Mundo ficciónIniciar sesiónEn el lujo discreto de un hotel de alta gama en el corazón de los Estados Unidos, Nahia Velasquez, una joven sin historias, desesperada, acepta reemplazar a su amiga por una sola noche, pero es un error, esa noche con un desconocido. Él no dice su nombre. No hace preguntas. La toma sin dulzura, sin promesas. Y marca su carne con un deseo que ella no entiende. Ella pensaba desaparecer por la mañana, olvidar esa noche robada a su propia vida. Pero él la reclama al día siguiente. Cuando ella se niega, él comprende. No es una prostituta. Nunca debió estar allí. Pero Salvatore Caruso, jefe indiscutido de la mafia italiana, no es un hombre que se rechaza. Está en Nueva York por negocios. Pronto regresará a Roma, donde le espera un imperio construido sobre sangre y miedo. No tiene tiempo para juegos. Entonces le hace una oferta helada: que sea de él durante seis meses, cuerpo y alma. Ella firma un contrato, pero es una jaula dorada. Nahia acepta porque su madre está muriendo y los gastos del hospital se acumulan. Lo que ella ignora es que acaba de entrar en un mundo donde el amor es una debilidad, donde el deseo puede matar y donde nunca se escapa realmente. Porque Salvatore no conoce ni la ternura ni la piedad. Ella podría encender la chispa que ni siquiera un rey de las tinieblas podría dominar. O perderse para siempre en sus oscuras sombras.
Leer másNahia
— ¿Vas a decirme que no piensas en ello en absoluto?
Camila levanta una ceja, apoyada en la mesa de centro de su diminuto estudio. Un bol de fideos instantáneos entre nosotras, dos cervezas tibias, y una vela que lucha por sobrevivir entre las tazas vacías. Casi podría parecer que llevamos una vida normal.
Desvío la mirada.
— Es una locura. Quieres que me prostituya.
— No. Te ofrezco una oportunidad. Una noche con un vestido. Un hotel de lujo. Y un tipo que no hace preguntas. Tomas el sobre, te vas, lo olvidas.
— ¿Tú lo olvidas? —digo clavando mi mirada en la suya.
Ella sonríe, amarga.
— No. Pero he aprendido a vivir con ello. Y tú... no tienes el lujo de esperar un milagro. Necesitas ese dinero, Nahia.
Me paso una mano por el cabello. Estoy cansada. Mi madre no tiene más que unas semanas si no la transfieren a una clínica privada. Y solo tengo deudas, horas de trabajo mal pagadas y facturas en llamas.
— No quieres pensar en esto ahora, añade Camila más suavemente. No quieres recordar tu primera vez como un accidente en un callejón oscuro. Aquí, al menos... será limpio. Controlado. Un hotel de cinco estrellas. Una cama demasiado grande. Un hombre que paga muy bien por muy poco.
— Él va a saber que no soy tú.
— No. Le importa un comino. Quiere silencio, no confidencias.
Me río, nerviosamente.
— No tengo la cara de una escort.
— ¿Y yo tenía la cara de una abogada? —replica, levantándose para hurgar en su armario. Toma esto.
Me tiende un vestido negro. De espaldas descubiertas, escotado, intimidante.
— Te lo vas a poner, caminarás por este vestíbulo como si hubieras nacido aquí, y regresarás con el dinero. No pedirá más de una o dos horas.
Me quedo inmóvil, el vestido entre mis manos.
— Si cambias de opinión, te vas. Él no te debe nada. Tú tampoco.
— ¿Pero crees que querrá de mí?
— Nahia, este tipo ha reservado una suite entera, en efectivo, sin dejar nombre. Si quisiera una muñeca de lujo, habría ido a otro lugar. Quiere algo... verdadero. Aunque no sepa decirlo.
La miro. Ella realmente cree en lo que dice. Y tal vez yo también, tengo ganas de creerlo.
Asiento con la cabeza.
Se acerca y me toma de la mano.
— Estaré ahí. Me envías un mensaje cuando llegues. Te espero abajo, ¿de acuerdo?
— De acuerdo.
— Vas a lograrlo. Haces esto por ella.
Cierro los ojos: Sí, por mamá, no por mí.
El vestíbulo del hotel Armand huele a vainilla helada y madera pulida. Todo es suave, demasiado silencioso, como si el lujo supiera que no tiene nada que demostrar. Mis tacones hacen un suave clic en el mármol. Mi corazón late más fuerte que mis pasos.
Suite 508, nunca he tomado un ascensor tan lento.
Nunca he querido huir tanto.
Pero cuando la puerta se abre... él está allí, inmóvil, impecable, traje negro sobre negro, mirada de mármol, ninguna palabra, solo un gesto de cabeza, una invitación muda. Es inmenso, sí, musculoso y... es muy guapo pero... intimidante.
Entro.
El perfume a madera. Las cortinas corridas. El silencio.
Me mantengo en el centro de la habitación, con los hombros tensos, la respiración entrecortada.
Él me observa.
No como un hombre mira a una mujer.
Más bien como un rey observa una pieza en un tablero de ajedrez.
