Una nodriza para la sobrina del magnate
Una nodriza para la sobrina del magnate
Por: Isa92
1: Un dolor inimaginable

—¿Aló? —contesté al ver el número desconocido parpadeando en la pantalla—. ¿Quién habla?

—¿Hablo con el señor Mateo Montessori? —preguntó una voz femenina, suave pero cargada de urgencia.

—Sí, él habla. ¿Quién es usted?

—Señor Montessori, le llamamos del Hospital Central. Es urgente que venga de inmediato. Su hermana… ella está aquí. ¿En cuánto tiempo puede llegar?

Me puse de pie con brusquedad, ya tomando el saco del respaldo de mi silla.

—Estaré allí en media hora. ¿Tienen helipuerto? Supongo que sí.

—Sí, lo tenemos. Por favor, venga lo antes posible.

Corté la llamada y salí de la oficina como un rayo.

—¡Marta! —le grité a mi asistente mientras caminaba hacia el ascensor—. Prepara el helicóptero. ¡Ahora!

Era la única forma de acortar lo que por carretera serían más de tres horas. No podía permitirme perder ni un minuto.

El zumbido de las hélices cortó el cielo. El helicóptero se alzó como un ave metálica, y el viento me azotó el rostro, pero nada podía aplacar la tormenta dentro de mí. Mi mente no dejaba de girar en torno a un solo nombre. Sofía.

Mi hermanita. Mi pequeña.

—Hemos llegado, señor Montessori —dijo el piloto al aterrizar, sacándome de mi letargo.

—¿Se encuentra bien?

—Estoy bien —mentí, mientras espantaba los pensamientos oscuros que me cercaban.

Apenas bajé, un grupo de médicos me recibió. Caminé hacia ellos con paso firme, aunque por dentro me desmoronaba.

—Soy Mateo Montessori. Me llamaron. Mi hermana… necesito saber qué pasó.

Uno de los médicos, con expresión grave, asintió lentamente.

—Acompáñenos, por favor.

El silencio del trayecto fue ensordecedor. Mi corazón latía tan fuerte que parecía estar golpeando mi pecho con martillos de hierro.

Nos detuvimos frente a una puerta. Al entrar, reconocí al hombre que me esperaba: el director del hospital.

—¿Qué está pasando? —pregunté, mi voz ya más firme, mi ceño fruncido como una herida abierta—. ¿Por qué tanta formalidad?

El director me ofreció un vaso de agua.

—Por favor, siéntese. Esto no es fácil de decir.

Tomé el vaso con la mano temblorosa y bebí un sorbo, sin dejar de mirarlo.

—Ya estoy sentado. Hable.

—Su hermana llegó en estado crítico. Golpeada… brutalmente. Creemos que fue un asalto, aunque aún no tenemos todos los detalles.

—Pero… ¿está viva? ¿Dónde está? Si es necesario, la traslado fuera del país. Haré lo que sea.

Hubo una pausa. Sus ojos se suavizaron, y en su rostro se dibujó la compasión más cruda.

—Señor Montessori… hicimos todo lo posible. Pero no logramos salvarla. Su hermana… falleció.

Muerta.

Esa palabra no solo se clavó en mis oídos. Se incrustó en mi pecho como un puñal oxidado.

Mi visión se nubló. Las lágrimas brotaron sin permiso, cayendo sin control. No podía ser. No podía.

—¿Puedo verla? —susurré, con la voz quebrada, una lágrima resbalando por mi mejilla.

—Sí… pero le advierto que no será fácil.

No me importaba. Necesitaba verla. Confirmarlo con mis propios ojos. Aun cuando mi alma suplicaba que fuera mentira.

El pasillo hacia la morgue era un túnel de sombras, frío como el acero. El doctor abrió la pesada puerta y me condujo hasta los depósitos.

—Prepárese, señor Montessori.

El chirrido del compartimiento al abrirse me taladró los oídos.

Y allí estaba.

Mi Sofía.

Tan golpeada que, por un instante, creí que era otra persona. Hasta que vi el pequeño lunar en su clavícula derecha. El mismo que solía decir que era su marca de nacimiento, su "estrella".

Estaba irreconocible. Hinchada. Destrozada. Como si quien la atacó hubiese querido borrarla del mundo a golpes.

Me incliné sobre ella, mis lágrimas cayendo sobre su rostro inerte.

—No… no me hagas esto, Sofi —le susurré, tomando su mano helada y llevándola a mi mejilla—. No estás muerta… solo estás dormida, ¿sí? Vamos, abre los ojos. Hazme una de tus bromas, dime que todo esto es un mal sueño.

El silencio me respondió con un grito mudo.

—Bandida… ¿qué voy a hacer sin ti? No puedo con esto… no puedo...

La abracé, intentando transmitirle algo de mi calor, pero ella era solo hielo. La luz que antes irradiaba... se había apagado.

—Te lo juro, por lo más sagrado, que quien te hizo esto va a pagar —dije con rabia, apretando los dientes—. No voy a descansar hasta hacer justicia.

El dolor se transformó en furia. Golpeé una bandeja, luego otra. Arrojé bisturís, rompí frascos, hasta que mi puño terminó contra la pared. La sangre brotó, cálida, mientras mis nudillos se abrían uno a uno.

—¡Señor Montessori! ¡Por favor, cálmese!

El director intentó detenerme, pero lo empujé con tal fuerza que cayó hacia atrás.

Y entonces gritó algo que me heló la sangre más que cualquier cadáver.

—¡Hay una bebé! ¡Su hermana estaba embarazada!

Me congelé. Mis puños ensangrentados bajaron lentamente.

—¿Qué... qué dijo?

—Su hermana… logró dar a luz. Hicimos una cesárea de emergencia. Vio a la bebé… y luego... colapsó.

No podía respirar.

—Lléveme con ella. Quiero verla. Por favor.

Caminamos hacia maternidad, dejando atrás la oscuridad de la muerte. En el pasillo, oí una voz desde una habitación abierta.

—Señorita… necesitamos que despierte.

Giré la cabeza. A través de la puerta entornada, vi a un médico inclinado sobre una mujer golpeada y demacrada. Su rostro era una sombra de lo que había sido. Pero despertó.

—Hola… menos mal que despertaste. ¿Cómo te sientes, Rocío?

Entonces ella susurró, como si el alma se le escapara con cada sílaba:

—¿Mi bebé…? ¿Dónde está?

El médico se quedó en silencio, mirándola con lástima.

—Muchacha... —dijo, finalmente—. Lo siento mucho. El bebé no logró sobrevivir.

El mundo se detuvo. El cuerpo de esa mujer se tensó. No gritó. No lloró. Solo... se apagó.

—¿Estás bien? —El doctor le revisó los ojos—. Maldición… entró en shock.

Aparté la mirada. Ese dolor no era mío, pero lo sentí. Como si el universo estuviera empeñado en destruir a las mujeres inocentes.

—Señor Montessori —el director volvió a tocar mi hombro—. Su sobrina está en los cuneros. Sígame, por favor.

Lo hice, sin palabras.

Frente a mí, en una pequeña incubadora rodeada de cables, estaba ella. Tan diminuta, tan frágil. Pero viva.

—Nació prematura. Será una batalla difícil, pero tiene posibilidades —dijo el director—. Su hermana no lo dejó solo. Ahora tiene a alguien por quien luchar.

Me acerqué a la incubadora, las lágrimas cayendo una vez más.

—Hola, pequeña —susurré—. Soy tu tío. Y prometo que voy a cuidar de ti… por los dos…

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