Él arrastra oscuridad. Ella es una chispa que no sabe que puede incendiar el mundo. Aurora siempre ha vivido bajo sus propias reglas: invisibilidad, control y cero drama. Pero su vida cambia drásticamente cuando se ve obligada a mudarse a otra ciudad por un secreto familiar que la carcome. En su nuevo instituto, lo último que busca es atención... hasta que lo conoce a él. Gael es el chico al que todos temen y desean. Misterioso, temperamental, y con una cicatriz en el alma que no deja de sangrar. Nunca ha amado. Nunca ha confiado. Nunca ha permitido que alguien cruce sus límites. Hasta que ella aparece como un huracán en su mundo caótico. Lo que comienza como un juego de resistencia y choque de personalidades se convierte en una atracción peligrosa. Pero ninguno de los dos imagina que el pasado que los persigue está a punto de explotar… y que amarse podría ser la decisión más peligrosa de sus vidas.
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La lluvia caía con la misma monotonía con la que mi madre repetía que todo estaría bien. Me daban más miedo esas palabras que el silencio incómodo entre nosotras. Habíamos conducido más de siete horas sin detenernos, dejando atrás más que una ciudad. Dejando atrás el escándalo, las miradas acusadoras, y el eco de una verdad que no quería volver a pronunciar en voz alta.
Suspiré al ver el cartel de bienvenida. Nueva ciudad, nuevas reglas. Aunque yo ya había aprendido la primera y más importante: no confiar en nadie. Nunca.
—Aurora, cariño —dijo mamá, con ese tono suave que usaba cuando intentaba convencerme de que el mundo no era un lugar lleno de bestias disfrazadas de humanos—. Este lugar es diferente. Aquí todo puede ser distinto, si tú lo permites.
La miré de reojo. Ella siempre intentaba ver el vaso medio lleno. Yo solo veía los vidrios rotos.
La universidad a la que me había inscrito a último minuto parecía salido de una postal de colegio privado: ladrillos oscuros, ventanas grandes, y ese aire de institución antigua que olía a secreto. Bajé del coche sin esperar su despedida y ajusté la mochila sobre mi hombro. El viento me golpeó el rostro como una bofetada. O quizás era solo el pasado recordándome que no se puede huir de todo.
Entré por la puerta principal, con paso firme y mirada baja. Lo justo para no parecer demasiado insegura ni demasiado desafiante. El equilibrio perfecto para sobrevivir.
—Aurora Lombardi, ¿cierto? —La voz masculina del director sonó seca, casi molesta. Asentí. No tenía energía para caerle bien a nadie. Me entregó mi horario sin una sonrisa—. Clase de Literatura. Aula 3B. Intenta no llegar tarde.
Intentaré no tirar de los hilos que sostienen esta fachada, pensé.
Al entrar al aula, sentí los ojos clavarse en mí como si llevara escrita en la frente la palabra forastera. Hacía tiempo que había aprendido a sostener esas miradas sin desmoronarme, pero eso no significaba que no dolieran. Me dirigí a la única silla vacía del fondo, justo al lado de una ventana empañada.
—Tenemos nueva alumna. Aurora Lombardi. No hagan muchas preguntas, no tengo respuestas —anunció el profesor sin levantar la vista de su cuaderno.
Un murmullo suave recorrió la sala. Ignoré cada mirada, cada susurro. Fingir indiferencia era más fácil que explicar por qué cambié de universidad en medio del semestre. Nadie quería oír que alguien había gritado mi nombre antes de lanzarse por una ventana. Que yo era la última persona que habló con ella.
Me senté, saqué un cuaderno nuevo y comencé a escribir sin pensar. Palabras sueltas, frases inconexas. Mi forma de mantenerme cuerda. Fue entonces cuando una voz suave me sacó de mi burbuja.
—Hola. Soy Celeste —me dijo la chica a mi derecha, de ojos claros y sonrisa sincera. O eso parecía.
—Aurora.
—Lo sé. El profe no es muy sutil —rió, sin malicia—. Si necesitas algo… cualquier cosa, dime. Aunque sea una excusa para salir al baño.
Le lancé una sonrisa educada. No creía en la bondad espontánea. Pero había aprendido a no rechazarla de frente.
—Gracias.
—Solo… ten cuidado con quién te juntas —agregó, bajando la voz—. Sobre todo con ellos.
Fruncí el ceño.
—¿Ellos?
Celeste no respondió, solo ladeó la cabeza hacia un grupo de chicos al otro extremo del aula. Uno de ellos tenía el cabello oscuro y la mirada baja, como si nada le importara. Como si él fuera el fuego y el resto del mundo, solo cenizas. El más callado era siempre el más peligroso. Lo sabía.
—¿Quién es? —pregunté, bajando la voz.
—Gael Rivera. Y su grupo. Evítalos.
—¿Porque son populares?
—No, Aurora. Porque son salvajes.
La campana sonó antes de que pudiera preguntar más. Guardé mis cosas sin mirar atrás. Celeste me acompañó hasta la cafetería. La fila era larga, y el murmullo de los estudiantes me hacía sentir como si estuviera en una pecera llena de tiburones. Nadie me conocía, pero todos parecían saber algo.
Justo cuando giré para alcanzar una bandeja, choqué contra un cuerpo firme. La colisión me hizo perder el equilibrio y la bandeja cayó con un estruendo metálico al suelo. Me agaché de inmediato, avergonzada, recogiendo lo que podía, hasta que vi unos zapatos negros delante de mí.
Levanté la mirada lentamente.
Y ahí estaba él.
Gael Rivera.
La persona que Celeste me había dicho que evitara. Pero nadie me había advertido sobre su mirada.
No era una mirada vacía. Era una advertencia silenciosa. No una amenaza. Una promesa. Su rostro era inexpresivo, y sin embargo, todo en él gritaba peligro. Su mandíbula estaba tensa, los labios apretados. Pero sus ojos… maldita sea, sus ojos eran de otro mundo. Oscuros, profundos, y cruelmente serenos.
No me dijo nada. No me ofreció ayuda. Solo me observó, como si ya supiera cómo terminaba esta historia.
—Perdón —murmuré, por reflejo más que por culpa.
Él se agachó lentamente, recogió una servilleta, la dejó sobre mi bandeja y se quedó mirándome. Silencio. Solo el sonido lejano de una risa. Suya no era.
Celeste apareció de la nada, me tomó del brazo y me obligó a levantarme.
—Vámonos —dijo, apretando los dientes. Me arrastró fuera de la fila como si me hubiera salvado de un incendio.
—¿Qué demonios fue eso? —le pregunté cuando por fin nos alejamos.
—Te dije que no te metieras con él.
—¡Yo no me metí con nadie!
—No necesitas hacerlo, Aurora. Solo con mirarte, Gael ya decidió que le interesas. Y eso, créeme, es un problema. Grande.
—¿Y si no me interesa él?
—¿De verdad quieres averiguar si tienes opción?
No respondí. Porque aunque una parte de mí quería correr, otra parte —una más oscura, más dañada— se había quedado enganchada en esos ojos que no se apartaron de mí ni cuando me alejé.
Esa noche, me acosté temprano. Cerré los ojos y traté de pensar en cualquier cosa menos en ese momento. En su expresión inmutable. En su silencio ensordecedor.
Y por alguna razón, su mirada no me dejó dormir esa noche.
GaelLa sostengo entre mis brazos como si fuera lo único real en este mundo. Quizás lo es. Su cuerpo, liviano y frágil, parece desvanecerse con cada respiración entrecortada. La sangre mancha su ropa, mi ropa, nuestras manos entrelazadas. No sé cuánta es suya y cuánta es mía. Ya no importa. Somos uno solo en este caos que por fin termina.—Aurora —susurro contra su cabello, ese cabello que huele a fuego y a vida—. No te atrevas a dejarme ahora.A nuestro alrededor, las sirenas aúllan en la distancia. Los hombres de Vidal están siendo esposados. Algunos cuerpos yacen cubiertos con mantas. Hemos ganado, pero el precio ha sido demasiado alto. Y ahora, mientras la sostengo, temo que el precio incluya lo único que jamás estuve dispuesto a sacrificar.—Quédate conmigo —le ruego, y no reconozco mi propia voz. Yo, Gael Montero, el que nunca suplicó por nada, ahora lo haría de rodillas si eso la mantuviera respirando—. Los médicos vienen en camino. Solo aguanta un poco más.Sus párpados tiembl
AuroraEl dolor es curioso. Cuando alcanza cierto umbral, se transforma en algo casi etéreo. Ya no sientes cada puñalada, cada golpe. Todo se funde en una sinfonía distante de agonía.Así me siento ahora, flotando entre la consciencia y la nada. Mi cuerpo yace sobre el frío suelo, pero mi mente viaja. Veo fragmentos de mi vida como fotogramas de una película mal editada.Veo a mamá sonriendo mientras me enseña a hornear galletas. Veo a papá levantándome sobre sus hombros para que pudiera tocar las estrellas. Veo el rostro de mi hermana antes de que todo cambiara.Y luego, la oscuridad. El día que el odio entró en mi vida.—¡Aurora!La voz de Gael me llega distante, como si atravesara kilómetros de agua. Quiero responderle, pero mis labios no se mueven. El sabor metálico de la sangre inunda mi boca mientras intento enfocar la vista.El líder de la banda está sobre mí, su silueta recortada contra las luces del almacén abandonado. Su sonrisa es lo único que distingo con claridad. Una son
