C2: La niña de sus sueños.

Annika padecía el síndrome de sensibilidad central exagerada, una condición neurológica que alteraba la forma en que su sistema nervioso procesaba los estímulos externos.

Su cuerpo reaccionaba de manera desproporcionada ante el más mínimo cambio ambiental. Una ráfaga de viento, un sonido repentino, una luz intensa, un olor fuerte… cualquiera de esas cosas podía desencadenar una reacción extrema: despersonalización, episodios disociativos, pérdida de conciencia, espasmos musculares, crisis nerviosas y delirios transitorios. Su sistema sensorial estaba en un estado perpetuo de alerta, incapaz de filtrar el mundo exterior sin colapsar.

Por eso no salía.

Su vida transcurría entre las paredes blancas de aquella casa, donde todo estaba sellado y cuidadosamente controlado.

Leonhard se encargaba de todo. Además de ser su esposo, era un psiquiatra con conocimientos en enfermedades psicosomáticas y neurosensitivas. Había sido él quien notó los primeros síntomas, él quien propuso el diagnóstico, y también quien se ocupó del tratamiento desde el inicio.

Aunque las normas éticas le prohibían atender a familiares directos, Leonhard rompió esa regla. Decía que nadie más podría comprender el verdadero alcance de su enfermedad, que otro terapeuta no sabría cuidar de Annika como él lo hacía, que solo él podía ofrecerle la atención que necesitaba.

El invernadero era el único rincón de la casa que no parecía una prisión. Ubicado en la parte trasera, se extendía como una caja de cristal traslúcido, techado con paneles opacos que dejaban pasar una luz suave que no dañaba sus ojos ni alteraba su equilibrio.

Allí dentro, Annika cuidaba con sus rosas con esmero. Todo había sido idea de Leonhard: “Una terapia sensorial y natural. Algo que no te estrese, pero que te conecte con la vida”, le había dicho mientras le colocaba las primeras rosas en la palma de la mano, como si le estuviera confiando un secreto.

Esa mañana, con el delantal aún atado y el cabello recogido con pinzas, Annika entró al invernadero a regar sus rosas, pero al agacharse para cortar unos tallos, notó algo distinto. Un aire fresco le rozó el tobillo izquierdo.

Frunció el ceño porque sintió algo raro: allí no debería haber viento. Era un lugar cerrado, sin ventanas abiertas. Se levantó despacio, siguiendo un silbido suave que venía desde algún rincón. Mirando con atención, notó algo extraño: entre unas macetas y una regadera vieja, había una especie de rejilla de metal pegada a la parte baja de la pared.

El borde de esa rejilla estaba un poco suelto, ka pintura alrededor estaba rota y descascarada, como si la pared estuviera vieja o húmeda.

Se agachó con cuidado y tocó el metal con la punta de los dedos. Estaba flojo.

Con un pequeño tirón, la rejilla se soltó y cayó hacia adentro, haciendo un ruido seco al golpear el suelo.

—Esto es... Un túnel —concluyó Annika.

La tierra se le metió debajo de las uñas mientras apartaba los restos con las manos, dejando el hueco más visible. No había cables ni tuberías detrás de la pared. Solo un espacio oscuro y angosto, como un túnel escondido que parecía ir desde el invernadero hasta alguna parte afuera de la casa.

Por un instante, pensó en llamar a Leonhard. Decirle: “He notado algo raro, ven a revisarlo”.

Pero entonces recordó que él le había dicho que no debía salir nunca al exterior sin su supervisión. Sin embargo… algo le decía que lo hiciera, una voz en su interior gritaba que saliera por ese túnel.

Con el corazón golpeando como tambor, se arrastró por el hueco con las rodillas pegadas al suelo. El túnel era corto, más bajo de lo que esperaba, y terminó en una pequeña compuerta de madera vieja que colgaba de las bisagras.

Cuando la empujó, Annika vio la luz real.

No luz filtrada, no resplandor controlado… la luz del sol, de la calle, del mundo exterior.

El primer paso fue el más difícil. Sentía que estaba haciendo algo indebido, casi criminal, y sin embargo sus pies se movían por sí solos, como si una parte olvidada de sí misma la guiara.

De pronto, esperaba la crisis. Esperaba que la anunciada enfermedad estallara como una bomba dentro de su cuerpo: la despersonalización, la visión borrosa, la taquicardia, el desmayo, los gritos… el derrumbe. Había vivido con la certeza de que su cuerpo no era capaz de tolerar el mundo exterior. Tenía recuerdos borrosos de esas crisis, aunque nunca lograba reconstruirlas por completo. Pero recordaba cómo se sentía… o al menos eso creía.

Y, sin embargo, nada ocurrió.

Lo único que sí se desencadenó fue una ansiedad irracional, una especie de eco que venía de su mente más que de su cuerpo. Su respiración se aceleró, y por un momento pensó que caería al suelo, víctima de sí misma.

Pero pasaron unos segundos. Luego, un minuto. Y aún seguía de pie.

Annika observó su alrededor. El jardín trasero estaba cubierto de flores salvajes y pasto alto. Más allá, casas con techos simétricos, jardines cuidados, y calles limpias. Era un barrio residencial, elegante y privado, de esos que parecen aislados del resto del mundo.

Miró su casa para afuera, una residencia con paredes blancas y las ventanas y puertas cerradas.

—No está bien… —susurró para sí, sin saber a qué se refería exactamente.

¿No estaba bien salir? ¿O no estaba bien vivir así?

Se obligó a seguir caminando. Una parte de su mente le gritaba que regresara antes de que Leonhard lo descubriera, pero otra, le pedía que continuara. Entonces, empezó a caminar en línea recta, sin girar, así podría volver fácilmente. No quería perderse, pero tampoco quería detenerse.

No recordaba la última vez que había caminado así, sola, sin la mano de Leonhard guiándola. Ni siquiera recordaba del todo cuándo fue la última vez que salió con él. Sus memorias eran difusas, brumosas, como un sueño mal recordado.

Y entonces, saliendo de la zona residencial, vio un parque.

Entró sin pensarlo. El parque era sencillo, con un arenero, un pequeño tobogán, columpios y personas. Había parejas caminando de la mano, niños corriendo, ancianos sentados bajo la sombra y leyendo periódicos.

Se sentó en el borde de una banca vacía, incapaz de quitarse de la cabeza lo que acababa de hacer. Y fue entonces cuando la vio.

Una niña de cabello castaño claro, recogido en dos trenzas imperfectas. Su vestido era amarillo pálido, con pequeñas flores blancas. Estaba corriendo hacia una fuente, riendo, con las mejillas rosadas por el sol. Annika la observó con el corazón encogido, con la boca entreabierta.

Porque esa niña… era ella.

Era la niña de sus sueños.

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