Cyrus Leroux lo tiene todo: dinero, poder, un atractivo sin igual y un encanto descarado con el que ha seducido a cada secretaria que ha pasado por su oficina. Arrogante, cínico y mujeriego empedernido, se ha convertido en la pesadilla de su padre, Louis Leroux, dueño del imperio familiar, quien ya no soporta ver cómo los escándalos de su hijo ensucian el apellido y la reputación de la empresa. Decidido a ponerle un alto, Louis contrata a la secretaria menos seductora del planeta: Stella Davison. Nada en ella encaja con el perfil de mujeres que Cyrus suele devorar con la mirada: gafas enormes, ropa holgada y anticuada, peinados desastrosos y una apariencia que parece sacada de otra época. Cyrus la considera un chiste… hasta que descubre que Stella no es la clase de mujer que puede controlar con una sonrisa o una frase trillada. Sarcasmo por sarcasmo, ingenio contra arrogancia, Stella se convierte en la primera mujer capaz de desafiarlo y de verlo tal como es: un hombre vacío que se esconde tras su propio ego. Pero lo que Cyrus desconoce es que, bajo aquella fachada descuidada, Stella guarda un secreto oscuro que la llevó a huir de la belleza y a ocultarse del mundo. Entre enfrentamientos divertidos, momentos de tensión y verdades dolorosas, Cyrus aprenderá que la verdadera belleza no está en un rostro perfecto… y que quizás, por primera vez, ha encontrado a la única mujer que no puede comprar, ni conquistar, ni olvidar.
Leer másEl día avanzó con un aire de expectación en los pisos ejecutivos. El rumor se había propagado: el infame heredero, Cyrus Leroux, tenía una nueva asistente. Y al parecer, no era nada del tipo que solía contratar. Cuando Stella entró al edificio a la mañana siguiente, llevaba una carpeta en una mano y su bolso en la otra. Su atuendo, como siempre, anticuado y holgado: blusa color marfil, falda gris, suéter tejido y zapatos planos. Su cabello recogido mostraba algunos mechones rebeldes que escapaban y le ocultaban el rostro, y sus gafas se deslizaban por la nariz cada pocos segundos. Nada en ella llamaba la atención… salvo, quizás, la calma que transmitía. Subió al piso cuarenta y siete con paso firme. Había recibido un breve correo formal de bienvenida de Recursos Humanos, y una cita en la oficina del señor Cyrus Leroux a las nueve en punto. No sabía que él ya estaba allí, sentado tras su escritorio, con el ceño fruncido y el mal humor goteando de cada movimiento. Cuando la pu
Cyrus Leroux irrumpió en la oficina de su padre con el ímpetu de un huracán. La puerta se abrió de golpe, golpeando la pared con un sonido seco que hizo levantar la vista a Andrew, que revisaba unos informes junto al escritorio. —¡¿Qué demonios significa esto?! —bramó Cyrus, sosteniendo una carpeta como si fuera evidencia de un crimen. Louis Leroux no levantó la voz. Ni siquiera parpadeó. Terminó de firmar el documento que tenía delante antes de mirarlo, con la serenidad del hombre que ha visto demasiadas tormentas como para temer una más. —Buenos días, hijo —dijo con calma—. Siempre es un placer verte tan... apasionado por tus responsabilidades. —No empieces con tus sarcasmos, papá —espetó Cyrus, dejando la carpeta sobre el escritorio con un golpe—. Quiero saber qué clase de broma cruel es esta. Andrew se mantuvo en silencio, su expresión imperturbable. Sabía perfectamente a qué se refería Cyrus, pero no era su lugar intervenir. —¿Broma? —repitió Louis, arqueando una ceja—. ¿Te
Una vez más, la mañana había amanecido tibia y gris en la ciudad, como si el cielo quisiera quedarse en silencio antes de dar paso a otro día. Stella Davison se encontraba en su pequeño apartamento del barrio norte, sentada en la mesa de la cocina, una taza de té humeante entre las manos, revisando su teléfono. La luz del sol apenas penetraba las cortinas gastadas, y en la habitación flotaba un aroma suave de lavanda mezclado con café. No era un día especial, salvo por la rutina que Stella había convertido en un hábito: despertar temprano, preparar su té, revisar ofertas de trabajo y decidir si alguna merecía su atención. Hoy, sin embargo, había algo diferente. Entre las notificaciones de empleo apareció un anuncio que hizo que sus dedos se detuvieran y su respiración se hiciera más pausada. «Grupo Leroux Holdings busca secretaria ejecutiva». El texto era breve, directo y elegante, con las exigencias típicas de cualquier puesto: experiencia administrativa, discreción, organizaci
Diez años después... La mañana había comenzado con el cielo gris sobre la ciudad de Nueva York. Desde el piso cuarenta y siete del edificio Leroux, la vista parecía una pintura en tonos de acero y plata. Dentro de la oficina principal, Louis Leroux sostenía una taza de café negro, leyendo en silencio un informe de operaciones. Todo estaba en orden: las cifras eran sólidas, el crecimiento sostenido, y el nombre de su empresa seguía figurando entre los conglomerados más poderosos del país. Todo, excepto por un detalle que no podía medirse en porcentajes ni balances: su hijo. A unos metros de él, Andrew Collins, su asistente personal desde hacía más de tres décadas, permanecía de pie con su habitual postura impecable. Era un hombre de mediana edad, de cabello entrecano y modales sobrios. Su eficiencia era legendaria en la compañía, así como su lealtad inquebrantable al patriarca Leroux. En sus manos sostenía una revista doblada por la mitad, que había llegado esa misma mañana c
Stella tenía solamente trece años cuando comprendió, con un presentimiento frío en el estómago, que algo terrible estaba a punto de suceder. No era ingenua. Llevaba demasiados meses sintiendo aquellas miradas que la incomodaban, miradas que no deberían provenir del mismo hombre que se suponía debía protegerla y cuidarla de todo mal, como a un tesoro valioso. Desde que su cuerpo había empezado a cambiar, desde que había dejado atrás los vestidos de niña para convertirse en una adolescente, lo veía distinto. A los trece años, Stella había florecido tempranamente, y él la miraba descaradamente. Sus ojos se posaban sobre ella demasiado tiempo, sobre sus pechos que eran difíciles de ocultar en los días de calor abrumante, y cada vez que la encontraba a solas, y sus ojos se posaban sobre ella, la hacía sentir muy incómoda. Al principio, Stella pensó que era su imaginación, que quizás estaba siendo paranoica. Pero cada día que pasaba, esa sensación se volvía más clara, más certera: s
Último capítulo