La reina en Jake Tras sobrevivir a un “accidente” planeado por el despiadado capo Giulio Romano y despertar siete años después, la última descendiente de los Mancini renace con un nuevo rostro y un nombre nuevo: Rebeca D’Amato. Con su identidad transformada y un plan de venganza meticulosamente elaborado, se infiltra en el mundo del hombre que borró a su familia de un solo golpe. Pero su objetivo no se limita a matarlo: Rebeca busca destruirlo desde dentro, manipularlo, hacer que pierda todo lo que considera suyo y, finalmente, despojarlo de su imperio y su poder.
Leer másLa noche en Nápoles ardía como un presagio. El humo de los disparos se mezclaba con el olor a pólvora y gasolina, y el eco de los motores retumbaba en cada callejón. Las familias Mancini y Romano llevaban años manteniendo un equilibrio frágil, pero esa madrugada la tregua había quedado hecha pedazos.
Los gritos se escuchaban desde la vieja villa de los Mancini. El jefe de seguridad, todavía con la pistola en mano, caía de rodillas antes de desplomarse en el mármol blanco del salón. En cuestión de minutos, los Romano habían desatado un infierno: francotiradores apostados en los tejados, explosivos colocados en las entradas secundarias, un ataque orquestado con precisión quirúrgica. El capo Romano no buscaba negociar ni intimidar. Quería borrar de raíz a los Mancini, exterminar cada rama de su linaje. —Nadie queda en pie —gruñó uno de sus hombres mientras avanzaba entre los cuerpos. Los hijos mayores de la familia intentaron resistir, pero las balas terminaron con ellos. El padre, Alessandro Mancini, alcanzó a proteger a su esposa antes de ser atravesado por una ráfaga. En cuestión de segundos, el poderío de una de las mafias más antiguas de Italia se derrumbaba como un castillo de arena. En Los Ángeles, a miles de kilómetros, Bella Mancini no podía imaginar que esa noche marcaría su destino. Con apenas veinte años, había escapado del legado criminal de su apellido. Había cambiado los pasillos oscuros de la villa napolitana por un pequeño apartamento cerca de Venice Beach, donde estudiaba diseño y soñaba con una vida diferente. El celular vibró sobre la mesa. Era su hermano, Matteo. Su nombre en la pantalla la inquietó. —¿Matteo? —respondió con un hilo de voz. Del otro lado, la respiración agitada del joven la heló. —Bella… escúchame bien. No salgas, no confíes en nadie. Nos están cazando, ¿me entiendes? Ellos… —la frase quedó suspendida por un estruendo de disparos al fondo—. ¡Corre, sorellina! El corazón de Bella se aceleró. Apenas tuvo tiempo de ponerse de pie cuando el rugido de un motor la arrancó de sus pensamientos. Un automóvil negro irrumpió a toda velocidad en la avenida. Los faros la cegaron. El impacto fue brutal. Su cuerpo voló contra el asfalto, el celular estalló en pedazos, y un grito ahogado escapó de sus labios antes de que todo se volviera oscuridad. El conductor no se detuvo. La orden había sido clara: eliminar a la última Mancini. Mientras la sangre se expandía bajo su cabeza, las sirenas comenzaron a sonar a lo lejos. El olor a hierro y alquitrán se mezclaba en el aire pesado de Los Ángeles. Bella, con los huesos destrozados y el aliento quebrado, intentó abrir los ojos una última vez. Vio luces, escuchó pasos apresurados, voces que se mezclaban en un murmullo desesperado. Y después, nada. El mundo quedó en silencio. La noticia cruzó el océano en cuestión de horas: la dinastía Mancini había caído. Lo que nadie sospechaba era que la heredera, contra todo pronóstico, no había muerto. Su cuerpo resistió, aunque su alma parecía haberse retirado de la batalla. Bella Mancini quedaría atrapada en un coma profundo durante siete largos años, congelada en el tiempo, convertida en un fantasma que ni sus enemigos ni sus aliados esperaban volver a ver.El calor en la aduana era sofocante. Un mar de contenedores metálicos se alzaba como un laberinto interminable, cada uno numerado, sellado y custodiado por agentes uniformados que parecían más interesados en sus relojes que en lo que ocurría a su alrededor. Rebeca caminaba con paso firme entre pasillos de acero y olor a combustible, acompañada por Giulio y su séquito de hombres, Enzo entre ellos.El papeleo había sido tedioso. Documentos, firmas, sellos y comprobaciones se sucedieron uno tras otro. A simple vista, era un trámite rutinario: registrar el cargamento, verificar que las guías coincidieran, y esperar la autorización final. Rebeca observaba cada paso con calma profesional, aunque por dentro hervía la tensión. Esa mercancía representaba meses de trabajo encubierto, y no podía permitirse que algo saliera mal.—Todo en orden, señorita D’Amato —dijo un funcionario con acento marcado, estampando el último sello sobre los papeles.—Perfecto. Entonces el contenedor puede embarcarse
