Mundo ficciónIniciar sesión¿Cómo escapar de la tentación cuando todo lo que deseas es caer en ella? Una noche es suficiente para que dos almas se atraigan. Kael Montenegro, el hombre más peligroso de la ciudad, gobierna su imperio con mano de hierro y un corazón helado desde que perdió a la única mujer que amó. Todo cambia la noche en que sus ojos se clavan en Danae, una bailarina envuelta en misterio y sensualidad. Lo que comienza como una obsesión turbia se convierte en un juego de fuego cuando Kael descubre que tras esos labios escarlata se esconde una verdad que podría destruirlo. Danae no baila por dinero. No está ahí por casualidad. Cada movimiento suyo es una mentira calculada, cada sonrisa un arma filosa. Pero incluso los planes mejor trazados fallan cuando el enemigo es el propio deseo.
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No me gustaba frecuentar bares. No desde hacía muchos años. Prefería quedarme en casa con un buen vaso de wiskey y escuchar los gritos de los presos en las mazmorras mientras mis hombres se encargaban de ellos. Prefería estar en medio de una balacera antes que en uno de esos lugares repleto de personas y donde la música nisiquiera dejaba que las personas conversaran. —¡Venga, anímate, hombre! Matteo me dió una palmada en el brazo y lo miré con ganas de extrangularlo. El guardia en la puerta nos observó de pies a cabeza mientras sostenía uno de esos aparatos que pasan por el cuerpo buscando armas —iba a explotar si lo pasaba por el mío—, por supuesto, no lo hizo. Matteo caminó adelante con una sonrisa en su rostro y yo lo seguí hacia la que iba a convertirse en una noche muy larga. Dentro nuestros hombres ya estaban reunidos y todos se levantaron en sus lugares ante nuestra entrada. Matteo leshizo una seña con la mano restándole importancia. —Hoy Kael no es nuestro jefe, es mi mejor amigo y esta mi despedida de soltero —les dijo mientras me rodeaba con su brazo—. ¡Disfruten la noche! —Mañana voy a vengarme de todas las que hagas, Matteo Luttier —le dije con molestia—. Irás a tu boda con las piernas rotas. Él soltó una carcajada por encima de la música que había iniciado. Una de las camareras se acercó con un traje que no dejaba nada a la imaginación y dos vasos con algún licor que bebí de un solo traigo. —Traime una maldita botella —le ordené mientras me separaba de Matteo y caminaba a la mesa más apartada. “El Eclisse” era el tipo de lugar donde los pecados se vendían por botella y las confesiones se ahogaban en gin-tonics. Luces violetas cortaban la penumbra como cuchillas, iluminando mesas donde hombres con trajes caros negociaban sobre cuerpos semidesnudos. El aire olía a hielo derretido y perfume barato, una mezcla que le recordaba a cada funeral al que había asistido sin querer. Allí,entre los espejos empañados y el eco de risas forzadas, hasta la música sonaba a amenaza: bajos que retumbaban como disparos, voces femeninas que susurraban promesas en idiomas que nadie entendía. Desde allí, veía cómo mis hombres se repartían entre las mujeres como lobos en un corral: Matteo, su mano derecha, ya tenía a una rubia sentada en su regazo, sus uñas pintadas de negro arañándole la nuca. Abajo, en la pista, los cuerpos se movían en una coreografía vulgar, sudor y lentejuelas brillando bajo los focos como escamas de pez moribundo. Todo era predecible. La mesera se acercó con una botella de licor y un vaso, dejo ambos encima de mi mesa y se marchó contoneando sus caderas. Serví la bebida en el vaso y comencé a beber mientras miraba a mis hombres. Bebían y sonreían con felicidad, nadie imaginaría que media hora antes habíamos perdido a cinco de los nuestros. Pero así era la vida para la familia Montenegro o cualquiera que se relacionara con ellos. Nunca sabían cual era su último aliento. Giré el líquido color ambar en el vaso mientras veía como el personal del club les pedía a todos que tomaran su lugar cerca del escenario. Una mesera diferente se acercó a mi. —Señor Montenegro —su voz temblaba, seguramente le advirtieron sobre mi—. Puede acercarse