La luz azulada de la pantalla iluminaba mi rostro cansado mientras revisaba una vez más mi currículum en el pequeño apartamento que compartía con Lana. Era casi medianoche, y el sonido de su respiración profunda proveniente del sofá me confirmaba que, una vez más, se había quedado dormida viendo telenovelas.
Moví el cursor sobre el botón de enviar y dudé. ¿Realmente quería esto? Mis dedos se cerraron alrededor del vaso de vino barato que había estado bebiendo mientras buscaba trabajos en internet. El líquido rojo oscuro me recordó demasiado al vestido que había usado esa noche en el Eclisse. Al final vestido que él no había podido dejar de mirar. Kael Montenegro. El nombre resonó en mi mente como un eco peligroso. Desde nuestro encuentro en el camerino, no había podido borrar su imagen: esos ojos oscuros que parecían ver a través de mí, esa voz grave que me hacía temblar incluso en el recuerdo. "No es bueno para ti estar cerca mío." ¿Por qué entonces cada vez que cerraba los ojos, lo veía inclinándose sobre mí en ese camerino mal iluminado? Un ruido proveniente del sofá me sacó de mis pensamientos. Lana se movió inquieta, murmurando algo en sueños antes de acomodarse de nuevo. La miré con ternura. Estábamos en esta ciudad perdida juntas, sobreviviendo como podíamos. Ella con sus turnos eternos en la cafetería, yo con mis bailes en ese club de mala muerte. Pero no podíamos seguir así. El anuncio en la pantalla parecía brillar con promesas tentadoras: "Asistente Personal para CEO - Salario competitivo. Beneficios médicos. Horario flexible." Lo leí por tercera vez. Montenegro Enterprises. El nombre me produjo un escalofrío. ¿Coincidencia? ¿Destino? ¿Mala suerte? No lo sabía, pero estaba dispuesta a arriesgarme. Lana y yo necesitábamos estabilidad, necesitábamos salir de este apartamento diminuto donde el casero amenazaba con echarnos cada vez que nos atrasábamos con el alquiler. Después de todo, él mismo me había aconsejado abandonar el club. Hice clic en "enviar" antes de poder pensarlo mejor. (…) El timbre del teléfono me despertó antes del amanecer. —¿Dánae Solís? —una voz femenina y profesional resonó al otro lado—. Tenemos su currículum para el puesto en Montenegro Enterprises. ¿Podría asistir a una entrevista hoy a las 3:00 p.m.? Me incorporé de golpe, el corazón acelerado. —S-sí, claro. Estaré allí. Cuando colgué, Lana ya estaba despierta, mirándome con los ojos como platos. —¿Qué fue eso? —preguntó, todavía adormilada. —Creo que acabo de conseguir una entrevista para un trabajo real —respondí, sin poder evitar que mis labios se curvaran en una sonrisa—. En Montenegro Enterprises. El nombre hizo que Lana se pusiera pálida. —Espera... ¿como el tipo del club? ¿El que te siguió al camerino? Asentí lentamente. —No tienes que hacer esto —susurró, acercándose para tomar mis manos—. Podemos encontrar otra forma. Pero negué con la cabeza. —No, Lana. Este podría ser nuestro billete de salida. Un sueldo decente, beneficios... Podríamos mudarnos a un lugar mejor. Dejar de preocuparnos por el alquiler cada mes. Ella me miró con esos ojos verdes llenos de preocupación, pero finalmente asintió. —Solo... ten cuidado, ¿vale? Hay algo en ese hombre que no me gusta. Yo también lo siento —pensé. Pero también había algo más, algo que no me atrevía a admitir en voz alta. Algo que me hacía querer verlo de nuevo, aunque supiera que debería huir. (…) El taxi se detuvo frente a un imponente rascacielos de cristal que reflejaba el cielo gris de la ciudad. Montenegro Enterprises rezaba en letras plateadas sobre el mármol negro de la entrada. Respiré hondo, ajustándome el blazer que había comprado en una tienda de segunda mano especialmente para esta ocasión. El vestíbulo era tan amplio como todo nuestro apartamento. Suelos tan brillantes que podía ver mi reflejo, paredes adornadas con arte moderno que probablemente costaba más de lo que ganaría en toda mi vida. El taconeo de mis zapatos baratos resonó como un delator mientras me acercaba a la recepción, donde una mujer impecablemente vestida me sonrió con frialdad. —¿Nombre? —preguntó, sin levantar la vista de su pantalla. —Dánae Solís. Tengo una entrevista a las tres. Sus uñas rojas hicieron clic contra el teclado antes de entregarme un pase