Cinco años atrás, María Elena huyó del único lugar que conocía, dejando atrás su inocencia… y a Leonel del Monte, el hombre que marcó su alma con una pasión prohibida. Él era el hijo rebelde de sus patrones; ella, la humilde trabajadora que jamás debió enamorarse. Sus mundos eran distintos. Sus caminos, imposibles. Ahora, con el corazón endurecido y una nueva determinación, regresa al pueblo dispuesta a enfrentar su pasado. Pero nada es como antes: Leonel ya no es solo el chico indomable que rompía reglas, sino el heredero oficial de la poderosa familia Del Monte. Aun así, sigue siendo tan arrogante, provocador y peligrosamente encantador como lo recuerda… quizá más. Cuando sus miradas se encuentran de nuevo, el deseo renace con una intensidad que ni los años ni el orgullo han logrado apagar. Pero las heridas del pasado no han sanado, y los secretos que ambos guardan podrían ser más destructivos que cualquier pasión. ¿Puede un amor marcado por el dolor y la diferencia sobrevivir a las cicatrices del tiempo… o terminará consumiéndolos de nuevo?
Leer másEl polvo del camino se alzaba tras cada paso de María Elena. El calor del mediodía abrazaba la tierra seca como un recuerdo que no se desvanece, como la memoria de unos ojos azules que todavía la perseguían.
Habían pasado cinco años. Cinco años desde que huyó de ese lugar que la vio crecer, trabajar, soñar... y sufrir. La vieja entrada de la finca Del Monte aparecía a lo lejos, imponente como siempre, con su portón de hierro forjado y los altos muros que la separaban del resto del mundo. Nada parecía haber cambiado, y al mismo tiempo, todo era distinto. Ella, por lo menos, ya no era la misma. Con un suspiro profundo, apretó los labios y alzó la barbilla. No pensaba volver a temblar ante ningún Del Monte, y mucho menos ante él. —María Elena... —la voz sorprendida de Tomasa, la ama de llaves de toda la vida, la sacó de sus pensamientos—. ¡Dios mío, eres tú! La mujer la abrazó sin darle tiempo a reaccionar. El olor a lavanda, a hogar, la envolvió por un instante. Pero ese instante fue corto. La realidad volvía rápido. —Pensé que no volverías nunca, hija. Después de lo que pasó... —Estoy aquí por trabajo —la interrumpió ella con suavidad, pero firmeza—. No por nostalgia. Tomasa la observó con ojos sabios. No preguntó más. Le indicó con un gesto que la siguiera, y caminaron juntas por el sendero que llevaba a la casa principal. El corazón de María Elena retumbaba como si quisiera escapar de su pecho. Cada paso era una batalla contra los recuerdos. Los pasillos, los jardines, los escalones de piedra… todo tenía la sombra de una risa, una mirada, una promesa no cumplida. Y entonces lo sintió. Antes de verlo, lo sintió. Una presencia. Una corriente eléctrica que recorrió su espalda. Se giró despacio... y allí estaba. Leonel del Monte. De pie en la galería, con una copa en la mano, una camisa blanca abierta en el pecho y esa expresión altiva que la sacaba de quicio. El tiempo solo lo había favorecido. Más alto, más seguro, más hombre. Pero en sus ojos seguía habitando la tormenta. Ella quiso no sentir nada. Quiso que su cuerpo no reaccionara, que su pecho no se agitara. Pero era inútil. Su corazón todavía recordaba cómo latir por él. Leonel arqueó una ceja al verla. Una sonrisa perezosa se dibujó en sus labios. —Vaya, vaya... —dijo con voz profunda—. La niña buena decidió volver. ¿Vienes a reclamar lo que dejaste atrás, o solo a comprobar si aún te duele? María Elena sostuvo su mirada, sin permitir que la herida se notara. —Vine a trabajar, señor Del Monte. No a jugar. Leonel bajó la copa, caminó hacia ella sin apuro. Cada paso suyo parecía medido, felino, seguro. Se detuvo a pocos centímetros, lo suficiente para que ella pudiera oler el leve aroma de madera y whisky. —¿Señor Del Monte? —murmuró, divertido—. Qué formal. Antes me llamabas por mi nombre. —Antes cometía muchos errores. El silencio se tensó entre ellos. La sonrisa de él se desvaneció, dejando ver por un segundo algo más oscuro en su mirada. Dolor. O algo parecido. —Entonces supongo que tendremos que conocernos de nuevo —dijo finalmente, dando un paso atrás—. Bienvenida a casa, María Elena. Ella no respondió. Solo se quedó allí, con la respiración contenida, mientras su mundo comenzaba a girar de nuevo alrededor de aquel hombre que había prometido olvidar... y que ahora, sin pedir permiso, volvía a encender cada rincón de su alma.El murmullo dentro del autobús se fue desvaneciendo, hasta convertirse en un silencio incómodo. La mayoría de los pasajeros giraron los rostros con disimulo hacia las ventanas, mientras otros se limitaban a fingir que no escuchaban, que no veían, que no sentían el peso de aquella escena. Pero era imposible no notarlo. El joven parado en el pasillo, con los ojos encendidos de dolor, y la mujer sentada junto a la ventanilla, con las manos entrelazadas y la respiración contenida.Leonel la miraba como si acabara de encontrarla después de años. Como si ella fuera el centro de algo que había olvidado cuidar. Como si no hubiera dormido, como si hubiera corrido por kilómetros solo para alcanzarla. Y quizás lo había hecho.—No te vayas… por favor —dijo por fin, su voz más temblorosa de lo que quiso.María Elena alzó la vista, y cuando sus ojos se cruzaron, todo el aire pareció desaparecer del vehículo. El tiempo se detuvo. El corazón le palpitaba en la garganta, en las sienes, en los dedos. P
