—¿Aló? —contesté al ver el número desconocido parpadeando en la pantalla—. ¿Quién habla?
—¿Hablo con el señor Mateo Montessori? —preguntó una voz femenina, suave pero cargada de urgencia.
—Sí, él habla. ¿Quién es usted?
—Señor Montessori, le llamamos del Hospital Central. Es urgente que venga de inmediato. Su hermana… ella está aquí. ¿En cuánto tiempo puede llegar?
Me puse de pie con brusquedad, ya tomando el saco del respaldo de mi silla.
—Estaré allí en media hora. ¿Tienen helipuerto? Supongo que sí.
—Sí, lo tenemos. Por favor, venga lo antes posible.
Corté la llamada y salí de la oficina como un rayo.
—¡Marta! —le grité a mi asistente mientras caminaba hacia el ascensor—. Prepara el helicóptero. ¡Ahora!
Era la única forma de acortar lo que por carretera serían más de tres horas. No podía permitirme perder ni un minuto.
El zumbido de las hélices cortó el cielo. El helicóptero se alzó como un ave metálica, y el viento me azotó el rostro, pero nada podía aplacar la tormenta dentro de mí. Mi mente no dejaba de girar en torno a un solo nombre. Sofía.Mi hermanita. Mi pequeña.
—Hemos llegado, señor Montessori —dijo el piloto al aterrizar, sacándome de mi letargo.
—¿Se encuentra bien?
—Estoy bien —mentí, mientras espantaba los pensamientos oscuros que me cercaban.
Apenas bajé, un grupo de médicos me recibió. Caminé hacia ellos con paso firme, aunque por dentro me desmoronaba.
—Soy Mateo Montessori. Me llamaron. Mi hermana… necesito saber qué pasó.
Uno de los médicos, con expresión grave, asintió lentamente.
—Acompáñenos, por favor.
El silencio del trayecto fue ensordecedor. Mi corazón latía tan fuerte que parecía estar golpeando mi pecho con martillos de hierro.
Nos detuvimos frente a una puerta. Al entrar, reconocí al hombre que me esperaba: el director del hospital.
—¿Qué está pasando? —pregunté, mi voz ya más firme, mi ceño fruncido como una herida abierta—. ¿Por qué tanta formalidad?
El director me ofreció un vaso de agua.
—Por favor, siéntese. Esto no es fácil de decir.
Tomé el vaso con la mano temblorosa y bebí un sorbo, sin dejar de mirarlo.
—Ya estoy sentado. Hable.
—Su hermana llegó en estado crítico. Golpeada… brutalmente. Creemos que fue un asalto, aunque aún no tenemos todos los detalles.
—Pero… ¿está viva? ¿Dónde está? Si es necesario, la traslado fuera del país. Haré lo que sea.
Hubo una pausa. Sus ojos se suavizaron, y en su rostro se dibujó la compasión más cruda.
—Señor Montessori… hicimos todo lo posible. Pero no logramos salvarla. Su hermana… falleció.
Muerta.
Esa palabra no solo se clavó en mis oídos. Se incrustó en mi pecho como un puñal oxidado. Mi visión se nubló. Las lágrimas brotaron sin permiso, cayendo sin control. No podía ser. No podía.—¿Puedo verla? —susurré, con la voz quebrada, una lágrima resbalando por mi mejilla.
—Sí… pero le advierto que no será fácil.
No me importaba. Necesitaba verla. Confirmarlo con mis propios ojos. Aun cuando mi alma suplicaba que fuera mentira.
El pasillo hacia la morgue era un túnel de sombras, frío como el acero. El doctor abrió la pesada puerta y me condujo hasta los depósitos.
—Prepárese, señor Montessori.
El chirrido del compartimiento al abrirse me taladró los oídos.
Y allí estaba.Mi Sofía.
Tan golpeada que, por un instante, creí que era otra persona. Hasta que vi el pequeño lunar en su clavícula derecha. El mismo que solía decir que era su marca de nacimiento, su "estrella".
Estaba irreconocible. Hinchada. Destrozada. Como si quien la atacó hubiese querido borrarla del mundo a golpes.
