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Capítulo 6 – Bajo la misma tormenta

El sol no apareció en todo el día. El cielo seguía cubierto de nubes como si el mundo entero contuviera el aliento, y cada rincón de la finca parecía cargado de una electricidad invisible.

María Elena caminaba hacia el invernadero con una carpeta de registros en la mano. Había sido asignada al control del cultivo de hierbas medicinales, uno de los nuevos proyectos de la finca. Un cambio que agradeció: la alejaba de las miradas, de las habladurías, y sobre todo… de él.

O al menos, eso pensaba.

—¿No te cansas de escapar de mí?

La voz de Leonel la alcanzó desde la entrada, profunda, sin burla esta vez.

Ella no se giró.

—No estoy escapando. Estoy trabajando. Algo que tú deberías intentar más seguido.

Él soltó una leve risa mientras se acercaba.

—Creé esta sección. Fue idea mía… aunque no lo parezca. Pensé que podríamos diversificar la finca. Al menos, si algún día me harto de vacas, podría vender aceite de romero.

—Mira tú —replicó ella—. Un rebelde con conciencia empresarial.

Leonel se detuvo a su lado. Estaban solos entre los pasillos de vidrio empañado y hojas frescas. El olor a menta, lavanda y tierra mojada los envolvía. Él se inclinó levemente hacia ella, sin tocarla.

—No es fácil hacer las cosas bien cuando durante años te premiaron por hacerlas mal.

Ella bajó la vista, sin decir nada. Esa frase lo resumía.

—¿Por qué volviste, realmente? —preguntó Leonel, más suave—. No me digas que fue solo por trabajo. No tú.

María Elena lo miró. Sus ojos dorados brillaban, y por un instante, dejó de fingir que no le afectaba.

—Porque estaba cansada de tenerle miedo a este lugar. Porque si uno huye demasiado, empieza a perderse a sí mismo. Y porque… —dudó—… quería saber si de verdad lo había superado.

—¿Y?

—Todavía no tengo la respuesta.

Leonel dio un paso más cerca. Ella no se movió. Ya no.

—Quiero hacer las cosas bien —murmuró él—. Esta vez, sin esconderme. Sin mentir. Sin temer a lo que siento por ti.

—No digas eso si mañana vas a actuar como si nada ocurrió.

Él levantó una mano, despacio, y le acarició el rostro con la yema de los dedos. Fue un roce leve, tembloroso, como si pidiera permiso.

—No soy el mismo que eras tú quien me sostenía cuando nadie más lo hacía.

Ella cerró los ojos un segundo. Su corazón golpeaba fuerte, demasiado.

—No me lastimes otra vez, Leonel —susurró—. Porque si lo haces… esta vez no voy a poder perdonarte.

Él inclinó el rostro hacia el suyo, lento. No la besó. Pero su aliento tocó el de ella, y fue más íntimo que cualquier contacto.

—Entonces no lo haré —dijo con voz ronca—. Te lo juro.

---

Las siguientes semanas fueron distintas.

No hubo declaraciones. No hubo promesas. Pero hubo una danza silenciosa entre ambos.

María Elena lo veía en las reuniones, en los establos, en el invernadero. Ya no la evitaba, pero tampoco la presionaba. Había en su mirada una paciencia inesperada. Una espera.

Y eso la desarmaba más que cualquier beso.

Un día, en medio de la lluvia, ambos quedaron atrapados en la vieja bodega de herramientas. Fue un accidente simple: una llave olvidada, una puerta que se cerró sola por el viento. Y allí quedaron, solos, con el sonido de la tormenta afuera.

—¿Otra vez una tormenta? —dijo ella, con media sonrisa.

—Ya sabes… las tormentas y nosotros tienen cierta afinidad —contestó él, devolviéndole la sonrisa.

El silencio los rodeó. Esta vez no era incómodo. Era cálido. Inevitable.

—¿Te asusta que esto pase de nuevo? —preguntó él.

—¿Qué pase qué?

—Lo que sea que está ocurriendo entre nosotros.

Ella lo miró, sin intentar huir.

—Sí —dijo—. Porque ahora sé lo que duele cuando se rompe.

Leonel asintió, acercándose.

—Y yo ahora sé lo que duele vivir sin ti.

Y sin pensarlo más, esta vez sí la besó.

Fue un beso lento, profundo, lleno de memorias no dichas, de silencios que quemaban, de todo lo que no habían podido decir durante años.

Ella no lo rechazó.

Tampoco se rindió.

Pero lo besó de vuelta, como si ese instante fuera el único refugio seguro en un mundo donde todo había dolido.

---

Cuando la puerta se abrió, y la lluvia cesó, no dijeron nada.

Solo se miraron.

Y aunque ninguno prometió nada… algo entre ellos ya había cambiado.

Tal vez, por fin, el pasado dejaba de ser una condena.

Y el presente comenzaba a arder… por voluntad propia.

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