Mundo ficciónIniciar sesiónAl principio, llevaba una vida de lujos, y tenía todo lo que quería bajo la manga de su mano; viajes carísimos, fiestas elegantes, lujos extravagantes. Pero ahora, es todo diferente. Desde la muerte repentina e inesperada de su madre, la vida de Brenda Henderson ahora es otra. De ser una belleza natural como su madre, ahora pasó a ser la mujer más despreciada por la alta sociedad, nadie quiere ofrecerle un empleo justo, con un buen salario para vivir cómodamente, tampoco ningún hombre quiere fijarse en ella como para pensar en la locura de casarse con un billonario que la mantenga y la saque de la pobreza en la que vive. Pero un día, Brenda descubre que la brujería va más allá de lo que la gente dice que debe de ser, y, con solo haber aceptado una visita de un ángel de la guarda, creyendo que todo sería una farsa, una simple ilusión, al día siguiente, en cuanto despierta, Brenda descubre que su vida lleva un rumbo totalmente diferente al que llevaba antes, y es ahí cuando decide aprovechar las oportunidades que el destino tiene impuestas para su vida.
Leer másEra la pasarela de Victoria’s Secret, preparada para revelar la nueva colección de lencería de invierno. Diciembre envolvía el recinto con su aire festivo; el mundo de la moda parecía vibrar con la promesa de un éxito que pronto recorrería el planeta entero.
—¡Mamá, te ves preciosa! ¡Espero algún día ser una gran modelo como tú! —exclamó Brenda Henderson con una mezcla de orgullo y deslumbramiento.
Gabriella Henderson, la modelo más aclamada de la última década, sonrió al escuchar la voz de su hija. Brenda, con apenas catorce años, brincaba de emoción en el interior del camerino, incapaz de contener la alegría de ver a su madre transformarse, una vez más, en una figura casi irreal bajo las luces del espectáculo.
Gabriella repasó su reflejo en el espejo con una concentración silenciosa, retocando el brillo escarlata de sus labios. La tonalidad roja resaltaba contra su piel pálida, como si hubiese sido diseñada para atraer miradas… o para ocultar secretos.
—Gracias, mi vida —respondió con dulzura, sin apartar la vista del espejo—. Y créeme: algún día serás tan buena como yo, quizá incluso mejor. Tienes talento, belleza… y una fuerza que pocos ven. Por eso te inscribí en la mejor escuela de modelaje del país. Estoy segura de que brillarás en todas las pasarelas.
Se giró hacia ella, esta vez dejando que la sonrisa alcanzara los ojos.
—Ahora ve a buscar a Ángela. El desfile comenzará en unos minutos y no puedes quedarte aquí. Pero antes de que te vayas… —tomó suavemente las manos de su hija— quiero que recuerdes algo. Siempre te he amado. Eres el regalo más hermoso que la vida me ha dado. Nunca lo olvides.
Brenda asintió, sin entender del todo, por qué aquellas palabras sonaban tan definitivas, casi como una despedida. Afuera, el murmullo de la multitud comenzó a crecer, igual que una marea que presagia algo inminente.
Brenda no podía dejar de sonreír mientras observaba a su madre desfilar con la seguridad de siempre. Sin embargo, algo en ella desentonaba, como una nota equivocada en una melodía perfecta. Gabriella sonreía, sí… pero no con el brillo deslumbrante que la caracterizaba. Y estando tan cerca de la tarima, Brenda pudo ver en los ojos de su madre un destello extraño, uno que no pertenecía a la emoción del momento ni al resplandor del escenario.
La lencería rojo escarlata —un conjunto inspirado en Santa Claus, tan impecable y ajustado que pareciera haber sido creado para su piel— se movía con ella mientras caminaba, pero aquel brillo en sus ojos no combinaba con el glamour del atuendo. Era tenue. Apagado. Como si algo en su interior estuviera fallando.
Y entonces, durante un solo parpadeo, el mundo se silenció para Brenda. Se apagó. Se detuvo. Aunque para los demás, todo siguió su curso normal.
Hasta que ocurrió.
Su madre se desplomó sobre la pasarela.
Sin un gesto, sin una palabra. Solo cayó. Inconsciente.
Los paramédicos irrumpieron casi de inmediato, llamados con desesperación por el presentador del evento. Brenda observó desde la baranda cómo uno de ellos presionaba el pecho de su madre con fuerza, intentando devolverle el ritmo, la vida. Pero al cabo de unos segundos eternos, aquel hombre levantó la mirada y negó con la cabeza. El gesto se clavó en ella con una violencia muda.
Brenda corrió hacia su tía y se hundió en sus brazos, llorando sin poder contenerse.
En el hospital, el médico no necesitó muchos rodeos. Confirmó que Gabriella había sufrido un infarto fulminante. Cuando la atendieron, ya era demasiado tarde, aunque el paramédico se había aferrado al último hilo de posibilidad con una desesperación casi heroica.
