Gael
El golpe de los guantes contra el saco resuena con más rabia que ritmo. Uno, dos. Uno, dos. Mi respiración sigue el patrón. El sudor me arde en la espalda, pero no paro.
El gimnasio huele a cuero viejo, metal y desesperación contenida. Me recuerda a casa.
Tomo aire. Golpeo más fuerte.
Uno.
Ella.
Maldición.
No fue por su belleza. Aunque, sí, es guapa. Pero no del tipo obvio. No se esfuerza. No se adorna. No coquetea. Camina como si el mundo le quedara chico. Habla poco, pero cuando lo hace, su voz es una caricia con cuchilla.
Pero lo que me jodió, lo que realmente me jodió, fueron sus ojos.
No parpadeó.
Todos lo hacen. Algunos tiemblan. Otros fingen no verme. Algunos bajan la mirada.
Y eso me cabrea más de lo que debería.
Termino la rutina con una serie de abdominales. Siento el ardor en cada músculo, pero no me quejo. El dolor físico es simple. El otro... bueno, ese se instala como huésped sin invitación.
Cuando llego a casa, el sonido del televisor es lo primero que escucho.
Lo ignoro. Me ducho. Me visto. Me voy.
Siempre igual.
En el camino a la universidad, bajo la ventanilla. El aire frío me despeja un poco la cabeza. Aún así, su cara no se me borra.
Aurora.
Ese nombre sabe a contradicción. Dulce pero cortante. Distante pero curiosa.
El campus ya vibra con su ruido habitual: gritos, carcajadas, miradas furtivas, rumores que se arrastran como serpientes entre los pasillos.
—¡Rivera! —grita Marco desde la entrada—. ¿Te comiste al saco de box otra vez o vienes con esa cara por otra cosa?
—Las dos —respondo sin detenerme.
Marco es como el perro que ladra antes de morder, si es que alguna vez muerde. Tiene esa sonrisa que promete problemas y un ego que compite con el mío.
Y Salma... Salma ya está ahí, recostada contra una columna como si el mundo fuera una pasarela y ella la estrella. Fue mía. O algo parecido. Ahora es libre. Y yo también. En teoría.
—Vaya, el chico oscuro llegó —dice con esa voz afilada que antes me parecía sexy. Ahora solo cansa.
—Y tú sigues siendo una sombra de lo que creí que eras —le contesto sin mirar.
—Encantador, como siempre —responde, pero no insiste. Sabe que hay una nueva energía en el aire. Y no soy el único que la sintió.
En la clase de Literatura, la veo. Aurora, sentada junto a la ventana, con los dedos entrelazados sobre la mesa y los ojos puestos en el profesor como si realmente escuchara.
Me acomodo en mi asiento sin dejar de observarla. Ella no me mira. Pero lo sabe. Estoy seguro de que lo sabe.
Marco me pasa una nota.
¿Ya viste a la nueva? Parece que no te tiene miedo. Qué raro.
Levanto una ceja. Lo miro de reojo. Él se ríe.
Tal vez ya te olvidaron, Rivera.
Sus palabras no me molestan, pero sí lo que implican. Hay algo en ella que no cuadra. Que no encaja con la narrativa. No teme. No evita. No juega.
Y eso me jode.
A media mañana, ella cruza el pasillo con esa amiga nueva, Celeste, la de risa fácil y ojos enormes. Van riendo por algo. Aurora suelta una sonrisa leve, casi imperceptible, pero suficiente para que algo se tuerza dentro de mí.
¿Qué la hace sonreír así? ¿Qué la hace olvidarse de que este lugar está lleno de hienas con cara bonita?
Me acerco, no por impulso, sino porque no soporto verla así.
—Ríe mientras puedas, princesa —digo al pasar junto a ella—. Las máscaras no duran.
Las palabras salen solas, frías, medidas, letales.
Ella se detiene. Me mira.
Otra vez, sin parpadear.
Y por un segundo... juro que también sonríe.
No una sonrisa dulce. No una coqueta.
Una sonrisa que parece decir "me das lástima."
Y eso... eso sí duele.
Celeste la jala del brazo y se la lleva. Yo sigo caminando, pero el pulso me late en las sienes.
No es solo rabia. No es solo tensión. Es otra cosa.
Obsesión. Curiosidad. Una punzada en el pecho que me recuerda que no todo está bajo control.
Porque ella no debería importarme. Y, sin embargo...
Esa noche, cierro la puerta de mi cuarto con más fuerza de la necesaria. Me dejo caer sobre la cama. El techo no me responde. Mi mente tampoco.
Reviso el móvil, por costumbre. Notificaciones sin sentido. Conversaciones vacías. Marco, Salma, Iván. Todos diciendo lo mismo con distintas palabras.
Y entonces lo veo.
Algo debajo de la almohada.
Una hoja de papel. Una fotografía.
La saco. La examino.
Aurora. Besando a alguien más. Un chico de cabello oscuro. Apasionado. Íntimo. Como si el resto del mundo no existiera.
El corazón me late fuerte. No entiendo por qué.
No es celos.
¿Quién es él?
¿Por qué me importa?
¿Qué es lo que esa chica está ocultando?
Me levanto, coloco la foto bajo la lámpara, y la observo de nuevo.
La intrusa llegó con un pasado. Uno que no esperaba. Uno que, por alguna jodida razón, quiero conocer.
Tal vez para destruirlo.
Tal vez para entenderla.
Tal vez… para que me mire otra vez sin parpadear.
Pero esta vez, que tiemble.
Porque nadie juega con Gael Rivera.
Y sigue intacta en mi memoria una frase suya que nunca dijo, pero que grita en su silencio:
“Yo no te tengo miedo.”
Y eso… eso sí que me rompe los esquemas.