Tengo ganas de hablar. De decir que es mi primera vez. Que no soy realmente Camila. Que tiemblo bajo este vestido.
Pero él no me lo pregunta.
Se acerca, está enmascarado, pero yo no.
Y lo dejo hacer.
Recuerdo sus manos.
Su frialdad calma, su precisión metódica.
No me tocó para descubrirme.
Me tocó para poseerme.
No había prisa ni brutalidad en sus gestos, sino algo más aterrador: un control absoluto. Como si ya hubiera hecho esto mil veces. Como si mi cuerpo no fuera más que un terreno más a conquistar. Sin emoción. Sin vacilación.
Cuando me empujó sobre la cama, contuve la respiración. Me tensé, incapaz de responder a esa mirada oscura y distante que posaba sobre mí.
No temblaba, era peor.
Estaba paralizada. Como un animal atrapado en una luz demasiado brillante.
Su camisa se deslizaba lentamente por el suelo, sus botones se abrían uno a uno, sin urgencia, sin comentario. Recuerdo haber fijado la vista en su torso, buscando una distracción, algo humano a lo que aferrarme. No había nada.
No una palabra.
No una caricia para calmar.
Solo esa certeza en el aire, sofocante: no podía dar marcha atrás.
Desabrochó la cremallera de mi vestido.
No protesté.
Cerré los ojos, luchando contra las lágrimas, él me acarició, me besó.
Su mano se posó en mi cadera desnuda. No tembló. La mía, sí.
Luego se montó sobre mí, su respiración regular rozando mi cuello. Sentí su peso, su calor. Y un frío terrible se instaló en mi pecho.
Cuando me tomó, mi cuerpo se tensó de repente. Un dolor agudo me arrancó un gemido ahogado.
Mordí mi labio hasta sangrar.
No era solo físico.
Era como si algo en mí se desgarrara. Algo invisible y profundo. Mi vientre se retorció. Mis ojos se llenaron sin que realmente entendiera por qué.
No quería que él supiera.
No quería que viera que era mi primera vez.
Pero creo que lo sintió.
Y no dijo nada.
Continuó. Lentamente. Con esa fuerza contenida, milimetrada. Como si dictara un ritmo que solo él conocía. Sus movimientos eran lentos, pesados. Una extraña mezcla de poder y control.
Me aferré a las sábanas. Quería que todo terminara. Quería salir de mí misma, huir de esta habitación, de esta cama, de este papel. Y, sin embargo...
Me quedé.
Me dejé llevar.
Porque no tenía nada más que ofrecer que mi silencio.
Cuando todo terminó, sentí la cama vaciarse de su presencia como uno se vacía de un veneno lento. Se levantó, se vistió sin mirarme. Volvió a abrocharse los botones, uno tras otro, sin prisa.
Y yo, me quedé allí, desnuda. El cuerpo ardiente, el dolor entre mis piernas me recordaba cada segundo que no podría dar marcha atrás.
Me levanté lentamente. Mis extremidades estaban entumecidas. Me dolía el vientre. Fui a recuperar mi ropa a tientas, como una extraña en mi propia piel.
No dije una palabra.
No miré atrás.
Escapé.
Camila estaba allí, afuera, sentada en el muro frente a la entrada. Cuando me vio, se levantó corriendo.
— ¿Lo lograste?
Asentí con la cabeza, sin mirarla.
Se acercó, tomó mi rostro entre sus manos.
— ¿Te hizo daño?
Mi voz tembló.
— Sí.
Ella apretó los dientes. Luego me abrazó.
— Lo siento, Nahia. Nunca debiste hacer esto por mí. Pero ahora... podrás pagar los cuidados. Podrás salvar a tu madre.
No respondí nada.
