Desde aquel beso en la bodega, algo entre María Elena y Leonel había cambiado.
No eran pareja. No habían hecho promesas. No hablaban de lo que sentían.
Pero los silencios se volvieron más suaves. Las miradas, más largas.
Y los roces de manos al pasar cerca eran casi como caricias furtivas… como si sus cuerpos hablaran lo que sus bocas aún no se atrevían a pronunciar.
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Una tarde, mientras María Elena recogía muestras en el invernadero, escuchó pasos apresurados. Luego, la voz exaltada de Tomasa.
—¡Niña! ¡Necesito que vengas a la casa principal!
—¿Qué ocurre?
Tomasa respiró hondo.
—Llegó una visita. Y vas a querer saber quién es antes de que lo veas con tus propios ojos.
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Cuando entró al salón, lo primero que vio fue a Leonel, de pie junto a la chimenea, el rostro tenso, los labios apretados. Luego la vio a ella.
Alta. Esbelta. Hermosa. Con una elegancia natural y una mirada de halcón. Llevaba un vestido blanco que parecía más un manifiesto que una prenda. Y sonreía… pero no a Mar