Rocío lo perdió todo en un solo día… o al menos eso creyó. Huyendo de una relación peligrosa y de un pasado que la persigue, se instala en la capital intentando empezar de cero. Lo último que esperaba era convertirse en la nodriza de una bebé huérfana y mucho menos, encontrar refugio en el hombre que más se resiste a volver a sentir: Mateo. Mientras el vínculo con la niña crece y los sentimientos florecen, Rocío comienza a sospechar que algunas pérdidas no son lo que parecen… y que su ex pareja no ha terminado con ella. Cuando el peligro vuelve a tocar su puerta, deberá decidir si huye otra vez… o si esta vez se queda para luchar por lo que ama. Mientras el vínculo con la niña crece y los sentimientos florecen, Rocío comienza a sospechar que algunas pérdidas no son lo que parecen… y que su ex pareja no ha terminado con ella. Cuando el peligro vuelve a tocar su puerta, ya no podrá huir. Porque esta vez, hay demasiado en juego. Y entre las sombras del pasado… podría estar la verdad que cambiará su vida para siempre.
Leer más—¿Aló? —contesté al ver el número desconocido parpadeando en la pantalla—. ¿Quién habla?
—¿Hablo con el señor Mateo Montessori? —preguntó una voz femenina, suave pero cargada de urgencia.
—Sí, él habla. ¿Quién es usted?
—Señor Montessori, le llamamos del Hospital Central. Es urgente que venga de inmediato. Su hermana… ella está aquí. ¿En cuánto tiempo puede llegar?
Me puse de pie con brusquedad, ya tomando el saco del respaldo de mi silla.
—Estaré allí en media hora. ¿Tienen helipuerto? Supongo que sí.
—Sí, lo tenemos. Por favor, venga lo antes posible.
Corté la llamada y salí de la oficina como un rayo.
—¡Marta! —le grité a mi asistente mientras caminaba hacia el ascensor—. Prepara el helicóptero. ¡Ahora!
Era la única forma de acortar lo que por carretera serían más de tres horas. No podía permitirme perder ni un minuto.
El zumbido de las hélices cortó el cielo. El helicóptero se alzó como un ave metálica, y el viento me azotó el rostro, pero nada podía aplacar la tormenta dentro de mí. Mi mente no dejaba de girar en torno a un solo nombre. Sofía.Mi hermanita. Mi pequeña.
—Hemos llegado, señor Montessori —dijo el piloto al aterrizar, sacándome de mi letargo.
—¿Se encuentra bien?
—Estoy bien —mentí, mientras espantaba los pensamientos oscuros que me cercaban.
Apenas bajé, un grupo de médicos me recibió. Caminé hacia ellos con paso firme, aunque por dentro me desmoronaba.
—Soy Mateo Montessori. Me llamaron. Mi hermana… necesito saber qué pasó.
Uno de los médicos, con expresión grave, asintió lentamente.
—Acompáñenos, por favor.
El silencio del trayecto fue ensordecedor. Mi corazón latía tan fuerte que parecía estar golpeando mi pecho con martillos de hierro.
Nos detuvimos frente a una puerta. Al entrar, reconocí al hombre que me esperaba: el director del hospital.
—¿Qué está pasando? —pregunté, mi voz ya más firme, mi ceño fruncido como una herida abierta—. ¿Por qué tanta formalidad?
El director me ofreció un vaso de agua.
—Por favor, siéntese. Esto no es fácil de decir.
Tomé el vaso con la mano temblorosa y bebí un sorbo, sin dejar de mirarlo.
—Ya estoy sentado. Hable.
—Su hermana llegó en estado crítico. Golpeada… brutalmente. Creemos que fue un asalto, aunque aún no tenemos todos los detalles.
—Pero… ¿está viva? ¿Dónde está? Si es necesario, la traslado fuera del país. Haré lo que sea.
Hubo una pausa. Sus ojos se suavizaron, y en su rostro se dibujó la compasión más cruda.
—Señor Montessori… hicimos todo lo posible. Pero no logramos salvarla. Su hermana… falleció.
Muerta.
Esa palabra no solo se clavó en mis oídos. Se incrustó en mi pecho como un puñal oxidado. Mi visión se nubló. Las lágrimas brotaron sin permiso, cayendo sin control. No podía ser. No podía.—¿Puedo verla? —susurré, con la voz quebrada, una lágrima resbalando por mi mejilla.
—Sí… pero le advierto que no será fácil.
No me importaba. Necesitaba verla. Confirmarlo con mis propios ojos. Aun cuando mi alma suplicaba que fuera mentira.
El pasillo hacia la morgue era un túnel de sombras, frío como el acero. El doctor abrió la pesada puerta y me condujo hasta los depósitos.
—Prepárese, señor Montessori.
El chirrido del compartimiento al abrirse me taladró los oídos.
Y allí estaba.Mi Sofía.
Tan golpeada que, por un instante, creí que era otra persona. Hasta que vi el pequeño lunar en su clavícula derecha. El mismo que solía decir que era su marca de nacimiento, su "estrella".