al escenario y disfrutar del show. —Estoy bien aquí —le dije y ella se marchó de inmediato. Las luces que estaban alrededor de las mesas se apagaron y todo el escenario se iluminó. Tres chicas salieron desde las cortinas y mis hombres comenzaron a aplaudir y silbar. Las mujeres comenzaron a mover sus cuerpos al ritmo de la música mientras su ropa iba desapareciendo y dejaba al descubierto hermosos trajes de lencería. La bebida en mi vaso se agotó y serví otro poco. Ferit, uno de mis mejores hombres agarró a una de las chicas por el brazo, la bajó del escenario y la sentó en sus piernas. Las demás continuaron bailando mientras la chica de cabello rubio y Ferit se comían la boca. Cuando la corografía terminó las otras dos regresaron a través de las cortinas. Cuando las luces se apagaron y ese foco rojo la iluminó, sentí que el tiempo se detenía. Mis dedos se cerraron solos alrededor del vaso, hasta que el cristal crujió bajo la presión. No era solo su belleza—había visto mujeres hermosas antes—, era esa forma de moverse, como si cada músculo de su cuerpo estuviera contando una historia que yo no merecía escuchar. El vestido rojo se le pegaba a la piel como sangre seca, y por un segundo, juré que era ella. Que había vuelto para clavarme en esta silla y hacerme ver lo que le hice. Me levanté de mi lugar y caminé con rapidez al frente, cerca del escenario y cerca de mis hombres. Matteo me notó de inmediato. —¿Todo bien, jefe? Lo ignoré totalmente. No respondí, estaba totalmente embelesado en ella. En sus movimientos suaves y sensuales, su cabello, sus ojos verdes, tan verdes que parecían los de ella. Finalmente observó hacia el público. Algo en su mirada me traspasó cuando nuestros ojos se encontraron. No era el coqueteo barato de las otras bailarinas, sino un desafío frío, como si ya supiera quién era yo y aún así eligiera bailar para mí. Mi boca se secó. Sentí el impulso de saltar al escenario, agarrarla del brazo y retenerla para mi. Solo podía mirar, envenenado por cada giro de sus caderas, cada arco de su espalda. Cuando terminó su acto y desapareció entre las cortinas, mi corazón latía tan fuerte que casi lo oía sobre la música. El sudor me corría por la nuca, pero no por el calor del local—era esa mezcla de rabia y deseo que solo conocen los condenados. Quería perseguirla. Quería estrangularla. Quería hundir los dedos en su pelo cobrizo y obligarla a decirme cómo se atrevía a usar sus movimientos, su mirada. Pero bajo todo eso, más profundo que la ira, estaba el miedo: miedo a que, si la tocaba, esta vez sí me convertiría en ceniza. Y lo peor es que, de alguna manera, lo deseaba. A diferencia de las demás bailarinas, ella no se desnudó y al final hizo una reverencia. Mis hombres aplaudieron, igual de embobados que yo. Y cuando la vi atravesar las cortinas, le di una palmada en el hombro a Matteo. —Necesito saber quien es. Caminé a toda prisa a través del bar hacia la parte trasera. El hombre que cuidaba el paso se apartó de inmediato al verme. Me adentré por el estrecho pasillo y lo recorrí asomándome en cada puerta hasta que finalmente, la encontré. La puerta crujió cuando la abrí completamente, y allí estaba ella. Sin el vestido escarlata, sin las luces del escenario, pero igual de letal. El camerino era diminuto, apestaba a maquillaje barato y sudor, pero en eseinstante, todo olía a posibilidad. Estaba sentada frente al espejo, quitándose el rimel con movimientos bruscos, cuando nuestros ojos se encontraron en el reflejo. Su piel brillaba bajo los focos amarillentos. Mi corazón latía desbocado, recordándome que seguía ahí luego de cinco años. —Usted no puede estar aquí —escupió, girándose con esa furia que solo tienen las criaturas acorraladas. No respondí. No podía. Porque al verla de cerca, sin el escudo del escenario, algo en mi pecho se desmoronó. No era un fantasma, no un recuerdo, sino una mujer de carne y hueso que respiraba con rabia, cuyos puños se apretaban contra la mesa, cuyos ojos verdes brillaban con una desconfianza que me hizo sentir más humano de lo que había