Aquella noche, Brenda no solo perdió a su madre. Perdió la última chispa de esperanza que la mantenía anclada a la idea de tener, algún día, una familia de verdad.
Nunca había conocido a su padre. Aquel hombre —un cobarde a quien apenas podía llamar así— la había abandonado antes de nacer. Para él, Gabriella no había sido más que un romance breve, una aventura de noches vacías. No la mujer con la que quería construir una vida. No junto a la hija que jamás quiso conocer.
La cremación de su madre fue un acto íntimo, casi silencioso. Solo asistieron Brenda, su tía Ángela y el reducido grupo de empleados que habían acompañado a Gabriella durante toda su vida, tanto en casa como en las pasarelas. La sala parecía demasiado grande para tan pocas personas, y el eco de cada palabra se perdía en un vacío frío que ninguna lágrima lograba llenar. Tres semanas después, Brenda fue invitada a un evento de conmemoración organizado por Victoria’s Secret, un homenaje que brillaba más por protocolo que por afecto. Tras eso, su vida volvió a su cauce… un cauce triste, solitario, y cada vez más oscuro.
Con el pasar de los días, Brenda dejó de asistir a la escuela de modelaje. Su desempeño cayó en picada, y sus maestras percibieron un aumento de peso que ella misma admitía con indiferencia. La ansiedad se convirtió en su compañera más constante: comía comida chatarra por impulso, abandonó el gimnasio y dejó que la rutina se desmoronara. Había perdido a su madre, pero también había perdido la disciplina, la ilusión y cualquier motivo para seguir aparentando que estaba bien.
Según el testamento de Gabriella, Ángela debía hacerse cargo de su sobrina. A Brenda no le molestó: siempre habían sido cercanas… o al menos eso creía. Hasta aquel día que cambió todo lo único bueno que a duras penas quedaba en su vida.
Fue una tarde común cuando bajó a buscar a su tía para pedirle algo de dinero. Quería ir sola al centro comercial, distraerse por unas horas, pues el estar en casa, teniendo tantos recuerdos, venirse a su mente de la hermosa vida que tuvo al lado de su madre, parecía querer enloquecerla. Pero antes de tocar la puerta del estudio, escuchó la voz de Ángela al otro lado. Parecía alterada, casi nerviosa. Brenda se detuvo, atrapada por la intuición.
—Sí… sí, lo sé —decía su tía en un susurro áspero—. Pero no puedo seguir ocultándolo. Tarde o temprano, Brenda lo descubrirá. Y cuando lo haga… Dios mío, no sé cómo va a reaccionar. Ni tampoco sé que será de nosotros. La he estado utilizando, su madre le ha dejado una gran fortuna como herencia, y no la podrá reclamar hasta los 18 años. Por tanto, de alguna manera, tenemos que aprovecharnos que soy su sucesora, así ella no descubrirá que he estado gastando su dinero, en mi vida personal y junto a ti.
El mundo de Brenda se contrajo. Aquellas palabras la atravesaron como un cristal roto. Algo estaba siendo ocultado. Algo grave. Algo que tenía que ver con ella.
Y en un instante, el corazón que ya estaba herido se le rompió en mil pedazos.
Su tía le había traicionado por ambición, y en efecto, Brenda no sabía muy bien cómo debía de actuar. Sin embargo, tarde o temprano, la vida se pondría de su lado, y, pase lo que pase, Brenda se juró a sí misma que nada, ni nadie, sería capaz de hundirla.