Estaba irreconocible. Hinchada. Destrozada. Como si quien la atacó hubiese querido borrarla del mundo a golpes.
Me incliné sobre ella, mis lágrimas cayendo sobre su rostro inerte.
—No… no me hagas esto, Sofi —le susurré, tomando su mano helada y llevándola a mi mejilla—. No estás muerta… solo estás dormida, ¿sí? Vamos, abre los ojos. Hazme una de tus bromas, dime que todo esto es un mal sueño.
El silencio me respondió con un grito mudo.
—Bandida… ¿qué voy a hacer sin ti? No puedo con esto… no puedo...
La abracé, intentando transmitirle algo de mi calor, pero ella era solo hielo. La luz que antes irradiaba... se había apagado.
—Te lo juro, por lo más sagrado, que quien te hizo esto va a pagar —dije con rabia, apretando los dientes—. No voy a descansar hasta hacer justicia.
El dolor se transformó en furia. Golpeé una bandeja, luego otra. Arrojé bisturís, rompí frascos, hasta que mi puño terminó contra la pared. La sangre brotó, cálida, mientras mis nudillos se abrían uno a uno.
—¡Señor Montessori! ¡Por favor, cálmese!
El director intentó detenerme, pero lo empujé con tal fuerza que cayó hacia atrás.
Y entonces gritó algo que me heló la sangre más que cualquier cadáver.
—¡Hay una bebé! ¡Su hermana estaba embarazada!
Me congelé. Mis puños ensangrentados bajaron lentamente.
—¿Qué... qué dijo?
—Su hermana… logró dar a luz. Hicimos una cesárea de emergencia. Vio a la bebé… y luego... colapsó.
No podía respirar.
—Lléveme con ella. Quiero verla. Por favor.
Caminamos hacia maternidad, dejando atrás la oscuridad de la muerte. En el pasillo, oí una voz desde una habitación abierta.
—Señorita… necesitamos que despierte.
Giré la cabeza. A través de la puerta entornada, vi a un médico inclinado sobre una mujer golpeada y demacrada. Su rostro era una sombra de lo que había sido. Pero despertó.
—Hola… menos mal que despertaste. ¿Cómo te sientes, Rocío?
Entonces ella susurró, como si el alma se le escapara con cada sílaba:
—¿Mi bebé…? ¿Dónde está?
El médico se quedó en silencio, mirándola con lástima.
—Muchacha... —dijo, finalmente—. Lo siento mucho. El bebé no logró sobrevivir.
El mundo se detuvo. El cuerpo de esa mujer se tensó. No gritó. No lloró. Solo... se apagó.
—¿Estás bien? —El doctor le revisó los ojos—. Maldición… entró en shock.
Aparté la mirada. Ese dolor no era mío, pero lo sentí. Como si el universo estuviera empeñado en destruir a las mujeres inocentes.
—Señor Montessori —el director volvió a tocar mi hombro—. Su sobrina está en los cuneros. Sígame, por favor.
Lo hice, sin palabras.
Frente a mí, en una pequeña incubadora rodeada de cables, estaba ella. Tan diminuta, tan frágil. Pero viva.
—Nació prematura. Será una batalla difícil, pero tiene posibilidades —dijo el director—. Su hermana no lo dejó solo. Ahora tiene a alguien por quien luchar.
Me acerqué a la incubadora, las lágrimas cayendo una vez más.
—Hola, pequeña —susurré—. Soy tu tío. Y prometo que voy a cuidar de ti… por los dos…
El salón no era ostentoso, pero estaba lleno de vida. Las paredes blancas reflejaban la luz del atardecer que se colaba por los ventanales, y los ramos de flores silvestres decoraban cada rincón sin pretensiones. Había sillas dispuestas en círculo, mantas suaves sobre los respaldos y un aire cálido de comunidad. No parecía una inauguración formal, sino una reunión íntima, humana.Kany caminó por el lugar como si ya lo conociera de antes. Porque, en cierto modo, sí. Lo había imaginado en cada noche difícil. En cada consulta. En cada espera de resultados. En cada día donde no sabía si iba a despertar. Lo había soñado en silencio. Y ahora, estaba de pie dentro de él.Zayd la observaba desde el fondo del salón, con su hijo en brazos. Lo acunaba con cuidado, como si todo lo que tenía ahora le hubiese sido confiado por ella. Había personas de todas las edades, pero muchas eran mujeres con rostros marcados por la enfermedad. Algunas llevaban pañuelos. Otras, cicatrices a la vista. Todas la m
Ella no respondió. No tenía que hacerlo. En su silencio había una confirmación limpia. Dolorosa, sí, pero sin culpa.Gianluca asintió, como quien ya había hecho las paces consigo mismo.—Te libero —dijo, suave—. Y me libero también. Porque mereces amar sin deuda. Y yo también merezco ser amado sin espera.Kany se levantó. Caminó hacia él y lo abrazó con el bebé en brazos.—Gracias por todo, Gianluca. Nunca voy a olvidarte.Él la besó en la frente. Luego miró al bebé, le acarició una mejilla con los nudillos, y se fue.Sin drama. Sin reclamos. Con amor… del que de verdad deja ir.Semanas después.Zayd ya no tocaba la puerta. Entraba con la naturalidad de quien se había ganado, poco a poco, volver.No hacía preguntas. No presionaba. Solo estaba.Llevaba pañales. Biberones. Libros de crianza. A veces un café. A veces un silencio. A veces solo a él mismo.Kany lo notaba distinto. No como el hombre que había amado antes del miedo, sino como el que había aprendido a amar después del desastre
