El ambiente en la finca estaba enrarecido. Bastaba con cruzar el comedor o uno de los pasillos largos de madera pulida para sentir que algo importante se avecinaba.
Y todos lo sabían.
Esa mañana, Doña Hortensia organizó una pequeña reunión social. Un desayuno “de cortesía”, como ella lo llamó. Invitó a miembros importantes del pueblo, empresarios, y por supuesto, Claudia, vestida de tonos pastel y con una sonrisa afilada como cuchillo.
Leonel estaba allí, en traje informal pero elegante, con los hombros tensos y la mandíbula apretada. María Elena solo había ido por obligación. No era parte del círculo. No lo había sido nunca.
Y aún así, estaba allí.
—¿Nos acompañas, María Elena? —preguntó Claudia, fingiendo dulzura—. Siempre es interesante escuchar a alguien que conoce tan bien la finca... desde sus raíces.
Hubo algunas risas ahogadas. Doña Hortensia no dijo nada. Solo observó. Leonel sí la miró. Su expresión era dura. Protegía.
—María Elena trabaja mejor que todos ustedes juntos —dij