El murmullo dentro del autobús se fue desvaneciendo, hasta convertirse en un silencio incómodo. La mayoría de los pasajeros giraron los rostros con disimulo hacia las ventanas, mientras otros se limitaban a fingir que no escuchaban, que no veían, que no sentían el peso de aquella escena. Pero era imposible no notarlo. El joven parado en el pasillo, con los ojos encendidos de dolor, y la mujer sentada junto a la ventanilla, con las manos entrelazadas y la respiración contenida.
Leonel la miraba como si acabara de encontrarla después de años. Como si ella fuera el centro de algo que había olvidado cuidar. Como si no hubiera dormido, como si hubiera corrido por kilómetros solo para alcanzarla. Y quizás lo había hecho.
—No te vayas… por favor —dijo por fin, su voz más temblorosa de lo que quiso.
María Elena alzó la vista, y cuando sus ojos se cruzaron, todo el aire pareció desaparecer del vehículo. El tiempo se detuvo. El corazón le palpitaba en la garganta, en las sienes, en los dedos. P