de visitante. —Piso 42. Ascensor privado al fondo a la derecha. El Sr. Montenegro detesta las tardanzas. El corazón me dio un vuelco al escuchar su nombre. ¿Entrevistaría él mismo? El ascensor era una jaula de cristal que ofrecía vistas panorámicas de la ciudad mientras ascendía. A cada piso que pasaba, mis manos se aferraban con más fuerza al portafolios falso que contenía un solo currículum y muchas mentiras. La sala de espera del piso 42 olía a cuero caro y café recién molido. Me senté en el borde de un sofá que probablemente costaba seis meses de nuestro alquiler, tratando de no sudar sobre la tela impecable. —Srta. Solís —una mujer de traje gris y tacones afilados apareció en la puerta—. Soy Valeria Márquez, Jefa de Recursos Humanos. Su apretón de manos fue firme y evaluador. —El Sr. Montenegro se unirá a nosotros —añadió mientras me guiaba hacia una sala de juntas con paredes de vidrio. El mundo se detuvo cuando la puerta se abrió de nuevo. Kael Montenegro entró con la elegancia de un depredador, su traje azul marino ajustado a esos hombros que recordaba demasiado bien. Su mirada me rozó como una descarga eléctrica antes de asentir formalmente. —Encantado —mintió, como si nunca me hubiera tenido contra la pared de un camerino. —El gusto es mío —respondí, forzando una sonrisa profesional mientras mis uñas se clavaban en mis palmas. Valeria inició el interrogatorio: —¿Experiencia previa como asistente ejecutiva? —Trabajé dos años en —mentí descaradamente, inventando una empresa ficticia—. Coordinación de agendas, manejo de correspondencia sensible. Kael no dijo nada. Solo observaba, esos ojos oscuros escarbando bajo mi fachada profesional cada vez que bajaba la guardia. —¿Por qué quiere trabajar aquí? —preguntó Valeria. —Admiro la... disciplina de Montenegro Enterprises —esquivé, sintiendo cómo la mirada de Kael se intensificaba—. Y necesito estabilidad. El silencio que siguió fue tan espeso que casi podía saborearlo. —¿Referencias? —Claro —extendí una hoja con números de amigas que fingirían ser exjefas. Kael se inclinó hacia adelante por primera vez, sus nudillos marcados rozando el cristal de la mesa. —¿Y qué haría —preguntó con voz grave— si su jefe le pide algo fuera de su descripción de puesto? El doble sentido flotó en el aire. Valeria no lo notó, pero yo sentí cómo el calor subía por mi cuello. —Depende —respondí, sosteniendo su mirada—. Si es razonable, no hay problema. Si cruza líneas... aprendería a redibujarlas. Algo peligroso brilló en sus ojos antes de que Valeria anunciara: —Nos comunicaremos en 48 horas. El pasillo hacia los ascensores parecía interminable. Estaba a punto de presionar el botón cuando una mano enguantada se cerró sobre mi muñeca. —Mi oficina —ordenó Kael, arrastrándome hacia una puerta de roble tallado sin soltarme. Su despacho era como él: impecable, caro y lleno de bordes afilados. Libreros repletos de tomos antiguos, un escritorio de ébano pulido, y ese aroma a whisky caro y tabaco negro que ahora asociaba con él. —¿Qué juego es este? —gruñó al cerrar la puerta de golpe. —No sabía que eras tú —mentí, aunque ambos sabíamos la verdad—. Solo necesito el trabajo. Kael avanzó como una tormenta, obligándome a retroceder hasta que mis piernas chocaron contra el escritorio. —Mientes mal —susurró, atrapando un mechón de mi pelo entre sus dedos—. Te reconocí en el anuncio. Su aliento caliente rozó mi oreja cuando se inclinó, su cuerpo tan cerca que podía sentir el latido acelerado bajo su camisa impecable. —Contrátame o recházame —desafié, temblando—. Pero no me hagas perder el tiempo. Necesito trabajar en algo con lo que pueda sobrevivir. Una mano se cerró en mi cintura, tirándome contra él con brusquedad. —Eres un riesgo que no puedo permitirme —murmuró contra mis labios, tan cerca que casi los rozaba—. Pero Dios, no puedo dejarte ir. Si trabajas aquí, verás cosas que no te gustarán, no soy un hombre bueno, mis manos están manchadas de sangre. El timbre del teléfono nos hizo separarnos de golpe. Kael maldijo en italiano antes de apartarse, ajustándose el anillo de sello que siempre llevaba. —Vete —ordenó, con la voz ronca—. Antes de que decida que una oficina es buen lugar para recordarte quién manda aquí. Salí con las piernas temblando.