El silencio en la finca era distinto desde que María Elena dejó de responder a los acercamientos de Leonel.
No había gritos, ni escenas.
Pero en cada rincón… pesaba la ausencia de una respuesta.
Leonel seguía trabajando con los jornaleros como si intentara arrancarse el pasado con cada saco de tierra que cargaba. Pero nada de eso llegaba a María Elena de la forma en que él esperaba.
No era que ella no lo viera.
Era que no podía permitir que su corazón hablara más alto que su memoria.
Porque lo amaba.
Y eso, justamente eso… era el peligro.
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—No puedes vivir así para siempre —le dijo Tomasa mientras le servía café en la cocina del ala vieja de la finca.
—¿Así cómo?
—Como si no sintieras nada. Como si lo que está haciendo ese muchacho no te importara.
María Elena sostuvo la taza entre las manos, sin beber.
—Importar no es suficiente. Ya me importó una vez, y mira lo que pasó.
—Pero no es el mismo Leonel, niña.
—¿Y cómo lo sabes?
Tomasa la miró, paciente, como quien ve a alguien camina