Zayd se quedó a solas con ella cuando Gianluca fue llevado a su habitación. Se sentó despacio junto a su cama, como si tuviera miedo de romperla con solo acercarse.—Quise hacerlo yo —dijo, mirando al suelo—. Pero Pelin no me dejó. Mi sistema, mi cuerpo, todo… no era el adecuado.Kany no respondió.—Él fue más fuerte —continuó—. Más valiente. Más libre para hacerlo.Ella cerró los ojos.—No quiero comparar a nadie —susurró—. Estoy cansada de elegir entre dos hombres buenos.Zayd la miró. Se inclinó. Le acarició la frente con una delicadeza que le partió el alma.—No tienes que elegir. No ahora. Ni mañana. Solo… vive. Quédate. Eso es todo lo que quiero.Ella lo tomó de la mano. Fue un gesto pequeño, pero más íntimo que cualquier promesa.Gianluca volvió a su silla junto a la cama. Se acomodó como pudo. Estaba pálido, agotado, pero con una sonrisa a pesar de todo lo que había pasado.—No tenías que hacerlo —le dijo ella, apenas audiblemente.—Claro que sí —respondió él—. Cuando amas a a
El equipo médico acababa de terminar una batería de exámenes. Kany estaba débil, con fiebre intermitente y color amarillento en la piel. Su cuerpo no respondía como se esperaba a las inyecciones de células madre. La mejora había sido temporal… y ahora, el declive era evidente.Pelin, con los resultados en mano, citó a Zayd y a Kany a una reunión reservada.Zayd llegó primero, con el rostro tenso y ojeras profundas. Kany entró empujada en silla de ruedas por Gianluca, que no se despegaba de ella.Pelin cerró la puerta. No hubo introducciones suaves.—Necesitamos actuar ya —dijo, con su voz firme y empática—. El hígado de Kany está muy dañado. El tratamiento con células madre no está siendo suficiente. La función hepática está colapsando.El silencio fue absoluto.—¿Qué significa eso exactamente? —preguntó Zayd, cruzando los brazos, como si se estuviera preparando para el golpe.—Significa que necesita un trasplante parcial. Un donante vivo, compatible. Y necesita operarse pronto. Antes
Su padre lo miraba con decepción silenciosa. Rocío, con dolor. Maryam evitaba el tema. El único que no lo juzgaba era Armin, su abuelo político, que simplemente un día le dijo:—¿Sabes? He estado pensando mucho en las cosas que están pasando en estos momentos, ahora con un poco más de tranquilidad. Creo que estamos cometiendo un error, debes ir a buscar a Kany porque si ella muere no quiero que tu último recuerdo sea estar viéndola a través de una foto.Zayd no respondió. No podía.En una nueva visita al hospital, Pelin hizo una ecografía larga, minuciosa. El bebé estaba sano, con peso normal, y el corazón fuerte. Kany sonrió por dentro al escuchar ese ritmo perfecto.—Es increíble… —dijo Pelin, sin disimular la emoción—. Está resistiendo contigo. Como si supiera que tiene que aguantar un poco más.—Él me está salvando a mí —susurró Kany.—¿Sabes que ya estamos entrando a una zona crítica?Kany asintió. Pelin la miró a los ojos.—Si las cosas se complican, ¿Quieres que prioricemos al
Kany entró con los ojos nublados, el dolor creciendo, la conciencia deslizándose fuera de foco. Apenas alcanzó a tomar la mano de Gianluca y susurrar.—No me dejes sola…—Nunca.Zayd llegó al hospital por pura coincidencia.Estaba ahí por otro asunto médico relacionado con la fundación de su padre, pero cuando escuchó el nombre de Kany entre el personal de emergencia, se paralizó.Preguntó. Insistió. Suplicó.Y terminó en la misma sala de espera, frente a Gianluca, que tenía la camisa manchada de sangre y los ojos fijos en la puerta.El silencio entre ellos fue tan denso que casi dolía.—¿Qué pasó? —preguntó Zayd, sin mirarlo directamente.—Está en cirugía. El sangrado fue severo. Pelin está adentro con ella.Zayd se sentó, apretando los dientes.—¿El bebé?Gianluca bajó la cabeza.—No sabemos aún.El silencio volvió. Pero ya no era sólo incómodo. Era triste. Real.Zayd respiró hondo, sin orgullo, sin ira.—¿Ella… sigue pensando que hice lo correcto al decirle que…?—No —interrumpió G
Último capítulo