sido en años. Un escalofrío subió por mi espalda. —Yo puedo estar donde quiera —respondí y ella frunció el ceño. Di un paso hacia ella, pero retrocedió dos. —No sé quien es, pero no presto ese tipo de servicios, solo soy bailarina, así que le pido que se vaya —insistió señalando la puerta. Y ahí lo sentí: ese golpe bajo en el estómago, ese calor que se expandía como licor barato en las venas. Ella no sabía quién era yo. No conocía mi nombre, mis crímenes, la sangre que se pegaba a mis uñas. Solo veía a un hombre peligroso invadiendo su espacio—y aún así, no gritó. No lloró. —¿Quién eres? —le pregunté sin poder dejar de verla. Alguien entró a mis espaldas y me rodeó el cuello con su brazo. Reconocí el perfume de Matteo al instante. —Lamento mucho que mi amigo haya irrumpido aquí así, ya nos largamos —le dijo a la mujer que nos miraba sin entender nada. Matteo me sacó a empujones de la pequeña habitación mientras seguía intentado observarla. —¿Que cojones haces? —me dijo con molestia—. Ella no es una prostituta, acaban de contratarla. —La quiero —dije sin siquiera pensarlo y él me observó con el horror clavado en su mirada. —Kael… Su advertencia me hizo bajar a la tierra de inmediato. El frío volvió a apoderarse de mi corazón y la coraza de hierro regresó a mi mirada. No podía tenerla, ni a ella, ni a nadie. Todo lo que se acercaba a mi terminaba herido o muerto. Igual que terminó ella. Mis manos, las mismas que habían apretado gatillos y torcido cuellos, se cerraron en puños. ¿Qué derecho tenía un hombre como yo a desear algo puro? Y entonces lo vi claro: si me quedaba, si insistía, si permitía que esta obsesión creciera, terminaría igual. Con un cuerpo sin vida entre mis brazos y otra foto que añadir al altar de mis culpas. Los hombres como yo no merecemos finales felices. Mis enemigos no tardarían en descubrirla. Dante la usaría como carnada. Mis propios aliados la verían como un punto débil. Y yo... yo sería el verdugo, como siempre. Porque el amor en mis manos se convertía en veneno. En balas perdidas. En tumbas sin nombre. —Me largo —le dije mientras caminaba a la salida—. Sabía que esta despedida de soltero iba a ser una m****a.El viento del atardecer olía a sal. La brisa venía del mar, tibia, suave, jugando con los cabellos de Sofía y Lucas mientras corrían por la arena riendo a carcajadas. Sus risas eran lo más puro que había escuchado en mi vida. Después de tanto ruido, tanto caos, tanto disparo… ese sonido era mi paz. Danae estaba sentada junto a mí, descalza, con el vestido blanco ondeando suavemente y el sol besando su piel. La miré en silencio, tratando de grabar cada detalle. Su sonrisa. La forma en que sus ojos se cerraban un poco cuando el viento soplaba fuerte. El modo en que aún lograba quitarme el aliento, incluso después de todo. Habían pasado meses desde aquella noche en la ciudad. El pasado, con toda su oscuridad, había quedado atrás. Anya había desaparecido; algunos decían que se había ido del país. Yo elegí no buscarla. Por primera vez, no sentía necesidad de venganza. Solo quería vivir. —¿En qué piensas? —preguntó Danae, con esa voz suave que siempre lograba atr
KaelLa noche olía a tormenta.A esa calma artificial que precede al caos, al olor metálico del peligro que uno aprende a reconocer cuando lleva años caminando entre sombras.La ciudad dormía, o fingía hacerlo, mientras mis hombres y yo nos movíamos entre las calles estrechas del puerto abandonado.Sabía que él estaría ahí.Mi padre.El hombre que me enseñó a matar antes de enseñarme a vivir.El mismo que destruyó a mi familia… y que ahora había regresado para terminar lo que empezó.Matteo caminaba a mi lado, con el rostro tenso, las manos firmes.—¿Estás seguro de que quieres hacerlo tú mismo? —preguntó.—Sí. Esto empezó conmigo, y conmigo va a terminar.El eco de mis pasos era lo único que rompía el silencio. La lluvia comenzaba a caer, lenta, densa, como si el cielo también quisiera participar de aquel juicio.Entonces lo vi.De pie, en medio del almacén, esperándome con ese gesto arrogante que tanto odié de niño.No había cambiado. Los años no le habían quitado la mirada fría, la
