2: En shock

Perspectiva de Rocío.

—¡Eres una estúpida!

La bofetada me azotó con tal fuerza que mi vientre, ya crecido, se estrelló contra la esquina del comedor. Un dolor agudo me atravesó el cuerpo. La visión se me nubló. Extendí una mano temblorosa, buscando a ciegas algo a lo que aferrarme para no caer.

—Austin… me duele. Por favor, llévame al hospital —suplicaba entre jadeos.

—¡Suéltame! —gruñó, empujándome sin contemplaciones.

Caí al suelo como un peso muerto. Me quedé allí, doblada, con los brazos protegiendo mi vientre, mientras él continuaba escupiendo su veneno.

—Deja de hacerte la víctima. No sirves para nada. Mi madre tenía razón: meterme contigo fue una maldita estupidez. Y ni siquiera estoy seguro de que ese bastardo sea mío. Eres una zorra.

—Te juro… —Mi voz se quebraba, mi alma también—. Te juro, por la memoria de mi madre, que este bebé es tuyo. Solo… por favor, llévame al hospital.

Austin bufó con desprecio.

—No voy a perder mi tiempo contigo. Tengo que trabajar. Alguien tiene que mantener esta casa, porque tú no haces nada. La próxima vez, intenta que la comida tenga sal. Y que esté caliente. Ni para eso sirves.

Se fue. Así, sin más. Como si nada hubiera pasado.

Fue entonces cuando lo sentí.

Algo cálido, húmedo, resbaló por mis piernas.

Miré hacia abajo.

Un charco de sangre se extendía bajo mí, como una sombra que anunciaba lo peor.

Mi piel se heló.

Me impulsé como pude, aferrándome a la pared, arrastrándome hasta la puerta. No sabía cuánto aguantaría, pero necesitaba ayuda.

—¡Ayuda! —grité con voz desgarrada—. ¡Por favor!

Los vecinos corrieron hacia mí. Recuerdo sus rostros asustados, sus manos apresuradas, el murmullo urgente de una llamada al 911. Y luego… nada.

Oscuridad.

—Señorita… señorita, necesitamos que despierte…

Una voz. Palmaditas suaves en mis mejillas.

Abrí los ojos. Me recibió la imagen de un médico mayor, con el rostro serio y compasivo.

—Hola, menos mal que despertaste —dijo con un suspiro—. Me tenías preocupado. ¿Cómo te sientes, Rocío?

Pero no respondí a su pregunta.

Mi mano voló instintivamente a mi vientre.

Plano.

Vacío.

—¡Mi bebé! —exclamé, con el corazón en un puño—. ¿Dónde está? ¿Está bien?

El doctor bajó la mirada. El silencio pesó más que cualquier palabra.

—Muchacha... —dijo, finalmente—. Lo siento mucho. El bebé no logró sobrevivir.

El mundo se desmoronó. La habitación desapareció. Solo quedó un eco interminable repitiendo esas palabras: no lo logró.

—¿Estás bien? —el médico me revisó los ojos—. Maldita sea… entró en shock.

No podía hablar. Las palabras se me rompían en la garganta. El dolor era tan profundo que ni las lágrimas encontraban salida.

Mi bebé está muerto.

Y fue por culpa de Austin.

¿En qué momento permití que alguien así entrara en mi vida? ¿Cómo pude elegir a un monstruo para ser el padre de mi hijo?

—Mi bebé… —susurré con la voz rota mientras una lágrima descendía por mi mejilla—. Lo siento, cariño. No fui lo suficientemente valiente para protegerte de ese hombre malo.

Pero lo sería ahora.

—Doctor... —dije, con más firmeza—. Quiero levantar una denuncia. Por asesinato.

Pocas horas después, la policía llegó al hospital. Les conté todo: cada palabra, cada golpe, cada humillación. Austin debía pagar por la sangre que manchaba mis piernas y mi alma.

Uno de los oficiales frunció el ceño al escuchar el nombre.

—¿Austin Powell? —repitió con gravedad.

Asentí.

—Maldición... —murmuró—. Escúcheme bien: lo mejor que puede hacer es marcharse. Váyase de esta ciudad. Powell tiene contactos. No creo que permanezca tras las rejas mucho tiempo.

Y tenía razón. Austin no era cualquier hombre. El dinero y el poder lo cubrían como una armadura.

