El silencio del hospital era tan profundo que podía oír el tictac del reloj sobre la pared. Un sonido monótono, constante, que me recordaba que el tiempo seguía su curso aunque el mundo se me hubiese detenido por completo. Kael seguía inmóvil en esa cama, con la piel más pálida de lo que alguna vez creí posible. Cada respiración suya, asistida por las máquinas, era una lucha invisible, una guerra que yo no podía librar por él.
No sé cuántas horas llevaba sentada junto a su cama. Quizás días. Afuera, la noche se confundía con la madrugada, y la madrugada con un amanecer que no traía consuelo. Me habían pedido que descansara, que comiera algo, pero no podía. Si cerraba los ojos, lo único que veía era su cuerpo cubierto de sangre, la llamada de Dorian, los gritos, el miedo.
Le tomé la mano con cuidado. Estaba tibia, viva.
—Kael… —susurré, y mi voz tembló como una hoja en medio del viento—. No puedes dejarme ahora. No después de todo lo que pasamos.
Apreté sus dedos entre los míos. Nada.