La noche había caído sobre la mansión con un silencio que me oprimía el pecho. No era el silencio tranquilo que antecede al descanso, sino ese que pesa, que avisa que algo va a romperse. Afuera llovía con suavidad, las gotas chocaban contra los ventanales del pasillo y el sonido se mezclaba con el crujir lejano de la madera. Caminé descalza hasta el estudio, siguiendo la luz tenue que se filtraba por la rendija de la puerta entreabierta.Kael estaba allí, de pie frente al escritorio. No me vio entrar. Su cuerpo, rígido y tenso, parecía tallado en piedra. Tenía las manos apoyadas sobre el mapa extendido en la mesa, los nudillos blancos de tanto apretar. Un cigarrillo ardía entre sus labios, y el humo formaba espirales que subían hasta perderse en la penumbra.Por un instante solo lo observé. Su figura poderosa siempre me había inspirado respeto y deseo, pero esa noche… esa noche lo vi vulnerable. Había algo en su mirada que no le conocía: una tristeza contenida, un cansancio antiguo.—
La noche había caído pesada sobre la ciudad.El viento golpeaba las ventanas del despacho, haciendo crujir los marcos de madera, y la luz del cigarrillo que tenía entre los dedos parpadeaba como un corazón cansado. No había dormido desde que salí del hospital. No podía. Cada vez que cerraba los ojos veía el rostro de Danae desmoronándose entre mis brazos, su voz pidiéndome que no me fuera.Y sin embargo, el caos seguía. No me daban tregua.Matteo estaba frente a mí, con el rostro tenso, los ojos fijos en los documentos que había sobre el escritorio. Su silencio me inquietaba más que cualquier noticia. Había pasado demasiados años a su lado como para no reconocer la gravedad en sus gestos.—Habla —le ordené con voz baja, sin levantar la vista de la copa de whisky que giraba entre mis manos.Matteo respiró hondo.—Lo confirmé hace una hora. No fue Dorian quien movía los hilos de todo esto. Él solo seguía órdenes.—¿De quién? —pregunté, aunque una parte de mí ya lo sabía.Esa sospecha qu
El silencio del hospital era tan profundo que podía oír el tictac del reloj sobre la pared. Un sonido monótono, constante, que me recordaba que el tiempo seguía su curso aunque el mundo se me hubiese detenido por completo. Kael seguía inmóvil en esa cama, con la piel más pálida de lo que alguna vez creí posible. Cada respiración suya, asistida por las máquinas, era una lucha invisible, una guerra que yo no podía librar por él.No sé cuántas horas llevaba sentada junto a su cama. Quizás días. Afuera, la noche se confundía con la madrugada, y la madrugada con un amanecer que no traía consuelo. Me habían pedido que descansara, que comiera algo, pero no podía. Si cerraba los ojos, lo único que veía era su cuerpo cubierto de sangre, la llamada de Dorian, los gritos, el miedo.Le tomé la mano con cuidado. Estaba tibia, viva.—Kael… —susurré, y mi voz tembló como una hoja en medio del viento—. No puedes dejarme ahora. No después de todo lo que pasamos.Apreté sus dedos entre los míos. Nada.
DanaeEl sonido de la lluvia golpeando los ventanales fue lo primero que escuché.Desperté sobresaltada, el corazón latiendo tan rápido que por un instante creí que se me saldría del pecho.No sabía qué hora era, pero el cielo afuera estaba oscuro y el aire tenía ese aroma a tormenta que siempre me había inquietado.Me senté en la cama, intentando calmar mi respiración, pero el presentimiento no se iba. Era como si una mano invisible me apretara el pecho. Algo dentro de mí gritaba que algo estaba mal. Muy mal.Miré a mi alrededor: la habitación estaba vacía.El lado de Kael en la cama seguía intacto, la colcha sin arrugar, el aire frío donde debería estar su calor.—Kael… —susurré, apenas un murmullo en la oscuridad.Nada.Ni una nota, ni un mensaje, ni un sonido que me dijera que estaba bien.Me levanté de golpe, caminando descalza por la habitación. Afuera el viento rugía, y cada ráfaga hacía crujir las ventanas.Intenté convencerme de que había salido temprano, que quizá estaba con
Último capítulo