Aurora
No es miedo lo que siento cuando lo veo. Es algo más turbio. Como si él fuera un reflejo de lo que intento esconder.
No entiendo por qué me odia. Porque sí, lo hace. Me lo grita con la mandíbula apretada cada vez que nuestras miradas se cruzan, con su silencio afilado, con esos comentarios lanzados como cuchillos envueltos en terciopelo.
Y aún así, no dejo de mirarlo.
—Te juro que ese tipo está mal de la cabeza —dice Celeste mientras camina a mi lado, en dirección a la biblioteca—. Dicen que una vez golpeó a un chico hasta dejarlo inconsciente. Todo porque le tiró una broma sobre su novia. Que, por cierto, ya no es su novia.
—¿Y nadie hizo nada? —pregunto, aunque no sé si quiero saber la respuesta.
Celeste se encoge de hombros, como si ese tipo de cosas fueran normales en este lugar.
—Su papá es alguien importante. Donaciones, becas, todo ese rollo. La escuela lo protege, pero nadie lo toca. A veces pienso que ni siquiera él se toca a sí mismo. —Se detiene para mirarme—. ¿Por qué tanto interés?
—No es interés —miento, sabiendo perfectamente que sí lo es—. Solo... quiero entender qué le pasa. Qué hice yo para que me mire como si le diera asco.
—¿Y si le gustás?
—No. Lo que siente no es atracción. Es otra cosa. Algo más frío.
Celeste no insiste. Gracias por eso. Aunque sé que se lo está guardando para lanzármelo luego, cuando me vea otra vez con esa cara tonta mientras lo busco entre los pasillos como si fuera un imán y yo una estúpida viruta metálica.
En la biblioteca, lo veo.
El mismo que yo llevo en la mochila.
Me acerco a una mesa diferente, lejos de él. Pero antes de abrir el libro, siento su mirada. No necesito girarme para saber que me está observando. No sé cuánto tiempo pasa, ni cuánto tardo en fingir que no me importa. Pero el calor que me recorre la piel habla otro idioma.
La siguiente clase es Historia. El profesor entra, despeinado como siempre, con sus papeles desordenados y su camisa mal abotonada. Nos pide formar parejas para un trabajo.
—Ustedes dos —dice, señalándome a mí y a… sí, claro. A él.
Genial. Universo, te odio. De verdad.
Camino hacia su mesa con la espalda recta, como si no me importara nada. Pero cada paso pesa más que el anterior. Me siento a su lado, dejando una distancia considerable. Él no dice nada. Solo hojea su cuaderno, como si fuera la cosa más interesante del mundo.
—Podemos dividirnos el trabajo si querés —sugiero, rompiendo el silencio.
Él gira la cara apenas, sin mirarme del todo.
—Si vas a jugar, mejor dilo ahora.
—¿Qué?
Sus ojos finalmente me encuentran. Me atraviesan.
—Las máscaras cansan, princesa. Lo digo por experiencia.
No sé si quiere insultarme o advertirme. O ambas.
—No estoy jugando —respondo con un hilo de voz. Una parte de mí quiere gritarle, otra solo quiere... entenderlo.
Él asiente, como si mi respuesta no significara nada. Como si ya supiera que no le voy a decir la verdad, sea cual sea.
Durante toda la clase, siento que alguien me observa. No es Gael. Su mirada se vuelve distante, fría. Como si ya hubiera levantado una muralla entre nosotros. Pero hay otra presencia. Un cosquilleo incómodo en la nuca. Me doy vuelta varias veces. Nadie.
Cuando termina la clase, salgo rápido al pasillo. El bullicio me envuelve como una ola. Me detengo junto a una columna, abriendo mi mochila, buscando mis auriculares.
Y entonces, una mano roza la mía. Rápida. Ágil. Me empujan un papel arrugado entre los dedos y desaparecen entre la multitud.
Lo abro con el estómago encogido.
¿Tu amiguito sabrá quién eres realmente?
No hay firma. No hay nada.
Siento como si el mundo girara más rápido de golpe. Como si todo lo que intento esconder estuviera saliendo a la superficie con un rugido.
Camino entre los estudiantes sin verlos. Mis pasos me llevan directo a él.
Lo encuentro en el patio, con Marco e Iván, riéndose de algo que no alcanzo a escuchar. Me acerco sin pensar. La rabia me hace valiente.
—¿Fuiste vos? —espetó, mostrándole el papel.
Gael alza una ceja, confundido. Luego lo lee.
—¿Qué carajo es esto?
—Dejá de hacerte el estúpido. ¿Querés que me vaya? Decímelo de frente. No con amenazas cobardes.
Gael se pone de pie. Está a centímetros de mí.
—¿Creés que fui yo?
—¿Y no lo fuiste?
Sus ojos arden. Pero no de enojo. De algo más oscuro.
—Te lo diría a la cara, princesa. A diferencia de vos, yo no me escondo.
—¿De mí? No sabés nada de mí.
Él se inclina. Su sombra me cubre. Su voz baja. Áspera.
—Todavía no. Pero estoy empezando a ver la grieta. Y me dan ganas de romperla.
Mis pulmones se olvidan de funcionar. Trago saliva. Él no se mueve. Ni yo.
—Si seguís mirándome así —murmura—, voy a hacer algo que vas a odiar… o tal vez no.
Mi cuerpo entero se estremece. Pero mi boca no se calla.
—No me asustás.
Gael sonríe. Por primera vez. No es una sonrisa amable. Es torcida. Provocadora. Peligrosa.
—Lo sé.
Y se aleja. Como si no hubiera incendiado cada parte de mí.
Esa noche, no puedo dormir. Doy vueltas en la cama, reviviendo cada segundo de ese encuentro. Su voz. Su cercanía. Su maldita sonrisa.
Me levanto, furiosa conmigo misma.
Busco mi diario. Escribo sin pensar:
Él es una tormenta. Y yo estoy dejando que me moje.
Pero lo peor es que no sé si quiero un paraguas o que me arrastre por completo.