Me incliné sobre ella, mis lágrimas cayendo sobre su rostro inerte.
—No… no me hagas esto, Sofi —le susurré, tomando su mano helada y llevándola a mi mejilla—. No estás muerta… solo estás dormida, ¿sí? Vamos, abre los ojos. Hazme una de tus bromas, dime que todo esto es un mal sueño.
El silencio me respondió con un grito mudo.
—Bandida… ¿qué voy a hacer sin ti? No puedo con esto… no puedo...
La abracé, intentando transmitirle algo de mi calor, pero ella era solo hielo. La luz que antes irradiaba... se había apagado.
—Te lo juro, por lo más sagrado, que quien te hizo esto va a pagar —dije con rabia, apretando los dientes—. No voy a descansar hasta hacer justicia.
El dolor se transformó en furia. Golpeé una bandeja, luego otra. Arrojé bisturís, rompí frascos, hasta que mi puño terminó contra la pared. La sangre brotó, cálida, mientras mis nudillos se abrían uno a uno.
—¡Señor Montessori! ¡Por favor, cálmese!
El director intentó detenerme, pero lo empujé con tal fuerza que cayó hacia atrás.
Y entonces gritó algo que me heló la sangre más que cualquier cadáver.
—¡Hay una bebé! ¡Su hermana estaba embarazada!
Me congelé. Mis puños ensangrentados bajaron lentamente.
—¿Qué... qué dijo?
—Su hermana… logró dar a luz. Hicimos una cesárea de emergencia. Vio a la bebé… y luego... colapsó.
No podía respirar.
—Lléveme con ella. Quiero verla. Por favor.
Caminamos hacia maternidad, dejando atrás la oscuridad de la muerte. En el pasillo, oí una voz desde una habitación abierta.
—Señorita… necesitamos que despierte.
Giré la cabeza. A través de la puerta entornada, vi a un médico inclinado sobre una mujer golpeada y demacrada. Su rostro era una sombra de lo que había sido. Pero despertó.
—Hola… menos mal que despertaste. ¿Cómo te sientes, Rocío?
Entonces ella susurró, como si el alma se le escapara con cada sílaba:
—¿Mi bebé…? ¿Dónde está?
El médico se quedó en silencio, mirándola con lástima.
—Muchacha... —dijo, finalmente—. Lo siento mucho. El bebé no logró sobrevivir.
El mundo se detuvo. El cuerpo de esa mujer se tensó. No gritó. No lloró. Solo... se apagó.
—¿Estás bien? —El doctor le revisó los ojos—. Maldición… entró en shock.
Aparté la mirada. Ese dolor no era mío, pero lo sentí. Como si el universo estuviera empeñado en destruir a las mujeres inocentes.
—Señor Montessori —el director volvió a tocar mi hombro—. Su sobrina está en los cuneros. Sígame, por favor.
Lo hice, sin palabras.
Frente a mí, en una pequeña incubadora rodeada de cables, estaba ella. Tan diminuta, tan frágil. Pero viva.
—Nació prematura. Será una batalla difícil, pero tiene posibilidades —dijo el director—. Su hermana no lo dejó solo. Ahora tiene a alguien por quien luchar.
Me acerqué a la incubadora, las lágrimas cayendo una vez más.
