La finca estaba más silenciosa de lo habitual.
Las risas falsas, las copas que tintineaban, los comentarios venenosos aún flotaban como un eco sordo en los pasillos, pero María Elena ya no estaba. Y su ausencia, aunque breve, dolía. Dolía más de lo que Leonel estaba dispuesto a aceptar.
Había recorrido su habitación y todo lo que había quedado era el perfume suave de su presencia en las sábanas, el leve crujido de la silla donde a veces se sentaba a leer. No se había despedido de nadie, ni siquiera de su tía. Solo se había marchado… otra vez.
Él apoyó ambas manos sobre el lavabo del baño, mirándose al espejo con una rabia contenida. La rabia no era por ella. Era por sí mismo. Por no haberla protegido de la tormenta que su madre había alimentado. Por no haber sido lo suficientemente rápido para detener a Isadora cuando tejía sus redes de veneno. Por no haber hablado antes.
—¿Qué hiciste, mamá? —susurró con los dientes apretados, saliendo a paso firme del cuarto.
Buscó a su madre en el