—Está bien —susurré—. Me iré.

No sabía a dónde. Solo sabía que si me quedaba, terminaría como mi bebé.

—Hay un refugio disponible. Puede quedarse allí mientras resolvemos... lo relacionado con su hija.

—Gracias. Lo aceptaré.

Me dieron de alta ese mismo día. En el refugio, me asignaron una cama en una esquina. Las paredes eran frías, los colchones duros, pero era lo más cercano a la seguridad que había tenido en meses.

Me acurruqué sobre mí misma, como si pudiera contener el vacío que me devoraba desde dentro.

Fallé.

Fallé como madre. Como mujer. Como ser humano.

—Esta conciencia me va a matar... —murmuré, llevándome las manos a los oídos, intentando ahogar las voces de la culpa—. Si mi bebé murió fue porque no fui lo suficientemente fuerte para protegerla.

Alguien me llamó desde la recepción. Me levanté con esfuerzo. Alguien me esperaba con un paquete en brazos.

—¿Señorita Rocío? —preguntó un hombre vestido de negro—. Soy de la funeraria. He venido a entregarle las cenizas de su hija.

Extendió una pequeña urna metálica. Mis manos temblaban al recibirla.

La abracé contra mi pecho, como si pudiera protegerla ahora de todo lo que no pude antes. Las lágrimas comenzaron a descender, silenciosas, mientras el frío del metal se aferraba a mi piel.

Después de ocho meses esperándola, soñando con tenerla en mis brazos... ahora la sostenía por fin.

Pero no como había querido.

—Lo siento, mi amor… Mamita te falló. Te juro, por lo más sagrado, que si me das otra oportunidad en otra vida… si me dejas ser tu madre una vez más, no voy a fallarte. Te defenderé con uñas y dientes de todo lo que te quiera hacer daño.

Me desplomé al suelo, abrazando la urna que contenía las cenizas de mi hija como si pudiera devolverla a la vida con la fuerza de mi llanto. El sonido que salió de mi garganta fue animal, roto, incontrolable. Un lamento tan crudo que algunos de los presentes se cubrieron la boca para no llorar. Varias manos intentaron alzarme, rodearme, sostenerme… pero era inútil. Mi cuerpo ya no me pertenecía.

Sentía que la muerte me había arrancado algo más que a mi hija. Había hundido su mano helada en mi pecho y, con sus dedos largos y crueles, me había vaciado por dentro.

—Rocío, por favor… tienes que ser fuerte —dijo la encargada, arrodillándose frente a mí. Su voz era suave, pero firme. Me miró con compasión, como si deseara poder cargar conmigo parte de mi peso—. Vamos, debes levantarte. No puedes rendirte ahora. Te necesitas, Rocío.

—¿Acaso usted ha perdido una hija? —espeté, sin alzar la voz, pero con una dureza que partía el aire—. ¿Sabe lo que es recoger los restos de su bebé en una urna? ¿Sabe lo que es soñar todas las noches con su risa y despertar en el infierno de su ausencia?

Guardó silencio. No dijo una palabra. No hacía falta.

—Lo sabía… No puede entenderme. No se puede comprender este dolor sin haberlo vivido. Esto no es tristeza. Es algo peor… Es peor que la muerte.

Y entonces, como una revelación, la palabra cobró sentido en mi mente. La muerte. Claro… esa era la solución.

—¡La muerte!

Me incorporé de golpe, como impulsada por una fuerza que no me pertenecía. Dejé la urna sobre el suelo, temblando, y salí corriendo sin mirar atrás. No importaba ya. Pronto estaríamos juntas. Algunos intentaron detenerme, gritaron mi nombre, pero el caos me favoreció. Justo en ese instante un autobús pasaba por la calle. Me lancé hacia él y logré subir antes de que me alcanzaran.

El vehículo comenzó a moverse y, mientras avanzaba, los edificios parecían sombras borrosas a través de la ventana. En algún momento pasamos sobre un puente. Toqué el timbre con urgencia. El conductor frenó, y yo bajé.

—Está vacío —murmuré, como si fuera una señal del destino.

Caminé hacia el borde con paso firme, casi solemne. No había barandilla. El agua rugía abajo, violenta, incesante, como si también estuviera esperando. Me paré al borde. El viento jugó con mi cabello, levantó el dobladillo de mi vestido. Sentí la brisa acariciar mi rostro hinchado con una ternura que ya había olvidado.