—Hola, pequeña —susurré—. Soy tu tío. Y prometo que voy a cuidar de ti… por los dos…
Perspectiva de Rocío.—¡Eres una estúpida!La bofetada me azotó con tal fuerza que mi vientre, ya crecido, se estrelló contra la esquina del comedor. Un dolor agudo me atravesó el cuerpo. La visión se me nubló. Extendí una mano temblorosa, buscando a ciegas algo a lo que aferrarme para no caer.—Austin… me duele. Por favor, llévame al hospital —suplicaba entre jadeos.—¡Suéltame! —gruñó, empujándome sin contemplaciones.Caí al suelo como un peso muerto. Me quedé allí, doblada, con los brazos protegiendo mi vientre, mientras él continuaba escupiendo su veneno.—Deja de hacerte la víctima. No sirves para nada. Mi madre tenía razón: meterme contigo fue una maldita estupidez. Y ni siquiera estoy seguro de que ese bastardo sea mío. Eres una zorra.—Te juro… —Mi voz se quebraba, mi alma también—. Te juro, por la memoria de mi madre, que este bebé es tuyo. Solo… por favor, llévame al hospital.Austin bufó con desprecio.—No voy a perder mi tiempo contigo. Tengo que trabajar. Alguien tiene qu
Austin no respondió de inmediato. Sus ojos se clavaron en el rostro de su subordinado con una fijeza que erizaba la piel. En ese silencio, cargado de una tensión eléctrica, el hombre empezó a sudar. La humedad de la celda se volvió insufrible. Un zumbido leve, como el de un enjambre invisible, llenó el aire.Y entonces, Austin explotó.—¡¿QUÉ DIJISTE?! —rugió, lanzándose contra las rejas con una fuerza animal que hizo retumbar los barrotes.El impacto resonó como un latigazo en la piedra. El subordinado dio un salto hacia atrás, tropezando con el banco del pasillo, pero no se atrevió a huir. Sabía que eso solo lo pondría en peor situación.—¿¡Cómo carajos permitiste que eso pasara!? ¡Te di una orden clara! ¡Te dije que no podía haber cabos sueltos!Austin apretó los puños contra las rejas, los nudillos blancos, los ojos desorbitados, la saliva, escapando de sus labios por la furia descontrolada. Parecía más una bestia acorralada que un hombre. Golpeó los barrotes una y otra vez, hasta
En serio que esto es raro, generalmente los hombres venían con sus esposas o novias. Pero él venía solo.—Sí, venga por aquí.Comencé a mostrarle todo lo que se podía necesitar para una recién nacida. Me sorprendía todo lo que iba llevando, ese hombre no tenía ningún asco a la hora de seleccionar lo más costoso que teníamos.—Necesito una cuna, ¿Tienen?—Sí, por aquí.Lo llevé a la sección de muebles y él señaló varias cosas que habíamos tenido desde hace mucho tiempo y que los clientes no se llevaban porque eran muy costosas.—Le tengo que decir que el transporte corre por su cuenta, no sé si tenga inconvenientes con eso.—No, no tengo. Sí, tienen a alguien para ir a dejarlo a mi casa, pueden llamarlo.Le dije a la señorita Cecilia sobre el transporte y fue ella quien hizo la llamada. Ya se había preparado la factura y todo lo que este hombre llevaba, cuando escuchamos un llanto desesperado.—Demonios, se ha despertado.El largo suspiro de aquel hombre dejó en evidencia la preocupaci
Una vez que el mareo me pasó, miré al cliente que había venido ayer. Él me sostenía con un solo brazo y había cierta preocupación en su mirada.—¿Se encuentra bien? —él me sentó en una silla y se puso de cuclillas frente a mí —la miro un tanto mal, si desea, podemos ir al hospital.—No, detesto los hospitales.—Bueno, tenemos algo en común.La sonrisa de aquel hombre parecía ser sacada de un maldito anuncio de pasta dental, incluso la madre del Chucky que me agredió estaba babeando.—Señora, su hijo me ha pegado muy fuerte en la cabeza. En serio que no puedo entender cómo es que lo trae aquí si sabe que es un niño inquieto.—Él solo quería jugar y tú te atravesaste en su camino. Mi hijo es un ser lleno de amor y bondad.Tenía ganas de ahorcar a esa mujer con mis propias manos; los culpables son los padres por ser tan permisivos y no esas criaturas.—Al menos dígale que me ofrezca disculpas, el golpe fue muy fuerte y todavía la cabeza me está dando vueltas. Es lo mínimo que él podría h