La habitación quedó en silencio tras aquel beso que había comenzado con violencia y terminado en un incendio que ninguno de los dos esperaba. Giulio la miraba con los labios húmedos, aún sorprendido de que después de abofetearlo, ella lo hubiera atraído para besarlo como si la rabia y el deseo fueran parte de la misma llama. Rebeca, con el pecho agitado, fue la primera en apartarse, apretando los puños y buscando recuperar la compostura.Giulio dio un paso al frente, intentando recuperar ese instante, pero ella, endureciendo su mirada, lo detuvo con una sola frase:—Largo… fuera de mi habitación.El tono fue cortante, tan helado que ni un soldado habría osado desobedecer. Giulio se quedó inmóvil unos segundos, evaluando la firmeza en sus ojos. No había duda: si insistía, ella no se quebraría, lo enfrentaría como a cualquiera de sus enemigos.El silencio pesó entre ellos. Él suspiró con frustración, pero al mismo tiempo con una especie de admiración que no podía ocultar. Asintió lentam
El golpe en la puerta había sorprendido a Rebeca en pleno relato a Dimitri. Caminaba por su habitación, con el ceño fruncido, recordando cada detalle del encontronazo con Luciana.—Bien… debo cortar —dijo en voz baja, acercándose a la mirilla.La figura de Giulio Romano llenaba el pasillo. El hombre no hacía el menor esfuerzo por ocultar la impaciencia de su postura.—Está bien, pero mantente alerta —respondió Dimitri del otro lado de la llamada—. Y me mantienes al tanto.—Lo haré. Prepara mi viaje para después del mediodía… te veré en la noche.Colgó con firmeza y abrió la puerta apenas lo suficiente para quedar frente a él. Su mirada se endureció al reconocer la intensidad de los ojos de Giulio, clavados en ella. Él, por su parte, no pudo evitar recorrerla con la vista; el escote del vestido aún dejaba entrever la piel marcada por los arañazos, y la imagen lo sacudió con una mezcla de rabia y deseo.—¿Puedo pasar? —preguntó, con la voz grave, intentando sonar calmado.Rebeca se sost
El pasillo del hotel parecía interminable. Apenas iluminado por lámparas de pared, sus paredes blancas y alfombra oscura absorbían el eco de los pasos de Enzo y Rebeca. Él avanzaba con la espalda erguida, la mirada fija al frente y las manos cruzadas detrás. Ella, a su lado, caminaba despacio, con el saco de Giulio aún colgado sobre los hombros, ocultando el rasgado en su vestido.Llegaron frente a la puerta de la habitación asignada a Rebeca. Ella se detuvo, giró con calma y lo miró con una sonrisa diplomática.—Espere un momento —dijo, en tono suave—. Entraré a tomar mi bata y le daré el saco de su jefe.Enzo asintió sin pronunciar palabra, apenas un movimiento rígido de la cabeza. La observó introducir la tarjeta en la cerradura y desaparecer tras la puerta.Durante un par de minutos, el silencio reinó en el pasillo. Enzo permaneció apoyado contra la pared, firme como una estatua, pero con los ojos cargados de pensamientos. Había visto la escena en el baño, escuchado parte de lo qu
La cena había transcurrido entre copas de vino, sonrisas contenidas y un duelo de palabras que ninguno de los dos quiso conceder como derrota. Giulio se mostraba satisfecho, convencido de haber descubierto más de lo que Rebeca estaba dispuesta a revelar. Ella, en cambio, lo observaba con la calma de quien mide cada gesto, cada palabra, como si todo fuera una pieza más de un tablero de ajedrez.Cuando la música del restaurante cambió a un tono más íntimo, Rebeca se excusó con naturalidad.—Voy al tocador. No tardo.Se levantó con la misma elegancia con la que había entrado, consciente de que varias miradas la seguían hasta perderse por el pasillo. El baño estaba vacío, silencioso, con un tenue aroma a flores frescas y mármol pulido brillando bajo la luz. Rebeca se encerró en uno de los sanitarios y, durante unos minutos, disfrutó de ese respiro lejos de Giulio, lejos de su mirada que parecía diseccionarla.Al salir, se dirigió al lavamanos. Abrió el grifo y dejó que el agua corriera mi
El restaurante del hotel estaba iluminado con una calidez engañosa. Las lámparas colgantes bañaban de oro las mesas vestidas de blanco, y el murmullo de los comensales flotaba como música lejana. A esa hora, todo parecía diseñado para la intimidad, para conversaciones que podían disfrazarse de negocios o de promesas susurradas.Rebeca apareció en el umbral con la seguridad de una mujer que sabe el efecto que causa. Su vestido claro, de líneas elegantes y sencillas, contrastaba con la dureza de su mirada. No buscaba deslumbrar con artificios; era la naturalidad lo que la volvía magnética. Mientras caminaba hacia la mesa donde Giulio la esperaba, varios pares de ojos se desviaron hacia ella.Giulio, sentado con la serenidad de quien está acostumbrado a dominar cada escenario, alzó la vista en cuanto la vio. Sus labios se curvaron en una sonrisa breve, la de un hombre satisfecho con la puntualidad de su presa.—Justo a tiempo —comentó cuando ella tomó asiento frente a él.—No me gusta ha
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