Danae
El silencio después de la llamada fue casi tan ruidoso como el tiroteo en la boda.
Kael dejó el teléfono sobre la mesa con un golpe seco y se dejó caer contra el respaldo del sofá, cerrando los ojos como si pudiera ahuyentar todo lo que le pesaba en los hombros.
Yo me quedé de pie, a un par de pasos, sintiendo cómo la energía entre nosotros se tensaba como una cuerda al borde de romperse.
Lo miré. Esa herida en su brazo no era grave, pero sí suficiente para recordarme que el hombre que estaba frente a mí vivía cada día al filo de la muerte. Y yo… había decidido caminar con él.
—Ven aquí —su voz fue un mandato bajo, sin abrir los ojos.
Obedecí, no porque me diera órdenes, sino porque algo en su tono me atraía como un imán. Me senté a su lado. La tela de su traje todavía olía a pólvora y perfume caro, una mezcla extraña que me revolvía las emociones.
—No deberías seguir aquí —dijo, sin mirarme.
—Y tú no deberías meterte frente a las balas —repliqué con un hilo de voz.
Abrió los oj