Mundo ficciónIniciar sesiónUna noche bastó para cambiarlo todo. Tras un accidente, Lyanna Harrison despierta en un hospital rodeada de desconocidos que la llaman “señora Valerián”, esposa del poderoso y temido Ares Valerián. Ella intenta negarlo, pero nadie la escucha, y un niño que no conoce la abraza como si fuera su madre. Ares, convencido de que su esposa finge amnesia para manipularlo, la lleva de regreso a la mansión. Pero la mujer que volvió no es la misma que lo traicionó. No tiene el mismo brillo en los ojos, ni la misma forma de odiarlo. Y eso lo enloquece. Entre mentiras, heridas y deseo, Lyanna queda atrapada en una vida que no le pertenece… y en los brazos del hombre que podría destruirla si descubre la verdad. Porque ella no es su esposa, pero él empieza a amarla como si lo fuera.
Leer másLyanna Harrison apretó el cuello raído de su chaqueta. La lluvia fina empapaba su ropa y se le metía hasta los huesos. Para ella el mundo era frío, húmedo y gris.
Llevaba tres días sin comer nada decente. Su maleta, vieja y desgastada, pesaba como una losa. Se le había vencido la renta, y el casero no quiso darle oportunidad de pagar después, sobre todo al enterarse de que había quedado desempleada hace unos días. Así que terminó echándola sin compasión. Un claxon estridente la sacó de sus pensamientos. Giró la cabeza. Las luces de un coche negro la cegaron. Un golpe seco. El sonido de un cristal rompiéndose. Luego, nada. Sensaciones confusas la atravesaron. Voces lejanas. El olor a desinfectante. Una luz blanca y dolorosa. —Señora Valerián —dijo una voz nítida—. ¿Puede oírme? Lyanna parpadeó. Una enfermera de sonrisa profesional le tomaba el pulso. —Hay… un error —logró decir. Su garganta estaba áspera. —El golpe fue leve, pero la conmoción es seria —continuó la enfermera, ignorándola—. Su esposo está en camino. —¿Esposo? Yo no tengo esposo —Lyanna intentó sentarse. Un dolor punzante en la cabeza se lo impidió. No tuvo tiempo de protestar más. La puerta de la suite hospitalaria se abrió de par en par. Y el aire se heló. El hombre que entró no parecía un esposo preocupado. Parecía un verdugo. Alto, con un traje oscuro que gritaba dinero y poder, avanzó con una calma aterradora. Su mirada, de un gris glacial, escaneó la habitación y se clavó en ella como un dardo. Lyanna se sintió desnuda. Expuesta. —Así que este es tu nuevo juego —dijo él. Su voz era baja, plana, y cortaba como cuchillo—. Fingir amnesia. Es original, lo admito. —No… no sé quién es usted —susurró Lyanna, con un hilo de voz. Él soltó una risa breve y seca. Un sonido sin alegría. —Claro que no. Después de desaparecer tres meses sin dar explicaciones, ahora no recuerdas nada. ¡Qué oportuno! Se acercó a la cama. Lyanna instintivamente retrocedió contra las almohadas. Él despedía un aroma a madera cara y algo peligroso. —Escúchame bien, Lena —susurró, inclinándose hasta que su aliento rozó su mejilla—. No me importa qué tramas. Pero Harry te ha llorado cada noche. Si piensas usarlo como moneda de cambio, te arrepentirás. —Harry —repitió Lyanna. El nombre le sonó extraño en la boca, pero despertó algo en su pecho. Una punzada de protección. —Mi hijo —aclaró él, con un deje de amargura—. El niño al que abandonaste por… ¿Qué fue esta vez? ¿Dinero? ¿Libertad? ¿Un hombre nuevo? Lyanna negó con la cabeza, abrumada. Todo era demasiado. El lujo, la acusación, el odio en sus ojos. —No soy Lena —insistió, con más fuerza—. Me llamo Lyanna… —Pero antes de que pudiera terminar, él la calló, mirándola con desprecio puro. —Lyanna —repitió, saboreando el nombre con sarcasmo—. Bonito toque. Suena casi creíble. Pero tus documentos dicen Lena Valerián. Y yo me casé con documentos, no con cuentos de hadas. Se irguió, mirándola desde la altura. —Te dan el alta mañana. Un coche te recogerá. Vendrás a casa, te comportarás como una madre decente frente a Harry y asistirás a la cena benéfica conmigo el viernes. No es una petición. —No puedo ir con usted —protestó ella, sintiendo cómo el pánico crecía en su garganta—. ¡No la conozco! Él ya estaba en la puerta. Se volvió por última vez. —Mañana. A las ocho. No me obligues