El polvo del camino se alzaba tras cada paso de María Elena. El calor del mediodía abrazaba la tierra seca como un recuerdo que no se desvanece, como la memoria de unos ojos azules que todavía la perseguían.
Habían pasado cinco años. Cinco años desde que huyó de ese lugar que la vio crecer, trabajar, soñar... y sufrir. La vieja entrada de la finca Del Monte aparecía a lo lejos, imponente como siempre, con su portón de hierro forjado y los altos muros que la separaban del resto del mundo. Nada parecía haber cambiado, y al mismo tiempo, todo era distinto. Ella, por lo menos, ya no era la misma. Con un suspiro profundo, apretó los labios y alzó la barbilla. No pensaba volver a temblar ante ningún Del Monte, y mucho menos ante él. —María Elena... —la voz sorprendida de Tomasa, la ama de llaves de toda la vida, la sacó de sus pensamientos—. ¡Dios mío, eres tú! La mujer la abrazó sin darle tiempo a reaccionar. El olor a lavanda, a hogar, la envolvió por un instante. Pero ese instante fue corto. La realidad volvía rápido. —Pensé que no volverías nunca, hija. Después de lo que pasó... —Estoy aquí por trabajo —la interrumpió ella con suavidad, pero firmeza—. No por nostalgia. Tomasa la observó con ojos sabios. No preguntó más. Le indicó con un gesto que la siguiera, y caminaron juntas por el sendero que llevaba a la casa principal. El corazón de María Elena retumbaba como si quisiera escapar de su pecho. Cada paso era una batalla contra los recuerdos. Los pasillos, los jardines, los escalones de piedra… todo tenía la sombra de una risa, una mirada, una promesa no cumplida. Y entonces lo sintió. Antes de verlo, lo sintió. Una presencia. Una corriente eléctrica que recorrió su espalda. Se giró despacio... y allí estaba. Leonel del Monte. De pie en la galería, con una copa en la mano, una camisa blanca abierta en el pecho y esa expresión altiva que la sacaba de quicio. El tiempo solo lo había favorecido. Más alto, más seguro, más hombre. Pero en sus ojos seguía habitando la tormenta. Ella quiso no sentir nada. Quiso que su cuerpo no reaccionara, que su pecho no se agitara. Pero era inútil. Su corazón todavía recordaba cómo latir por él. Leonel arqueó una ceja al verla. Una sonrisa perezosa se dibujó en sus labios. —Vaya, vaya... —dijo con voz profunda—. La niña buena decidió volver. ¿Vienes a reclamar lo que dejaste atrás, o solo a comprobar si aún te duele? María Elena sostuvo su mirada, sin permitir que la herida se notara. —Vine a trabajar, señor Del Monte. No a jugar. Leonel bajó la copa, caminó hacia ella sin apuro. Cada paso suyo parecía medido, felino, seguro. Se detuvo a pocos centímetros, lo suficiente para que ella pudiera oler el leve aroma de madera y whisky. —¿Señor Del Monte? —murmuró, divertido—. Qué formal. Antes me llamabas por mi nombre. —Antes cometía muchos errores. El silencio se tensó entre ellos. La sonrisa de él se desvaneció, dejando ver por un segundo algo más oscuro en su mirada. Dolor. O algo parecido. —Entonces supongo que tendremos que conocernos de nuevo —dijo finalmente, dando un paso atrás—. Bienvenida a casa, María Elena. Ella no respondió. Solo se quedó allí, con la respiración contenida, mientras su mundo comenzaba a girar de nuevo alrededor de aquel hombre que había prometido olvidar... y que ahora, sin pedir permiso, volvía a encender cada rincón de su alma.