Nuestro Fuego
Nuestro Fuego
Por: QUINN
1

Aurora

La lluvia caía con la misma monotonía con la que mi madre repetía que todo estaría bien. Me daban más miedo esas palabras que el silencio incómodo entre nosotras. Habíamos conducido más de siete horas sin detenernos, dejando atrás más que una ciudad. Dejando atrás el escándalo, las miradas acusadoras, y el eco de una verdad que no quería volver a pronunciar en voz alta.

Suspiré al ver el cartel de bienvenida. Nueva ciudad, nuevas reglas. Aunque yo ya había aprendido la primera y más importante: no confiar en nadie. Nunca.

—Aurora, cariño —dijo mamá, con ese tono suave que usaba cuando intentaba convencerme de que el mundo no era un lugar lleno de bestias disfrazadas de humanos—. Este lugar es diferente. Aquí todo puede ser distinto, si tú lo permites.

La miré de reojo. Ella siempre intentaba ver el vaso medio lleno. Yo solo veía los vidrios rotos.

La universidad a la que me había inscrito a último minuto parecía salido de una postal de colegio privado: ladrillos oscuros, ventanas grandes, y ese aire de institución antigua que olía a secreto. Bajé del coche sin esperar su despedida y ajusté la mochila sobre mi hombro. El viento me golpeó el rostro como una bofetada. O quizás era solo el pasado recordándome que no se puede huir de todo.

Entré por la puerta principal, con paso firme y mirada baja. Lo justo para no parecer demasiado insegura ni demasiado desafiante. El equilibrio perfecto para sobrevivir.

—Aurora Lombardi, ¿cierto? —La voz masculina del director sonó seca, casi molesta. Asentí. No tenía energía para caerle bien a nadie. Me entregó mi horario sin una sonrisa—. Clase de Literatura. Aula 3B. Intenta no llegar tarde.

Intentaré no tirar de los hilos que sostienen esta fachada, pensé.

Al entrar al aula, sentí los ojos clavarse en mí como si llevara escrita en la frente la palabra forastera. Hacía tiempo que había aprendido a sostener esas miradas sin desmoronarme, pero eso no significaba que no dolieran. Me dirigí a la única silla vacía del fondo, justo al lado de una ventana empañada.

—Tenemos nueva alumna. Aurora Lombardi. No hagan muchas preguntas, no tengo respuestas —anunció el profesor sin levantar la vista de su cuaderno.

Un murmullo suave recorrió la sala. Ignoré cada mirada, cada susurro. Fingir indiferencia era más fácil que explicar por qué cambié de universidad en medio del semestre. Nadie quería oír que alguien había gritado mi nombre antes de lanzarse por una ventana. Que yo era la última persona que habló con ella.

Me senté, saqué un cuaderno nuevo y comencé a escribir sin pensar. Palabras sueltas, frases inconexas. Mi forma de mantenerme cuerda. Fue entonces cuando una voz suave me sacó de mi burbuja.

—Hola. Soy Celeste —me dijo la chica a mi derecha, de ojos claros y sonrisa sincera. O eso parecía.

—Aurora.

—Lo sé. El profe no es muy sutil —rió, sin malicia—. Si necesitas algo… cualquier cosa, dime. Aunque sea una excusa para salir al baño.

Le lancé una sonrisa educada. No creía en la bondad espontánea. Pero había aprendido a no rechazarla de frente.

—Gracias.

—Solo… ten cuidado con quién te juntas —agregó, bajando la voz—. Sobre todo con ellos.

Fruncí el ceño.

—¿Ellos?

Celeste no respondió, solo ladeó la cabeza hacia un grupo de chicos al otro extremo del aula. Uno de ellos tenía el cabello oscuro y la mirada baja, como si nada le importara. Como si él fuera el fuego y el resto del mundo, solo cenizas. El más callado era siempre el más peligroso. Lo sabía.

—¿Quién es? —pregunté, bajando la voz.

—Gael Rivera. Y su grupo. Evítalos.

—¿Porque son populares?

—No, Aurora. Porque son salvajes.

La campana sonó antes de que pudiera preguntar más. Guardé mis cosas sin mirar atrás. Celeste me acompañó hasta la cafetería. La fila era larga, y el murmullo de los estudiantes me hacía sentir como si estuviera en una pecera llena de tiburones. Nadie me conocía, pero todos parecían saber algo.

Justo cuando giré para alcanzar una bandeja, choqué contra un cuerpo firme. La colisión me hizo perder el equilibrio y la bandeja cayó con un estruendo metálico al suelo. Me agaché de inmediato, avergonzada, recogiendo lo que podía, hasta que vi unos zapatos negros delante de mí.

Levanté la mirada lentamente.

Y ahí estaba él.

Gael Rivera.

La persona que Celeste me había dicho que evitara. Pero nadie me había advertido sobre su mirada.

No era una mirada vacía. Era una advertencia silenciosa. No una amenaza. Una promesa. Su rostro era inexpresivo, y sin embargo, todo en él gritaba peligro. Su mandíbula estaba tensa, los labios apretados. Pero sus ojos… maldita sea, sus ojos eran de otro mundo. Oscuros, profundos, y cruelmente serenos.

No me dijo nada. No me ofreció ayuda. Solo me observó, como si ya supiera cómo terminaba esta historia.

—Perdón —murmuré, por reflejo más que por culpa.

Él se agachó lentamente, recogió una servilleta, la dejó sobre mi bandeja y se quedó mirándome. Silencio. Solo el sonido lejano de una risa. Suya no era.

Celeste apareció de la nada, me tomó del brazo y me obligó a levantarme.

—Vámonos —dijo, apretando los dientes. Me arrastró fuera de la fila como si me hubiera salvado de un incendio.

—¿Qué demonios fue eso? —le pregunté cuando por fin nos alejamos.

—Te dije que no te metieras con él.

—¡Yo no me metí con nadie!

—No necesitas hacerlo, Aurora. Solo con mirarte, Gael ya decidió que le interesas. Y eso, créeme, es un problema. Grande.

—¿Y si no me interesa él?

—¿De verdad quieres averiguar si tienes opción?

No respondí. Porque aunque una parte de mí quería correr, otra parte —una más oscura, más dañada— se había quedado enganchada en esos ojos que no se apartaron de mí ni cuando me alejé.

Esa noche, me acosté temprano. Cerré los ojos y traté de pensar en cualquier cosa menos en ese momento. En su expresión inmutable. En su silencio ensordecedor.

Pero fue inútil.

Y por alguna razón, su mirada no me dejó dormir esa noche.

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