GaelEl silencio antes de la tormenta tiene un sabor particular. Es metálico, como sangre en la boca; es denso, como el aire antes de que caiga un rayo. Conozco bien ese silencio. Lo he respirado tantas veces que forma parte de mí.Pero esta vez es diferente. Esta vez no estoy solo.Desde la azotea del edificio abandonado, observo las luces de la ciudad mientras el viento frío me golpea la cara. Abajo, en las calles, la gente sigue con sus vidas normales, ignorantes de la guerra que está a punto de estallar en sus narices. Ignorantes de que esta noche podría ser la última para algunos de nosotros.Para mí.El teléfono vibra en mi bolsillo. Es Marcos.—Están movilizándose —dice sin saludar—. Hemos confirmado que Santoro ha reunido a todos sus hombres en el almacén del puerto. Son más de los que pensábamos, Gael.—¿Cuántos?—Al menos treinta. Y están armados hasta los dientes.Cierro los ojos un momento. Treinta contra doce. Las matemáticas son una mierda.—¿Has hablado con Damián?—Sí.
AuroraEl cielo nocturno se desvanecía en un amanecer grisáceo mientras Gael y yo nos arrastrábamos por el bosque. Cada paso era una agonía. La sangre se había secado en mi costado, formando una costra que se quebraba con cada movimiento. Gael no estaba mejor; cojeaba visiblemente, su brazo izquierdo colgaba inerte y su respiración era un silbido entrecortado.—Un poco más —murmuró, señalando hacia adelante con la barbilla—. Hay un refugio.Apenas podía mantener los ojos abiertos. Las últimas horas habían sido un infierno de explosiones, gritos y disparos. El ataque al complejo había sido un caos absoluto. Habíamos logrado extraer parte de los datos que buscábamos, pero a un precio demasiado alto. Todavía veía los rostros de quienes no lograron escapar.La cabaña apareció entre los árboles como una visión, pequeña y destartalada, pero en ese momento parecía un palacio. Gael forzó la cerradura con movimientos mecánicos, como si hubiera hecho esto mil veces antes. Probablemente así era.
GaelEl tiempo se congeló cuando reconocí su silueta recortada contra las luces de emergencia. Imposible. Mi cerebro se negaba a procesar lo que mis ojos veían con absoluta claridad. Axel Deveraux estaba vivo, de pie frente a mí como un fantasma materializado de mis peores pesadillas.—Sorpresa, hermano —dijo con aquella voz que creí silenciada para siempre en aquel incendio hace tres años.Mi cuerpo entero se tensó. El arma en mi mano parecía pesar una tonelada mientras los recuerdos se precipitaban como una avalancha: Axel y yo planeando el golpe a Kronos, la explosión, su cuerpo supuestamente consumido por las llamas. El amigo que lloré. El compañero que vengué.—Estabas muerto —articulé, sintiendo la garganta seca.Axel sonrió, pero no era la sonrisa que recordaba. Esta era fría, calculadora, como si hubiera perdido algo esencial en aquellas llamas.—Técnicamente, lo estuve. Noventa y tres segundos sin pulso. Suficiente para que me dieras por perdido y huyeras.Sus palabras me gol
AuroraEl mundo se desvanecía en los bordes de mi visión. Cada respiración era un esfuerzo monumental, como si mis pulmones estuvieran llenos de cemento. La sangre pulsaba en mis oídos con un ritmo irregular mientras observaba, impotente, cómo Gael se enfrentaba a Vex.Nunca había visto a dos personas moverse así. No era una pelea callejera; era una danza mortal, precisa y calculada. Vex se movía como una sombra, sus golpes tan rápidos que apenas podía seguirlos. Gael, por su parte, era pura fuerza contenida, cada movimiento cargado de una rabia que reconocí demasiado bien.—Deberías haberla dejado fuera de esto —gruñó Gael, esquivando un golpe que pasó rozando su mejilla.Vex sonrió, esa sonrisa fría que me helaba la sangre. —Ella siempre estuvo dentro. Desde antes de que tú aparecieras.Las ataduras en mis muñecas cortaban mi circulación. Intenté moverme, pero el dolor que atravesó mi costado me arrancó un gemido ahogado. La herida que me habían infligido no era mortal, pero sangrab
Último capítulo