Brenda sintió cómo su cuerpo ardía de rabia. La venganza le latía en la sangre. Ver a su tía y a su ex juntos era la peor pesadilla posible, algo incluso más doloroso que todo lo que ya había tenido que soportar por culpa de la ambición enfermiza de esa mujer.—¡Cállate! ¡No eres más que una niña estúpida! —vociferó tía Ángela, con una furia que desgarraba el aire.Los hombres que vigilaban a Brenda reaccionaron de inmediato. Se acercaron con cautela, atentos, como perros entrenados, esperando la orden de ataque. Pero aquella orden no llegó. Una simple señal de la mano de Ángela bastó para mantenerlos a raya, siempre cerca… pero no lo suficiente como para intervenir todavía.Entonces su tía continuó, con una calma venenosa:—¿De verdad crees que vas a intimidarnos con tus palabras? No tienes poder aquí. Será mejor que cierres la boca y obedezcas. Aunque, pensándolo bien, da igual lo que hagas. De todos modos, vendrán por ti… y será hoy mismo. Ya hemos hablado con ellos. Están ansiosos
Aquella fue, sin duda, una de las peores noches de su existencia.Los hombres corpulentos que trabajaban para su tía no apartaron los ojos de Brenda ni un instante; la vigilaban como depredadores pacientes, respirando cerca, recordándole que no tenía escapatoria. El sueño no fue siquiera una opción: cada vez que intentaba cerrar los ojos, sentía esas miradas, penetrarle la mente, arrancándole cualquier rastro de calma. Eran miradas pesadas, oscuras, casi inhumanas… miradas que se clavaban en su piel hasta doler, que la hacían sentir diminuta, vulnerable, condenada. Miradas que nadie debería soportar, porque mantenerlas por demasiado tiempo te hacía creer que podrías morir ahí mismo… o, peor aún, desearlo.No recibió las tres comidas del día. En realidad, apenas obtuvo una: un solo plato de sopa que tía Ángela, con su falsa decencia, tuvo a bien “ofrecerle”. Ni siquiera era casera; era una de esas sopas enlatadas, insípidas y miserables, compradas a última hora en cualquier supermercad
Tía Ángela clavó los ojos en Brenda con una intensidad venenosa, una mirada tan afilada que pareció rasgar el aire entre ambas. Brenda sintió un escalofrío ancestral, como si algo antiguo y perverso hubiese despertado detrás de esos párpados: no una mujer, sino un demonio vestido de sangre y memoria, respirando dentro de un cuerpo familiar.—Porque tu madre siempre tuvo el camino despejado —murmuró Ángela, con una sonrisa torcida que no alcanzó a sus ojos—. A mí me tocó sobrevivir entre ruinas. Qué ironía tan deliciosa tiene la vida, ¿no te parece? Siempre quise sentir bajo mis manos todo lo que le pertenecía a tu madre… su mundo, su destino, incluso su suerte. Pero hubo muros, uno tras otro, imposibles de escalar. La vida fue cruel conmigo, Brenda —añadió, bajando la voz, casi con ternura—, demasiado cruel para concederme la mujer que soñé ser desde el principio.Tía Ángela se permitió una pausa calculada. Antes de desenterrar las verdades que llevaba años pudriéndose en el fondo de
Mientras caminaba, un automóvil lujoso apareció de la nada y pasó frente a ella. Era un vehículo blindado, de esos diseñados no para lucirse, sino para sobrevivir: acero oculto bajo la pintura, vidrios gruesos, promesas silenciosas de protección para quienes iban dentro.La carretera estaba desierta.No había casas, no había luces, no había testigos. Brenda era la única presencia viva en aquel tramo de asfalto, avanzando a pie, pequeña y vulnerable frente a la inmensidad silenciosa que la rodeaba.Entonces ocurrió.No quiso verlo, pero sucedió igual. Cinco hombres surgieron como sombras mal paridas de la noche y la arrinconaron sin darle tiempo a reaccionar. La cercaron con sonrisas torcidas y miradas hambrientas, observándola como se observa a una presa antes del ataque, calculando, saboreando lo que creían que ya les pertenecía.El miedo le tensó el cuerpo.Brenda no sabía qué hacer. El corazón le golpeaba con fuerza, y el aire parecía haberse vuelto espeso, difícil de tragar. Sabía
Lamentablemente, se encontraban envueltas en la oscuridad.Brenda no podía ver a su madre. No había rostro, no había forma, solo sombras. Pero sentirla y escuchar su voz fue más que suficiente para que, por un instante, creyera que todo estaría bien.Aun así, Brenda lo sabía. Allí donde pudiera oírla, su madre la estaría mirando con tristeza, con decepción y con una preocupación profunda. Lo sabía porque ella misma sentía el peso de esa mirada invisible. Porque entendía, en el fondo, que sus propias palabras no eran convincentes… ni siquiera para ella.—Linda, sé que no estás bien. Vamos, llora. Desahógate si lo necesitas. Hazlo conmigo. Te escucharé y seré tu apoyo en todo momento —dijo su madre, con una ternura que no exigía respuestas.Eso fue todo lo que Brenda necesitó para derrumbarse.Las lágrimas brotaron sin resistencia, calientes y sinceras. Frente a su madre no había vergüenza, ni culpa, ni miedo a mostrarse débil. Podía romperse en mil pedazos sin temor, porque para eso la
Dos semanas después.Brenda estuvo a punto de perder la cordura. El celular de Johnny no dejaba de vibrar, de gemir como un animal herido: llamadas, mensajes, correos que se acumulaban sin descanso desde el momento en que ella había soltado la cerilla y observado cómo su mundo perfecto empezaba a arder. Cada sonido era un recordatorio de lo que había hecho, una uña raspando su conciencia. Al final, la única forma de encontrar silencio —de convencerse de que aún podía dormir sin sobresaltos— fue destruir el aparato. Lo golpeó hasta hacerlo irreconocible y, solo cuando estuvo segura de que no volvería a emitir ni un destello de vida, lo dejó caer por el drenaje del baño, como si así pudiera arrastrar con él la culpa.Creyó que así encontraría la calma para los días venideros.No fue así.Con el paso del tiempo, Brenda se volvió más nerviosa que antes, incluso después de haberse deshecho de la pista. Nada ocurría en realidad, pero la sensación persistía. La acompañaba como una sombra. Se
Último capítulo