Alma Balmaceda jamás pensó que una guardia de rutina terminaría convirtiéndose en su propia zona prohibida. A las 04:00 h, un paciente joven muere sin explicación y el informe clínico late con firmas que cambian de nombre y silencios más fríos que la mesa de autopsias. Persiguiendo esas grietas, la implacable médica auditora se topa con Tomás Varela, el enfermero cuyos ojos exhaustos esconden algo más que determinación; bajo la luz mortecina del hospital, su presencia se siente como un pulso que amenaza con desordenar la vida meticulosamente controlada de Alma.
Leer másEl monitor aún muestra una línea recta. Una auxiliar se aleja en silencio con un desfibrilador, que ya cumplió su función independiente del resultado. Afuera, la lluvia golpea los vidrios como si supiera algo que nosotros no.
La muerte llegó luego de que se activara el código rojo del hospital. Yo no corrí, no es mi estilo, y es contrario a lo que se debe realizar; además, no soy parte del equipo de respuesta temprana. “Paro cardiorrespiratorio. Paciente 419, Ala C.”
Me llamo Alma Balmaceda Larraín. Soy médica y trabajo en el área de calidad del hospital. Ya no atiendo pacientes directamente, pero entiendo la lógica de los pasillos, los tiempos, las firmas, los silencios. A estas alturas, lo que más me importa es cómo se sostiene una historia en un registro. Estoy en este turno porque mi amiga Claudia me pidió que la cubriera; yo trabajo de día: sólo hoy hice turno nocturno.
Entré pensando que sería una revisión de rutina: ver un certificado, una firma, una conversación rápida para cerrar el registro nocturno. Nada que no haya hecho antes. Pero a medida que avancé, las cosas se sintieron demasiado perfectas.
La hoja de ingreso ya estaba firmada. El informe clínico, impreso. La auxiliar evitó mi mirada. Nadie parecía querer quedarse en la sala más tiempo del necesario. El personal del código ya estaba listo para volver a su unidad; los vi alejarse con esa prisa contenida de quien cumple y se va. Entonces lo vi a él.
Tomás Varela, enfermero de Psiquiatría, con la imagen corporal más acorde a un directivo: alto, quieto, pelo ondulado, corto, castaño oscuro, ojos azules fríos como el océano, espalda recta y ancha, como si se hubiera equivocado de profesión. Me miró de reojo un instante; por mi reflejo en el vidrio confirmé lo de siempre: ojos café, pelo negro y tez blanca. Miraba el cuerpo con expresión neutra. Imposible saber si estaba procesando lo que acababa de pasar o si ya lo había visto demasiadas veces. Sus ojos no entregaban nada, como si supiera manejar sus emociones a discreción.
No me dio la bienvenida. Al acercarme me observó como si ya supiera qué iba a decir; si le sorprendía verme a esa hora, no lo demostró.
—¿Quién estaba a cargo del paciente? —pregunté, anotando.
—Yo —respondió sin desviar la mirada.
Su semblante era frío, su voz tranquila, como si no hubiera participado de la reanimación, como si solo me entregara un dato clínico irrelevante.
—¿Qué ocurrió?
—Colapsó, sin signos previos. Se administraron los medicamentos indicados según sus requerimientos y sus constantes vitales en el último control eran estables; saturación dentro de rangos, nada que hiciera prever esto.
En ese momento, una interna de enfermería cruzó detrás de él, tropezó con el cable del carro y se fue hacia adelante sin alcanzar a decir nada. Tomás la sostuvo de un movimiento, le ciñó la cintura con el antebrazo y la enderezó antes de que tocara el suelo. Por un segundo vi la tensión precisa de sus brazos —secos, marcados— y la facilidad con que contuvo el peso ajeno. La interna balbuceó un «gracias», se sonrojó y se fue a paso rápido, acomodando el cable en su base. Tomás no cambió el tono ni el gesto; volvió a la ficha como si la maniobra fuera parte del procedimiento.
Levanté la vista. La intensidad de su mirada me detuvo medio segundo. Sus ojos no preguntaban ni explicaban, como si me evaluaran a mí.
—¿Se aplicaron maniobras de reanimación?
—Sí. Durante quince minutos, con el equipo de respuesta temprana. Cuando llegó usted, ya habíamos confirmado el deceso.
Había algo familiar en su forma de estar: la distancia justa, ni invasiva ni servil. Como si supiera exactamente cuánto espacio ocupo.
—¿Nos conocemos? —se me escapó.