Cuando me dio la cantidad de dinero escrita en un papel, me quedé petrificada. Eso era más dinero del que ganaba en la tienda en todo el año.—Lo único que pido es que seas aseada y no me niegues la leche porque mi sobrina la necesita.—Escuche, eso es mucho dinero —alcé mi mirada —. La tienda va a cerrar dentro de poco, así que me quedaré sin trabajo.—¡Entonces vente a vivir conmigo!Cuando él miró mi cara de sorpresa por semejante propuesta, sacudió su cabeza de un lado hacia el otro. —Lo siento, al parecer no estoy coordinando del todo bien mis palabras. Lo que quiero es que te mudes a mi casa para que así mi sobrina tenga la oportunidad de comer cuantas veces desee.—No lo sé, tengo mi casa y me gusta tener mi espacio. Solo si es demasiado necesario es que me iría, de igual manera tengo que terminar de trabajar aquí para poder acceder a lo que me pide.—¿Y qué vamos a hacer mientras tanto?—Lo que se ha venido haciendo desde ayer, puede traer a la niña y la voy a amamantar.Al f
La desesperación se apoderó de mi cuerpo al ver esto. Salí corriendo rápidamente mientras veía las cenizas de mi difunta hija estar desperdigadas por toda la sala.—Mi amor, ya mami, está aquí —comencé a llorar y secaba las lágrimas con el dorso de mi mano —. Te prometo que recogeré hasta el último gramo de tus cenizas.Con desesperación comencé a meter las cenizas directamente en la urna donde estaban, ya que la bolsa en donde las conservaba había sido abierta por un cuchillo. No entendía cómo era que esto había pasado, solo una mente retorcida sería capaz de hacer tal cosa.—Rocío —el señor Mateo se acercó a mí —. ¿Qué significa esto? ¿De quién son esas cenizas?—Son de mi bebé —respondí con desesperación mientras seguía poniendo las cenizas en la urna —. Ella murió en mi vientre cuando tenía solo ocho meses de embarazo, no pude protegerla.—¿Protegerla de qué?No quería decir nada, lo más probable era que si le decía la verdad, no me iba a dar el trabajo y realmente lo necesitaba e
El señor Mateo me llevó a mi habitación; esta era enorme. No esperaba menos, puesto que la mansión gritaba lujo por todos lados.—Bien, espero que te guste. En caso de que no sea así, me dices para así buscar otra recámara.—Claro que me gusta, mejor dicho, me encanta.—Es bueno saberlo, bien, te dejo que te acomodes. Mi habitación es la siguiente, la que está de frente y al final del pasillo.Saber que me encontraba cerca de la habitación del señor Mateo era algo que me ponía nerviosa. Era un hombre muy apuesto que tenía dicha habilidad.—Se lo agradezco, espero que descanse.A pesar de que tenía todas las comodidades para dormir profundamente, simplemente no podía conciliar el sueño y me limitaba a ver por la ventana.—Dios, pensar que estás en algún rincón de la capital, es algo que me pone demasiado nerviosa —dije mientras miraba la ciudad desde la ventana de mi cuarto. —¿Por qué has tenido que salir libre, Austin? Tú ni siquiera tienes perdón de Dios por haber matado a tu hija.C
Cuando le dije esto al señor Mateo, sus ojos se abrieron y mostraron una profunda desesperación. Se acercó a Sofía, que estaba pálida y que parecía haber abandonado este mundo.—No, tú no me puedes abandonar, Sofía. Sabía bien lo que era despedirse de un bebé. Estos seres no deben partir tan pronto, así que debía hacer algo para evitar que ella se fuera antes de tiempo.—Deme a la niña —la tomé de sus brazos —, necesito llevarla a la casa.Salí corriendo con ella, fui al botiquín que estaba en su cuarto y ahí pude encontrar una pera de succión. Rápidamente, lo utilicé mientras la ponía de lado, logré sacar una cantidad de vómito increíble. Al momento de succionar la nariz, la niña lanzó un llanto que eliminó la tensión del cuarto.—Eso es, mi vida —miré cómo el color estaba regresando a sus mejillas —. Gracias por quedarte aquí, con nosotros.Las lágrimas del señor Mateo dejaron en evidencia lo mucho que quería a su sobrina, cuando la puse en sus brazos fue que lanzó un profundo susp