María Elena había dejado la finca en la madrugada, antes de que el sol pudiera verla con los ojos hinchados y el alma deshecha. Había tomado un viejo camino de tierra hacia la casa de su tía, un lugar olvidado por los Del Monte y por el mundo.
Allí, en el silencio, se sentó junto a la ventana a ver cómo el cielo se abría sobre el campo.
No lloró.
Las lágrimas se le habían quedado secas desde el día que Leonel no dijo nada frente a Claudia.
Lo que dolía no era la mujer del vestido blanco.
Era su silencio.
Su maldito silencio.
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Esa tarde, cuando el sol comenzaba a caer, una camioneta detuvo su marcha frente a la verja de madera. Leonel bajó de un salto, desesperado, desaliñado, con las manos crispadas y el corazón en llamas.
Golpeó la puerta.
Una. Dos. Tres veces.
Ella abrió.
—¿Qué haces aquí?
—Vine a hablar.
—Ya hablaste. O más bien, no lo hiciste. —María Elena cruzó los brazos.
Leonel tragó saliva. La mujer frente a él no era la que se fue hace cinco años. Tampoco la que había besa