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Capítulo 2 – Sombras bajo la piel

La habitación que le asignaron estaba en la casa de huéspedes, alejada del ala principal. María Elena lo agradeció en silencio. Estar cerca de Leonel era como caminar sobre brasas: un segundo de descuido y terminaría ardiendo.

Se dejó caer en la cama con la maleta aún cerrada a los pies. El colchón olía a limpio, a lavanda y madera vieja. Cerró los ojos un momento, intentando ordenar sus pensamientos. No lo logró.

Leonel.

Ese nombre seguía siendo un eco en su mente. Con solo verlo, con una mirada, había logrado remover años de esfuerzo por olvidarlo. Y lo peor era que él lo sabía. Esa sonrisa burlona, esa manera de inclinarse al hablar… todavía jugaba con fuego.

—No me vas a vencer otra vez —susurró para sí misma.

Tocaron a la puerta.

—¿Sí?

—Soy Tomasa. ¿Puedo pasar?

—Claro.

La mujer entró con una bandeja entre las manos. Traía café, panecillos recién horneados y un frasquito de mermelada de guayaba. El corazón de María Elena se apretó un poco. Recordaba esos desayunos cuando era niña, cuando aún soñaba con cosas imposibles.

—Pensé que estarías cansada —dijo Tomasa, dejando la bandeja sobre la mesa—. Y también pensé que quizá no querías bajar… después de ver a Leonel.

María Elena se giró lentamente.

—¿Él sabía que yo venía?

Tomasa dudó un segundo.

—Sabía. Y dijo que no intervendría. Pero ya lo conoces… es como un caballo salvaje. Solo corre hacia donde quiere, y arrasa con lo que encuentra en el camino.

—Sí. Lo sé bien.

Tomasa se sentó en el borde de la cama, sus ojos arrugados por el tiempo pero aún cálidos.

—No todos cambian con los años, hija. Pero a veces… algunos fingen no haber cambiado para no mostrar cuánto les duele lo que dejaron atrás.

Las palabras quedaron flotando en el aire.

---

Esa tarde, María Elena bajó al establo. El aroma a tierra húmeda, cuero y alfalfa la envolvió como un viejo abrigo. Algunos empleados nuevos la miraron con curiosidad, pero nadie dijo nada. A fin de cuentas, era una Del Monte “honoraria”: criada entre los corrales, pero con educación gracias a la benevolencia de los padres de Leonel.

Ella no era una más. Ni del todo de arriba. Ni del todo de abajo.

—Así que regresaste al lugar donde solías esconderte de tu realidad —dijo una voz tras ella.

No necesitó girarse.

Leonel.

—No me escondía —respondió, sin mirarlo—. Venía aquí para tener paz.

—¿Y ya la encontraste?

Ella se dio vuelta. Él estaba allí, recostado contra un pilar, con las mangas de la camisa remangadas, el cabello revuelto y una expresión que mezclaba diversión y algo más… ¿dolor?

—Estoy intentándolo —dijo ella, firme—. No todos tenemos el privilegio de olvidar con una botella y otra mujer cada semana.

Leonel frunció el ceño, herido en su ego.

—Sigues siendo venenosa.

—Y tú sigues creyendo que puedes herir sin consecuencias.

Hubo un silencio tenso. Los caballos resoplaron desde sus establos, y un rayo de sol se coló por una rendija, iluminando el polvo suspendido en el aire.

—¿Qué quieres de mí, Leonel? —preguntó ella finalmente.

—No lo sé —confesó él, en un susurro—. Creí que te habías ido para siempre. Y ahora estás aquí… y se me hace difícil respirar sin pensar en ti.

María Elena sintió cómo algo dentro de ella se quebraba un poco. Pero no dejaría que la derribara de nuevo.

—Entonces respira por otro lado —dijo con voz baja, conteniendo el temblor—. Porque yo no vine para revivir lo que nos destruyó.

Y sin darle tiempo a responder, se dio media vuelta y salió del establo con el corazón latiendo como un caballo desbocado.

Pero detrás de ella, Leonel no dejó de mirarla. Ni de preguntarse… cómo demonios había dejado que se le escapara una vez.

Y si esta vez… tendría el valor de luchar por ella.

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