La finca estaba más silenciosa de lo habitual.Las risas falsas, las copas que tintineaban, los comentarios venenosos aún flotaban como un eco sordo en los pasillos, pero María Elena ya no estaba. Y su ausencia, aunque breve, dolía. Dolía más de lo que Leonel estaba dispuesto a aceptar.Había recorrido su habitación y todo lo que había quedado era el perfume suave de su presencia en las sábanas, el leve crujido de la silla donde a veces se sentaba a leer. No se había despedido de nadie, ni siquiera de su tía. Solo se había marchado… otra vez.Él apoyó ambas manos sobre el lavabo del baño, mirándose al espejo con una rabia contenida. La rabia no era por ella. Era por sí mismo. Por no haberla protegido de la tormenta que su madre había alimentado. Por no haber sido lo suficientemente rápido para detener a Isadora cuando tejía sus redes de veneno. Por no haber hablado antes.—¿Qué hiciste, mamá? —susurró con los dientes apretados, saliendo a paso firme del cuarto.Buscó a su madre en el
La finca se vestía de gala. Esa noche habría una cena formal organizada por doña Cecilia en honor a unos socios de Leonel. Los nombres importantes siempre eran una excusa para alardear, pero también una oportunidad perfecta para que la familia mostrara su "unidad" al mundo. Todo tenía que verse perfecto. Impecable.María Elena nunca se sintió más fuera de lugar.Su vestido azul oscuro, sencillo pero elegante, contrastaba con los brillos exagerados de las otras mujeres. Caminaba entre conversaciones forzadas, risas fingidas y miradas inquisitivas. Algunas personas la saludaban por cortesía, otros simplemente la ignoraban. Pero nadie era más evidente que Isadora, quien desfilaba como si fuera la dueña del lugar.Leonel la había buscado apenas llegó, intentando estar cerca de ella en todo momento. Se notaba nervioso, incómodo, como si temiera que todo estallara.—Si en algún momento te sientes mal, me avisas —le susurró al oído, con una preocupación real—. No tienes que aguantar nada.Ma
Isadora sabía perfectamente cómo moverse en la finca, y peor aún: sabía cómo golpear donde más dolía.Aquella mañana, mientras el sol aún no se atrevía a calentar los rincones fríos de la casa principal, María Elena se encontró con que uno de los caballos que cuidaba con esmero había sido soltado y dejado a la intemperie durante la tormenta de la noche anterior. Estaba herido. No gravemente, pero sí lo suficiente como para hacerla enfurecer. Era imposible que eso hubiera sido un descuido. Y aunque no tenía pruebas, sabía quién estaba detrás.Isadora apareció minutos después, casual, impecable, como si hubiese pasado la noche durmiendo entre nubes.—¿Todo bien con tu caballo? —preguntó con fingida preocupación—. Qué pena… tal vez fue por no asegurar bien el portón, ¿no crees?María Elena la miró en silencio, conteniendo todo lo que hervía por explotar en su interior.—Quizás fue alguien que no sabe lo que significa cuidar algo con amor —respondió sin levantar la voz.La tensión se palp
La finca se transformó al caer la tarde. Faroles colgados entre los árboles, mesas vestidas con manteles blancos y copas que brillaban bajo la luz de las guirnaldas. El evento era una especie de cena de beneficencia organizada por Doña Mercedes, pero más que todo, era una excusa para mostrar el esplendor de su apellido.María Elena había intentado no asistir, pero la insistencia de la señora fue imposible de evitar.—Tú eres parte de esta familia mientras estés bajo este techo, ¿no es así? Entonces compórtate como tal. —Le había dicho con una sonrisa helada.Así que se puso un vestido color vino, sencillo pero elegante, y bajó por las escaleras con el corazón latiendo demasiado fuerte. A su alrededor, todo brillaba de una manera que no tenía nada que ver con calidez, sino con estrategia.Leonel estaba cerca del bar improvisado, hablando con un par de hombres mayores. Vestía un traje negro, sin corbata, y su mirada se desvió hacia ella apenas entró. No le sonrió, pero sus ojos la sigui
La finca estaba tranquila esa mañana, envuelta por una brisa suave que mecía los árboles como si no llevaran en sus ramas el peso de tantas tensiones. Pero dentro de la casa, la atmósfera era otra. María Elena apenas había bajado a desayunar, y cuando lo hizo, fue solo para saludar con una educación cortante antes de salir a caminar sola por los campos. Isadora la observó desde la ventana, con esa sonrisa suya que no terminaba de ser sincera.—Qué chica tan… reservada —murmuró, girándose hacia Leonel, quien hojeaba unos papeles sin prestarle atención—. Tal vez deberías acompañarla más. Podría estar sintiéndose fuera de lugar.—Ella sabe que puede acercarse a mí cuando quiera —dijo él, sin levantar la mirada.Isadora no se dio por vencida. Se acercó, fingiendo interés en los documentos que Leonel tenía frente a él.—Tú siempre tan dedicado —dijo suavemente, apoyando una mano en su hombro—. Me gusta ese lado tuyo.Leonel detuvo su lectura y levantó la vista, mirándola directamente por p
Último capítulo