a enviar a alguien a… persuadirte. No te gustarán mis métodos. La puerta se cerró con un golpe sordo. Lyanna se quedó temblando. Miró sus manos vacías. No tenía cartera. No tenía identificación. No tenía un solo peso. La enfermera entró con un vaso de agua y una pastilla. —Tómeselo. Le ayudará a descansar. —Él se equivoca —dijo Lyanna, desesperada—. ¡No soy su esposa! La enfermera le ofreció una sonrisa compasiva. —Lo sé, cariño. Es muy duro. La amnesia debe ser aterradora. Pero no se preocupe, con el tiempo todo volverá. Lyanna cerró los ojos. La frustración era un nudo en el estómago. Nadie la escuchaba. Nadie la creía. Al día siguiente, un chofer impecable la esperaba. La llevó en silencio hasta un coche tan negro y brillante que parecía un ataúd con ruedas. El viaje fue un borrón de calles elegantes que se transformaban en avenidas arboladas, hasta llegar a una verja de hierro imponente que se abrió sola. La casa no era una casa. Era una fortaleza de mármol y cristal. Un monumento a la riqueza y la frialdad. El chofer abrió su puerta. —Bienvenida a casa, señora Valerián. Cada paso que daba sobre el mármol pulido resonaba como un latigazo en el silencio. Una empleada joven le tomó la maleta con una reverencia nerviosa. —El señor Valerián la espera en el estudio, señora. —¿Dónde queda? —preguntó. La mujer rodó los ojos, pero la guio. El estudio olía a cuero viejo y whisky caro. Ares estaba de espaldas, mirando por la ventana. —Pensé que huirías —dijo sin volverse. —Lo intenté —mintió Lyanna, con la voz más firme que pudo—. El chofer era muy grande. Él se dio la vuelta. Una ceja ligeramente arqueada. —Un atisbo de humor. Interesante evolución. Cruzó la habitación hasta quedar peligrosamente cerca. Su mirada recorrió su rostro, buscando grietas. —Aquí tienes las reglas —dijo su voz, un susurro de hielo—. No hables con la prensa. No cuestiones mis órdenes. Y no le hagas daño a mi hijo. Si tocas un pelo de Harry, lo que viene hará que tu "accidente" parezca un paseo por el parque. —No le haría daño a un niño —replicó ella, con genuina ofensa. —No confío en ti —él sonrió, un gesto frío y torcido—. Pero tu hijo sí te quiere, a pesar de no ser buena madre. Por eso estás aquí. De repente, un ruido. Pequeños pasos corriendo por el pasillo. La puerta del estudio se abrió de golpe. Un niño de unos cinco años, con el pelo oscuro despeinado y unos ojos grandes y brillantes, se quedó paralizado en el umbral. Miró a Lyanna. Su pequeña boca se abrió ligeramente. —¿Mamá? El corazón de Lyanna se detuvo. El niño, Harry, no esperó una respuesta. Corrió hacia ella y se aferró a sus piernas con una fuerza sorprendente. —¡Sabía que volverías! Papá dijo que no, pero yo sabía que volverías por mí. Lyanna miró por encima de la cabeza del niño hacia Ares. Su rostro era una máscara de piedra, pero sus nudillos, apoyados en la mesa, estaban blancos. Ella bajó la vista. Harry la miraba con una fe tan absoluta, tan vulnerable, que le partió el alma en dos. No lo pensó. Se arrodilló, envolviéndolo en un abrazo. El niño olía a champú para niños y a galletas. Era el olor más honesto que había olido en su vida. —Sí, cariño —susurró, y su voz sonó ronca—. Ya estoy aquí. Por encima del hombro del niño, sus ojos se encontraron con los de Ares. No era una súplica. Era un desafío. Esto es por él, dijo su mirada. No por ti. Ares sostuvo su mirada por un instante eterno. Algo indescifrable cruzó sus ojos grises. No era suavidad. Era… confusión. Una grieta en su armadura de hielo. Luego, asintió, una vez, bruscamente. —Harry, tu madre está cansada —dijo, su voz menos cortante que antes—. Deja que descanse. El niño se aferró a la mano de Lyanna. —¿Vendrás a leerme un cuento más tarde? —preguntó, con los ojos llenos de esperanza. Lyanna sintió una sonrisa genuina, la primera en mucho tiempo, tocando sus labios. —Claro que sí. Ares observó cómo su hijo arrastraba a esa mujer, que decía ser extraña, pero que tenía el rostro de su esposa, fuera del estudio. La puerta se cerró. Quedó solo en el silencio cargado de la habitación. Durante esos meses la ausencia de su esposa lo había atormentado. Y de