Danae
El ascensor subía lento, demasiado lento.
El reflejo en las paredes de acero me devolvía la imagen de una mujer que había dormido apenas tres horas y que, aún así, tenía un rubor imposible de disimular. La culpa no estaba en el maquillaje.
Estaba en él.
En el recuerdo de sus manos en mi cintura, de su aliento rozando mi piel, del peso de su mirada cuando me dijo que era un error que quería cometer.
Cuando las puertas se abrieron en el piso más alto, intenté colocarme la máscara de la asistente impecable. No más sonrisas nerviosas, no más miradas largas. Profesional. Distante.
Pero en cuanto vi la silueta de Kael detrás de su escritorio, con el traje perfectamente cortado y ese maldito anillo brillando en su mano derecha, la fachada se agrietó.
—Señor Montenegro —saludé, con la voz tan neutra como pude.
Ni siquiera levantó la vista de los documentos.
—Café —dijo simplemente, como si la noche anterior no hubiera existido.
Apreté los labios, tomé la cafetera de l