Kael
La noche olía a tormenta.
A esa calma artificial que precede al caos, al olor metálico del peligro que uno aprende a reconocer cuando lleva años caminando entre sombras.
La ciudad dormía, o fingía hacerlo, mientras mis hombres y yo nos movíamos entre las calles estrechas del puerto abandonado.
Sabía que él estaría ahí.
Mi padre.
El hombre que me enseñó a matar antes de enseñarme a vivir.
El mismo que destruyó a mi familia… y que ahora había regresado para terminar lo que empezó.
Matteo caminaba a mi lado, con el rostro tenso, las manos firmes.
—¿Estás seguro de que quieres hacerlo tú mismo? —preguntó.
—Sí. Esto empezó conmigo, y conmigo va a terminar.
El eco de mis pasos era lo único que rompía el silencio. La lluvia comenzaba a caer, lenta, densa, como si el cielo también quisiera participar de aquel juicio.
Entonces lo vi.
De pie, en medio del almacén, esperándome con ese gesto arrogante que tanto odié de niño.
No había cambiado. Los años no le habían quitado la mirada fría, la