5

Aurora

Quería pasar desapercibida. Quería desaparecer. Pero él me obligaba a existir, incluso sin hablarme.

Eso era lo peor.

Gael ni siquiera tenía que mirarme para removerme por dentro. Era como si su mera presencia activara todas las alarmas de mi cuerpo, como si algo muy antiguo y muy instintivo se despertara solo con oler su colonia, solo con escucharlo caminar por el pasillo.

Y, sin embargo, me empeñaba en buscarlo.

Como si el fuego no me asustara. Como si me encantara jugar con la posibilidad de quemarme.

Pensé que podría ignorarlo. Que su frialdad, sus silencios y su rechazo harían que me olvidara de su existencia. Pero no.

Me obsesioné.

Primero con su forma de hablar.

Después con sus manos.

Y, finalmente, con sus silencios.

Esos que decían más que cualquier palabra.

Ahora sabía que su frialdad no era real.

Era un escudo. Un muro hecho de acero oxidado, con cicatrices en la superficie.

Y yo, estúpida o valiente, quería colarme por las grietas.

Las amenazas no cesaron.

Mensajes anónimos. Correos desde cuentas que no existían dos segundos después de recibirlos.

"Te estoy mirando."

"Lo sé todo."

"Ojalá te hubieras quedado lejos."

Genial. Un acosador con sentido dramático.

¿Quién no sueña con eso?

Y lo peor es que… una parte de mí sospechaba de él.

De Gael.

Era demasiado extraño.

Su forma de observarme.

Las cosas que decía.

Como si supiera más de lo que decía, como si yo fuera un libro que ya había leído antes.

Pero otra parte de mí —la que todavía conservaba una pizca de cordura— gritaba que no podía ser él.

Que sí, era un idiota. Un tipo cerrado, oscuro, con un historial emocional más retorcido que una serie de HBO…

Pero no era cruel.

O al menos, no de ese modo.

Mi madre empezó a comportarse como un satélite desprogramado.

Le hablaba y tardaba segundos en reaccionar.

Parecía estar en otro plano.

Le pregunté si estaba bien y me respondió con una sonrisa vacía que me revolvió el estómago.

—¿Tú también vas a empezar a mentirme? —le dije.

—No digas tonterías, cariño. Estoy bien. Solo cansada.

Y lo dejó ahí.

Como si no fuera una granada con el seguro suelto.

La biblioteca estaba en silencio, como siempre.

Libros, polvo y murmullos reprimidos.

Y él.

Maldita sea, siempre él.

Me senté frente a Gael, en la misma mesa de madera gastada que compartíamos desde hacía una semana para el proyecto de literatura contemporánea.

No lo miré de inmediato.

Quería fingir que me era indiferente, aunque mi estómago se retorciera como si llevara un huracán dentro.

Pasaron cinco minutos sin que dijera nada.

Estaba leyendo, o al menos eso fingía.

—¿Sabes? —dije, forzando mi voz a sonar ligera—. Podríamos hacer esto menos incómodo.

—¿Hacer qué?

—Trabajar.

—¿Crees que esto es incómodo? —preguntó, alzando la vista por fin.

Y ahí estaban sus ojos.

Tan oscuros que dolían.

—A ti te parece normal estar en completo silencio durante horas, pero no todos funcionamos igual.

—No sabía que querías hablar de trivialidades mientras analizamos a Kafka.

Respiré hondo.

Contar hasta diez.

No matarlo.

—No tienes que ser tan…

—¿Tan qué?

—Tan hostil.

Sonrió. Pero no era una sonrisa. Era una advertencia.

—No eres como ellos —dijo entonces, clavándome la mirada—. Pero tampoco eres inocente, ¿verdad?

Se me heló la espalda.

La forma en que lo dijo…

Como si supiera.

Como si alguien se lo hubiera contado.

—¿Qué se supone que significa eso?

—Nada. Olvídalo.

Pero no podía.

No después de esas palabras.

No después de esa maldita frase.

—¿Quién te lo dijo? —pregunté, esta vez sin disfrazar mi ansiedad—. ¿Quién te habló de mí?

Gael se reclinó hacia atrás en su silla, cruzando los brazos.

No contestó.

—¿Fuiste tú?

—¿Qué cosa?

—¿El que anda enviando amenazas?

Sus cejas se alzaron como si lo que acabara de decir fuera una broma de mal gusto.

—¿En serio piensas eso?

—No lo sé. Quizás solo eres bueno escondiéndolo.

—Quizás solo estás demasiado paranoica.

Estaba perdiendo el control.

Y él lo sabía.

Lo disfrutaba, incluso.

—Sé lo que hiciste —murmuró, casi como un pensamiento en voz alta.

Eso fue todo.

Me levanté de golpe, el ruido de la silla arrastrándose sobre el suelo hizo que algunas cabezas se giraran.

Me importó una m****a.

—¿Sabes qué? —espeté—. Vete al infierno.

—Ya vivo ahí. Gracias por visitarme.

Avancé hasta quedar frente a él.

Nos separaban escasos centímetros.

Sentí su respiración en mi piel.

Me quemaba.

—¿Fuiste tú el que difundió los rumores?

—No.

—¿Me estás mintiendo?

—Nunca pierdo el tiempo mintiendo.

Mi mano fue hacia su muñeca sin pensarlo, lo tomé con fuerza.

No sé por qué lo hice.

Quizás necesitaba que sintiera algo.

Cualquier cosa.

Pero él respondió.

Su mano atrapó la mía con la rapidez de un relámpago.

Firme. Fría.

Nos quedamos así un segundo.

Solo uno.

Pero fue eterno.

Y entonces me solté.

—¡No sabes nada de mí! —grité.

Algunos estudiantes nos miraban. Otros fingían no ver.

Gael se acercó lo justo para que sus palabras me acariciaran la piel como un cuchillo.

—Sé lo suficiente para no confiar en ti.

Corrí.

Literalmente.

Salí de la biblioteca como si me persiguiera un demonio.

Y, en parte, así era.

Gael me sacaba lo peor.

Y lo mejor.

Todo lo que pasaba en su presencia me hacía sentir viva.

Y vulnerable.

Y maldita.

Al llegar a casa, mi madre no estaba.

Me lancé a mi cama sin quitarme la ropa, con las emociones burbujeando.

Pero algo sobresalía entre las sábanas.

Un sobre.

Sin remitente.

Sin nombre.

Lo abrí con dedos temblorosos.

Y ahí estaba.

Una fotografía.

Yo.

Mi boca sobre la de él.

Mi hermanastro.

Lo había olvidado.

No el momento.

La existencia de la prueba.

Era un recuerdo prohibido.

Una noche en que todo se había ido al carajo.

Una noche que quise enterrar bajo toneladas de silencio.

Y ahora alguien la desenterraba.

Alguien sabía.

Alguien jugaba conmigo.

Me hundí en la cama, con el corazón latiendo como un tambor de guerra.

Los ojos fijos en la fotografía.

Y una sola frase en mi mente.

Gael no era una advertencia.

Era una amenaza.

Una de carne.

De hueso.

Y de fuego.

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