—Pronto, mi vida… Pronto estaré contigo —susurré, y cada palabra fue una promesa sagrada.

Di un paso. Luego otro. Hasta quedar justo en el límite. Mis dedos se aferraron a los tubos metálicos, fríos como el mármol de una lápida.

—No tengas miedo —me dije—. Comparado con todo lo que has sufrido, esto… esto será apenas una caricia.

Cerré los ojos y vi escenas como ráfagas: las advertencias de mis padres sobre Austin, el amor ciego, el dolor de sus muertes, la llegada de mi hija, su risa, sus manitas buscándome… y luego, el silencio.

—Papá… Mamá… ya voy. Cuídenla por mí hasta que llegue.

Abrí las manos lentamente. Sentí el vértigo. El peso del cuerpo inclinándose hacia el vacío. La gravedad reclamando lo suyo. Un pie ya no tocaba el concreto. El otro tambaleaba, listo para seguirlo.

Y entonces… Un brazo. Firme. Decidido.

Se enroscó en mi cintura y me jaló con fuerza hacia atrás.

Todo cambió en un instante. La voz ronca de esta persona fue lo último que escuché, pero lo último que miré fueron unas rayas que sobresalía de un pecho muy prominente, lo que me hacía creer que tenía un tatuaje en su pectoral izquierdo.

A pesar de que me encontraba inconsciente, pude sentir cómo aquel hombre me alzaba y caminaba conmigo entre sus brazos. El suave aroma que emanaba penetró con tanta profundidad que se quedó grabado no solo en mi nariz sino en cada poro de mi piel.

Mi cuerpo fue colocado en un suave asiento, un clic me hizo saber que me estaba poniendo un cinturón de seguridad y luego el potente motor resonó en cada centímetro de mi piel. Después de esto no hubo mundo para mí.

Perspectiva de la autora

Austin Powell estaba sentado en una celda húmeda y sombría, pero su rostro permanecía impasible, como si estuviera en el sofá de su propia casa. Jugaba con una astilla de madera que había arrancado del banco, girándola entre sus dedos con una calma casi obscena. Nada en su expresión delataba ansiedad, remordimiento ni urgencia. Parecía… satisfecho.

Frente a él, un hombre con aspecto escurridizo se acercó sigilosamente a las rejas. Tenía los ojos pequeños, siempre en movimiento, como si temiera ser observado desde las sombras.

—Ya está todo listo, señor Powell —murmuró, apenas audible—. La bebé está con nosotros. La madre… ella cree que está muerta. Vamos a entregarle unas cenizas falsas para cerrar el asunto.

Austin alzó la mirada. Sonrió. No fue una sonrisa cálida ni fingida; fue una mueca lenta, venenosa, como si el veneno se destilara desde su lengua hacia el mundo.

—Perfecto. Manténganla a salvo hasta que salga de aquí —dijo, con la tranquilidad de quien sabe que el tiempo está de su lado—. Después, me encargaré de la estúpida de Rocío.

Se inclinó hacia las rejas. Sus ojos se enturbiaron con una oscuridad que parecía salir desde lo más profundo de su alma, si es que aún tenía una.

—Y dime… ¿Qué pasó con la hija de Sofía? —preguntó en un susurro grave, cada palabra cargada de una amenaza implícita—. Necesito a las dos niñas.

El mensajero tragó saliva. Por un instante, pareció que iba a retroceder, como si algo en la mirada de Powell lo hubiese alcanzado y apretado con fuerza invisible.

Austin lo observó, indiferente, y volvió a recostarse con aire de superioridad. Como si todo ya estuviera decidido.

—Es solo cuestión de tiempo —murmuró con desdén—. Seré un hombre rico con la venta de esas dos chiquillas. Un trato brillante. Lo mejor que pude hacer.

—Señor Powell… —La voz del hombre tembló—. Lamento informarle que no tenemos a la hija de Sofía. Ella… está en el hospital. Y su tío ya sabe que existe.

La sonrisa se borró de golpe. El silencio que siguió fue espeso, opresivo, como la calma antes de una tormenta feroz.

Los dedos de Austin se cerraron con lentitud sobre la astilla de madera. Se quebró con un chasquido seco…

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