Cualquier atisbo de razón se había evaporado. Por un instante, lo único que quería era quedarme ahí, sentir algo que hacía mucho no sentía. Y, sin embargo, en lo más profundo de mí, sabía que no estaba bien. Esto era un límite que nunca debí cruzar.
El llanto de Sofía rompió el momento como un cristal estrellándose contra el suelo. Me aparté de inmediato, con el rostro encendido de vergüenza. Evité su mirada.
—Lo siento, señor Mateo.
No esperé una respuesta. Ni una palabra, ni un gesto que intentara darle sentido a lo que acababa de ocurrir. Salí casi corriendo hacia la habitación de Sofía. No porque pensara que él me detendría, sino porque necesitaba poner distancia, recuperar el control. Sabía que no podía darme el lujo de ceder a algo que, en el fondo, no tenía futuro. Mi pasado no me dejaba olvidar quién era… ni por qué estaba allí.
—Ya estoy aquí, mi vida —susurré, alzándola con suavidad—. No llores, mamá, está contigo.
Me senté en la mecedora y comencé a moverme de adelante haci