4

Gael

La gente dice que el dolor se supera.

Lo mío se hizo carne.

Y no pienso dejar que nadie me lo arranque.

Mi hermano tenía una risa que se colaba en todas las grietas de una casa que ya empezaba a caerse. A veces lo escucho todavía, en medio del silencio, como si el eco de su voz se quedara flotando entre las paredes descascaradas de mi memoria.

La caja está debajo de mi cama. Polvorienta. Escondida. Intocable.

Y, sin embargo, cada vez que me despierto empapado en sudor, con el pecho hecho trizas por lo que ya no está, sé que la caja me espera. Como si me recordara: “todavía sangras”.

Hoy no quiero abrirla. No quiero ver la sonrisa de Liam en esas fotos. Porque si lo hago, no voy a poder volver a cerrarla.

Y no puedo permitirme derrumbarme. No otra vez.

—Gael, ¿me escuchaste? —la voz del profesor me arranca del trance.

Levanto la mirada. Todos los ojos puestos en mí.

Aurora incluidos.

—Te dije que vas a trabajar con la señorita Vega para el proyecto final —repite, con esa sonrisa falsa que solo los adultos bienintencionados saben fingir.

Aurora parpadea, sorprendida. Sus labios se entreabren como si fuera a protestar, pero no lo hace. Y eso me irrita más que si lo hiciera.

Ella siempre parece dispuesta a decir algo. Y esta vez, no.

Perfecto.

Recojo mi mochila sin mirar a nadie. No me interesa si ella va a seguirme o no. Pero cuando salgo al pasillo, la escucho detrás. Sus pasos son ligeros, medidos. Como si tuviera miedo de despertarme.

Spoiler: ya estoy despierto.

—Podríamos ir a la biblioteca ahora. Así organizamos los temas —sugiere.

Su tono es suave. Demasiado.

—Haz lo que quieras —murmuro sin detenerme.

Siento su mirada en mi nuca, caliente. Quema.

Al llegar a la biblioteca, el silencio me recibe como un viejo conocido. El olor a papel envejecido y madera encerada es lo único que me calma. Me refugio en ese rincón donde nadie se atreve a hablar más alto que un susurro. Y, para mi desgracia, Aurora también lo hace.

Se sienta frente a mí.

Tiene un cuaderno en la mano. Un bolígrafo negro. Y esa manía de tocarse el anillo del dedo medio cuando está nerviosa.

—Podemos hacer el proyecto sobre “Crimen y castigo”, si te parece. Me gusta la forma en que Dostoyevski descompone la moral —dice, como si no estuviéramos en medio de un campo minado.

Me encojo de hombros.

—¿O prefieres “El extranjero”? —insiste, arqueando una ceja—. Camus era más nihilista. Tal vez te sientes identificado.

Levanto la vista por fin.

Sus ojos brillan de una manera que me inquieta. Demasiado curiosos. Demasiado vivos.

Demasiado para mí.

—No estamos aquí para hablar de mí —espeto.

Ella no retrocede.

M****a. ¿Por qué no retrocede?

—Yo solo intento…

—No lo intentes —la corto de nuevo.

Aurora suspira, pero no insiste más. Abre el cuaderno y empieza a escribir.

Y yo la observo. De reojo. Fingiendo que leo.

El problema es que, cuando realmente leo, noto que el título en la portada de su libro es el mismo que el mío: Demian.

Y eso me jode.

¿Ahora también tenemos eso en común?

Una parte de mí quiere cerrar el libro de golpe y salir de ahí. La otra parte se queda. Por orgullo. Por necedad. O por algo peor.

Ella habla con otra chica en voz baja.

Sobre literatura. Filosofía. Vida.

Yo me callo. Porque las palabras son como espinas en mi garganta.

Cuando nos rozamos al buscar el mismo marcador, nuestras manos se rozan apenas.

Apenas.

Y sin embargo, ese roce se siente como un golpe en el pecho.

Ella me mira.

Yo no.

Yo no quiero.

No te atrevas a meterte aquí, Aurora Vega. No sabes lo que hay en este pozo.

—Mi mamá solía decir: “Todos tenemos una cicatriz que escondemos bien” —comenta de pronto, como si nada.

Yo me quedo inmóvil. Como si me hubieran clavado un puñal en medio del esternón.

Esa frase.

Maldita frase.

La había olvidado. O intentado hacerlo.

Pero ahí está.

De vuelta.

Me levanto sin decir una palabra.

Ella me llama, pero no contesto.

Camino como si el suelo estuviera a punto de abrirse debajo de mí.

Esa noche, cuando llego a casa, abro la caja.

La foto de Liam está en la parte superior. Él, con esa camiseta ridícula de dinosaurios y los dientes chuecos.

Yo, abrazándolo.

Golpeo la pared con fuerza. Una. Dos. Tres veces.

Hasta que los nudillos me sangran y los recuerdos me devoran.

Lo soñé.

Lo soñé de nuevo.

Corriendo por el pasillo. Gritando mi nombre.

Y yo sin poder alcanzarlo.

Siempre es igual.
Siempre termina igual.

Despierto con los ojos húmedos y el pecho en llamas.

Y entonces entiendo: esta herida no cerró. Nunca lo hizo.

A la mañana siguiente, me acerco a mi casillero. El pasillo está medio vacío.

Todavía queda esa calma falsa antes del bullicio.

Cuando abro la puerta de metal oxidado, hay algo doblado sobre mis libros.

Una hoja.

Simple.

Blanca.

Escrita a mano.

Mis dedos tiemblan cuando la despliego.

“No eres el único que sangra en silencio.”

Y el mundo se detiene.

Esa letra no es común. Es elegante, pero firme. No estoy seguro si es de ella. Pero algo en mi estómago se enrosca.

Quiero arrancar esa hoja. Quiero destrozarla.

Y al mismo tiempo, quiero guardarla. Como si fuera una prueba de que, en medio del caos, alguien ve más allá de mi armadura.

La guardo.

En el bolsillo.

Muy dentro.

Porque, jodidamente, me hace sentir… menos solo.

O más expuesto.

No lo sé.

Pero hay una grieta.

Pequeña.

Y ya no puedo hacer como si no existiera.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP

Último capítulo

Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP