nuestra... felicidad.
Y mientras Evelyn obedecía, una certeza cristalizó en su mente: si no escapaba esta noche, no volvería a tener otra oportunidad.
Ya danban las cinco de la tarde mientras Clara intentaba, por enésima vez, que la pequeña Sophia prestara atención a sus lecciones de francés. La niña, con su mirada obstinada y sus labios sellados por un silencio autoimpuesto, garabateaba distraídamente en su cuaderno, ignorando deliberadamente las indicaciones de su institutriz.—Querida, necesito que al menos intentes escribir estas frases —dijo Clara con paciencia, señalando el libro de ejercicios.La niña levantó la vista y esbozó una sonrisa que Clara había aprendido a reconocer como preludio de alguna travesura. Desde su llegada a la mansión Delacroix, Clara había sido víctima de un sinfín de bromas pesadas: desde el comino en su té que la hizo escupir frente a Lord Delacroix, hasta aquella mañana en que encontró su bata de dormir flotando en el lago, manchada con pintura roja que, a distancia, parecía sangre fresca.Clara suspiró, pasándose una mano por el rostro. "Paciencia", se recordó. "Esta niña perdió a su madre".—Bien,
El reloj de la mansión Delacroix marcó las seis y media con un sonido grave que reverberó por los pasillos. Clara se encontraba frente al pequeño espejo de su habitación, intentando domar un rebelde mechón de cabello que se empeñaba en caer sobre su frente. Sus dedos, acostumbrados a las atenciones de doncellas expertas, resultaban torpes en esta nueva tarea."Evelyn D'Armont jamás tendría estos problemas", pensó con amarga ironía mientras se recogía el cabello en un moño austero. Pero Evelyn había muerto junto a Lord Throne la noche en que huyó de su destino predeterminado. Ahora solo existía Clara Morel, una mujer sin pasado, sin fortuna y con un futuro tan incierto como el clima inglés.El vestido gris que había elegido para la cena era sencillo, casi severo, perfecto para una institutriz que deseaba pasar desapercibida. Sin embargo, al contemplar su reflejo, Clara no pudo evitar notar que la elegancia de sus movimientos y la postura de sus hombros seguían delatando años de educaci
La mansión Delacroix se alzaba majestuosa bajo el cielo gris de la tarde, sus ventanales góticos reflejando las nubes que amenazaban tormenta. Para cualquier visitante, aquella imponente estructura representaba el poder y la elegancia de una de las familias más respetadas de la región. Para Clara Morel —antes Evelyn D'Armont— representaba su única esperanza de supervivencia.—Señorita Morel, Lord Delacroix la recibirá en el despacho —anunció la ama de llaves con expresión severa, escrutándola de arriba abajo como si pudiera detectar la mentira que Clara llevaba consigo.Clara asintió, alisando nerviosamente los pliegues de su vestido gris, el más sencillo y discreto que había podido conseguir. Sus manos, antes suaves y perfectamente cuidadas, mostraban ahora pequeñas marcas de su precipitada huida. Tres días habían bastado para transformarla de heredera a fugitiva.—Gracias —respondió con voz controlada, modulando cuidadosamente su acento para que no delatara su origen aristocrático.
El reloj de la mansión D'Armont marcó las tres de la madrugada con un eco que reverberó por los pasillos vacíos. Evelyn permanecía inmóvil junto a la ventana de su habitación, observando cómo la luna proyectaba sombras fantasmales sobre los jardines. Llevaba horas así, contemplando la posibilidad de huir, calculando cada paso como quien planea un asalto.—Señorita, debería descansar —susurró Margaret, su doncella personal, mientras recogía el vestido que Evelyn había dejado caer al suelo horas antes—. Mañana será un día largo con los preparativos.Evelyn se volvió hacia ella con ojos enrojecidos.—¿Sabes lo que me dijo hoy el Conde Throne durante el almuerzo? —su voz sonaba hueca—. Que espera que le dé un heredero antes de que termine el año. Como si yo fuera una yegua de cría.Margaret bajó la mirada, incómoda ante la crudeza de las palabras.—Los hombres de su posición suelen ser... directos con sus expectativas, señorita.—Directos —repitió Evelyn con amargura—. Tiene cincuenta año
El salón de los D'Armont resplandecía bajo la luz de mil velas. Cristales tallados, platería reluciente y el murmullo de la alta sociedad londinense creaban la ilusión perfecta de felicidad. Pero para Evelyn, cada nota del cuarteto de cuerdas era un clavo más en el ataúd de su libertad.Observó su reflejo fragmentado en la copa de champán. Veintidós años. Una vida por delante convertida en moneda de cambio.—Sonríe, por el amor de Dios —susurró su padre, el Conde D'Armont, apretando su brazo con fuerza disimulada—. Lord Throne está mirando.Evelyn alzó la vista hacia el otro extremo del salón. Allí estaba él, su futuro esposo, conversando con un grupo de caballeros. Cincuenta años, viudo dos veces, con una fortuna que rivalizaba con la de la Corona y una reputación que hacía temblar a los hombres más duros de Londres.—Es demasiado mayor —murmuró ella, manteniendo la sonrisa perfecta que había ensayado desde niña.—Es demasiado rico —corrigió su padre—. Y nosotros demasiado arruinados
Último capítulo