pronto aparecía tan distinta. ¿Podía ser posible que la falta de memoria le provocaba eso? Todo era un misterio.El aroma a un exquisito pescado llenaba el ambiente. Lyanna bajó las escaleras con determinación. Había pasado el día dando vueltas en la cama, pero la promesa que le había hecho a Harry le daba fuerza. Iba a seguir el juego. Por él.Caminó al comedor, la mesa brillaba bajo la luz de la araña de cristal. Platos de porcelana fina, copas de vino, cubiertos de plata. Ella entró con un vestido negro sencillo. Había aceptado esta cena. Una tregua falsa, lo sabía, pero por Harry cualquier cosa.Pero entonces lo vio.Ares estaba sentado a la cabeza de la mesa. Y en su regazo, anclada como si fuera su derecho, estaba una mujer. Una rubia de vestido rojo con escote profundo. Su brazo rodeaba el cuello de Ares, y su risa, aguda y artificial, llenaba la habitación.Era hermosa, fría, como tallada en hielo. Su risa, estridente y falsa, cortaba el aire como un cuchillo.Ares tenía un brazo alrededor de su cintura. No como un prisionero, sino como un hombre cómodo. Como un dueño.Lyanna sintió qu
El agua sucia le salpicó las piernas, manchando sus ya corrientes pantalones. Lyanna se quedó plantada en la acera, el fajo de billetes húmedo en el suelo. Lo recogió y los apretó en su puño. El auto de Ares era solo un punto rojo en la distancia. A su alrededor, el silencio de las otras madres era ahora absoluto, y mucho más elocuente que sus susurros. Sus miradas eran dagas de lástima disfrazada de morbo.“¿Vendiendo tu cuerpo por casa y comida?”La frase de Ares resonaba en su cabeza, mezclada con el eco de "zorra" de las mujeres. Una ira fría, que no conocía, empezó a reemplazar el shock. No era Lena, pero estaba empezando a odiar a esa mujer con toda su alma.Giró sobre sus talones, ignorando por completo a las mujeres. No iba a darles el espectáculo. Metió el dinero en el bolsillo y empezó a caminar.No tenía idea de dónde estaba. Las calles eran anchas, limpias y anónimas. No había tiendas, solo fachadas imponentes y verdes setos perfectos. Un taxi en este barrio era tan probab
El silencio de la habitación donde durmió la noche anterior era ensordecedor. Demasiado grande, demasiado lujosa. Lyanna se había duchado, se arregló, pero se dejó caer de nuevo en la cama, que tragó su cuerpo como una nube. Cerró los ojos, solo veía la mirada de ese hombre. Ares. Un nombre que sonaba a guerra. Y la guerra, sin duda, había comenzado.Un suave golpe en la puerta la hizo saltar.—¿Mamá?Era Harry. Asomó la cabeza, su osito de peluche aplastado bajo el brazo.—¿Recuerdas dónde está mi mochila de dinosaurios? —preguntó, con la confianza absoluta de un niño que habla con su madre.El corazón de Lyanna dio un vuelco. “Actúa normal. Respira”.—¿No la dejaste… en el suelo de tu cuarto, debajo de la cama? —improvisó, recordando los hábitos caóticos de los niños en las películas.Los ojos de Harry se iluminaron como faros.—¡Tienes razón! ¡Eres la mejor!Corrió de vuelta al pasillo. Lyanna exhaló, temblando. Cada interacción era un campo minado. Un error y todo estallaría.Med
Lyanna Harrison apretó el cuello raído de su chaqueta. La lluvia fina empapaba su ropa y se le metía hasta los huesos. Para ella el mundo era frío, húmedo y gris.Llevaba tres días sin comer nada decente. Su maleta, vieja y desgastada, pesaba como una losa. Se le había vencido la renta, y el casero no quiso darle oportunidad de pagar después, sobre todo al enterarse de que había quedado desempleada hace unos días. Así que terminó echándola sin compasión.Un claxon estridente la sacó de sus pensamientos. Giró la cabeza.Las luces de un coche negro la cegaron. Un golpe seco. El sonido de un cristal rompiéndose. Luego, nada.Sensaciones confusas la atravesaron. Voces lejanas. El olor a desinfectante. Una luz blanca y dolorosa.—Señora Valerián —dijo una voz nítida—. ¿Puede oírme?Lyanna parpadeó. Una enfermera de sonrisa profesional le tomaba el pulso.—Hay… un error —logró decir. Su garganta estaba áspera.—El golpe fue leve, pero la conmoción es seria —continuó la enfermera, ignoránd
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