NAHIASalimos del vestíbulo y nos adentramos más en este lugar donde todo es oro, cristal y mármol pulido, las paredes adornadas con espejos que reflejan nuestro paso, multiplicando nuestras siluetas como si quisieran encerrarlas en un laberinto de reflejos, y ya me siento atrapada en una puesta en escena de la que soy tanto la actriz como el trofeo.Los pasos de quienes nos preceden resuenan débilmente, amortiguados por el grosor de las alfombras, y cada susurro de seda, cada tintineo de cristal parece amplificado por el aire saturado de perfumes demasiado pesados, de efluvios de jazmín, almizcle y vino fuerte. Todo está pensado para deslumbrar y aplastar a la vez, para recordar que quien reina aquí no ofrece ninguna escapatoria.Él me mantiene siempre contra sí, su brazo anclado a mi cintura, como si ya no tuviera contornos sin este gesto que me define, y cada paso nos lleva en medio de mesas suntuosas cubiertas con manteles inmaculados, copas brillantes, candelabros que hacen dobla
NAHIAAvanzamos lentamente por la alfombra roja, cada paso resonando como un tambor en mi pecho, y siento todas las miradas sobre mí, pesadas, curiosas, a veces aterradas, algunas ardiendo con una admiración casi cruda. Los hombres nos observan, sus ojos nunca abandonan la línea de mi cuerpo ceñido contra el suyo, y siento el peso de esta atención como un viento helado sobre mi piel, cada mirada un intento tímido de desentrañar el secreto que llevamos, de entender el poder que nos rodea.Él me acerca a sí, sus dedos hundiéndose en mi cintura, un gesto posesivo que corta cualquier intento de escalofrío incómodo, y ya me siento a medio desnudar bajo su control invisible, expuesta pero protegida, temblando pero orgullosa de lo que me permite ser. Sus labios rozan mi oído, y me estremezco al escuchar:— Míralos… cada uno espera una palabra, un gesto, una señal de debilidad, y ninguno encontrará nada.Siento su calor contra mí, un fuego constante, una promesa silenciosa que nunca podré ign
NAHIALa puerta se cierra detrás de nosotros con un golpe seco, y ya siento el contraste entre la intimidad ardiente que acabamos de compartir y el mundo helado que nos espera afuera. El motor retumba, pero esta vez no es él quien conduce: detrás del volante, el chofer permanece inmóvil, concentrado en la carretera, una presencia invisible y tranquilizadora que nos aísla aún más del resto del mundo.Estoy sentada a su lado, la limusina silenciosa e imponente a nuestro alrededor, un estuche de cuero y luz tenue. Él desliza su mano sobre la mía, dedos cálidos y seguros, un contacto ardiente que hace temblar cada parte de mi piel. Incluso a través del espacio del asiento y la tela de mi vestido, siento su control, su posesión.— Eres magnífica, murmura en voz baja, y siento el aliento de sus palabras rozar mi cuello, despertando escalofríos en cada rincón de mi cuerpo aún sensible por sus caricias anteriores.— Yo… no sé si puedo… susurro, la voz temblorosa, incapaz de desviar mi mirada
NAHIASu aliento se separa del mío, siento su calor retirarse, su cuerpo que me abandona de golpe como si el fuego que me consumía debiera interrumpirse bruscamente, y me quedo jadeante, vacía y, sin embargo, aún tensa, la mirada ahogada de deseo, la piel marcada por sus manos y sus labios. Quisiera que se quedara, que continuara, que me mantuviera aún bajo él, pero se incorpora lentamente, sus ojos ardientes todavía fijados en los míos, y su autoridad me clava más seguramente que su peso.Sus dedos rozan mi mentón, guían mi rostro hacia él, y su voz cae como una sentencia dulce y firme a la vez.— Vístete, susurra, quiero que seas perfecta. Vendrás conmigo esta noche.Parpadeo, aturdida, aún temblando por todo lo que me acaba de arrebatar, y mis labios se entreabren como para protestar, pero nada sale, solo un suspiro áspero. Siento sus dedos deslizarse de mi nuca a mi hombro, una caricia que es tanto una orden como una promesa, y mi cuerpo ya obedece a pesar de mí.Se levanta, agarr
NAHIACada segundo suspendido a él es un fuego que fluye bajo mi piel, un incendio que abrasa mis sentidos, cada gesto, cada aliento, cada presión de sus manos me hace caer un poco más lejos del mundo que conocía. Su cuerpo contra el mío es un peso delicioso, pesado de deseo y autoridad, y siento mi carne despertarse, estremecerse, arder bajo este abrazo. Sus brazos se cierran a mi alrededor, me cubren, me envuelven como si pudiera desaparecer en ellos, y me derrito, me abandono, me pierdo en el calor de su presencia.Sus dedos se deslizan sobre mis costillas, sobre mis caderas, exploran, dibujan, acarician con una lentitud calculada que me vuelve loca. Cada roce es un llamado al que mi cuerpo responde a pesar de mí. Mis muslos se presionan contra él, mis manos buscan su nuca, sus hombros, mi aliento se convierte en jadeo, cada inspiración es una lucha, cada expiración un gemido ahogado que escapa a pesar de mí. Soy a la vez frágil y encendida, cautiva y soberana en esta fusión de des
NAHIAPermanezco ahí, en sus rodillas, inmóvil en apariencia, pero por dentro todo vibra, todo tiembla. Mi aliento no es más que un hilo frágil, como si retuviera con un hilo la presa que amenaza con ceder. Sus dedos apenas se han movido, apenas un temblor contra mi piel, y sin embargo, mi cuerpo entero ya no es más que espera, tensión, vértigo. Una cuerda demasiado tensa que solo espera romperse.Su mano reposa sobre mi muslo. Ancha, caliente, firme. Una mano que no hace nada, y que ya hace todo. Una mano que dice sin palabras: eres mía. Esta simple presión me derriba más seguro que un abrazo violento. Ya no soy Nahia la mujer sabia, ni la esposa sumisa, ni la que nunca decía. Estoy desnuda, expuesta, cautiva, y cada segundo que me sostiene así me devora más seguro que un asalto brutal.Él se toma su tiempo. Espera. Y en esta espera, yo me deshago. Sus dedos trazan círculos lentos, imprecisos, que aún no tocan realmente pero que despiertan cada nervio. Círculos que rozan sin llegar a
Último capítulo