La noche había caído pesada sobre la ciudad.
El viento golpeaba las ventanas del despacho, haciendo crujir los marcos de madera, y la luz del cigarrillo que tenía entre los dedos parpadeaba como un corazón cansado. No había dormido desde que salí del hospital. No podía. Cada vez que cerraba los ojos veía el rostro de Danae desmoronándose entre mis brazos, su voz pidiéndome que no me fuera.
Y sin embargo, el caos seguía. No me daban tregua.
Matteo estaba frente a mí, con el rostro tenso, los ojos fijos en los documentos que había sobre el escritorio. Su silencio me inquietaba más que cualquier noticia. Había pasado demasiados años a su lado como para no reconocer la gravedad en sus gestos.
—Habla —le ordené con voz baja, sin levantar la vista de la copa de whisky que giraba entre mis manos.
Matteo respiró hondo.
—Lo confirmé hace una hora. No fue Dorian quien movía los hilos de todo esto. Él solo seguía órdenes.
—¿De quién? —pregunté, aunque una parte de mí ya lo sabía.
Esa sospecha qu