La noche había caído sobre la mansión con un silencio que me oprimía el pecho. No era el silencio tranquilo que antecede al descanso, sino ese que pesa, que avisa que algo va a romperse. Afuera llovía con suavidad, las gotas chocaban contra los ventanales del pasillo y el sonido se mezclaba con el crujir lejano de la madera. Caminé descalza hasta el estudio, siguiendo la luz tenue que se filtraba por la rendija de la puerta entreabierta.
Kael estaba allí, de pie frente al escritorio. No me vio entrar. Su cuerpo, rígido y tenso, parecía tallado en piedra. Tenía las manos apoyadas sobre el mapa extendido en la mesa, los nudillos blancos de tanto apretar. Un cigarrillo ardía entre sus labios, y el humo formaba espirales que subían hasta perderse en la penumbra.
Por un instante solo lo observé. Su figura poderosa siempre me había inspirado respeto y deseo, pero esa noche… esa noche lo vi vulnerable. Había algo en su mirada que no le conocía: una tristeza contenida, un cansancio antiguo.
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