Me pareció ver su mandíbula tensarse apenas. Amagó una sonrisa mínima; en sus ojos brilló un destello que se apagó de inmediato. Debe haber sido el cansancio haciéndome ver cosas donde no las hay.
—No oficialmente, doctora.
La respuesta decía más de lo que parecía. Me molestó no saber por qué. Trabajábamos en el mismo hospital; quizá nos habíamos cruzado en pasillos o congresos.
—Este caso lo voy a revisar personalmente —dije.
—Por supuesto.
Di media vuelta para salir. El resto ya retomaba sus tareas. Di unos pasos y él añadió, como hablándose a sí mismo:
—Algunos cuerpos no avisan cuando se rinden. La vida se hace insostenible y dejas de pelear, así de simple.
Me detuve. Su tono me sujetó un segundo, como si una parte de mí quisiera irse y otra quedarse atrapada en su voz, invirtiendo los roles.
—¿Eso cree usted?
—Lo he visto.
No agregó nada, simplemente encogió los hombros, como si su experiencia fuera más que suficiente. A mí me dejó con la frase flotando. Su seguridad me hizo sentir observada, como cuando alguien conoce algo de ti que tú aún no has formulado.
Cuando cerré la puerta, tuve la impresión de que la investigación ya había comenzado antes de que yo llegara. Y sin embargo, lo que más me inquietaba no era la muerte, sino el orden que la rodeaba.
Me quedé sola con el registro. Los papeles tenían un olor leve a tóner reciente. No había enmiendas. Los signos vitales estaban trazados con letra impecable, ni una abreviatura fuera de lugar. El monitor, ahora mudo, seguía ocupando su lugar como una boca sin voz. La TENS de la noche me observaba desde el umbral; cuando la miré, bajó los ojos y dijo que tenía otros pacientes. No la retuve.
En la cabecera, una venda sin uso yacía sobre la bandeja. En la papelera, dos guantes enrollados en sí mismos parecían pequeñas serpientes dormidas. Abrí el carro de paro: inventario completo. Lo cerré. Toqué la baranda de la cama: fría. Nada se salía del guion. Nada dejaba ver su costura.
Salí del Ala C con la libreta apretada contra el pecho. Cuando entregué el turno y describí los acontecimientos de la noche, me escabullí hacia mi hogar. Necesitaba descansar y distraerme. Maneje con Phil Collins sonando bajo; me prestó la energía exacta para llegar a casa.
En el departamento me recibió Wilson, mi perro, el amigo de cuatro patas que adopté cuando era apenas un cachorro que se me cruzó entre autos. Su cola no se cansa de celebrar. Le rasqué la cabeza y me siguió como un satélite fiel hasta la puerta del departamento.
El uniforme olía a hospital: desinfectante, medicamentos, aire recirculado, insomnio y cuerpos que se rinden. Lo dejé doblado junto a la ropa sucia; no tolero repetir uniforme, pero tampoco iba a lavarlo ahora.
Desayuné lo justo, pensé en café, pero ese día venía a dormir. El vacío estomacal se parecía demasiado a la ansiedad. Prendí la tele y la apagué a los tres minutos. No tenía energía para elegir.
Me di un baño de espuma para ver si soltaba la noche. Pijama. Cama. Wilson insistió en meterse bajo la manta, empujando con la cabeza hasta encontrar su hueco.
Creí que me dormiría al instante, pero no. Los pensamientos se entremezclaron alborotando mi ánimo y apartando el sueño. Repasé los pasos desde que llegué al hospital hasta que entregué el turno. La sensación persistía: en Psiquiatría todo fue demasiado ordenado. Nadie se salió del protocolo. Y eso, justamente, me incomodaba. No es que espere que las cosas salgan mal; es que aquí todo parecía destinado a ocurrir como ocurrió, como si el equipo, sin decirlo, lo esperara.
Tomé el celular y le escribí a Claudia, mi amiga:
—Turno pesado, me debes una salida.
No respondió enseguida. Es su estilo. Cuando urge, aparece; cuando no, el tiempo corre. Igual me alivió escribirle.
Caminé por el departamento como si buscara algo. No lo encontré. No era la muerte en sí, era la forma en que la asumieron. Un cuerpo muerto en psiquiatría nunca es simple, pero trataron este como si lo fuera. Wilson me miró con cara de “ven a acostarte”. Obedecí a medias; me preparé un vaso de agua y volví a la cama.
Recordé la mirada de Tomás. Su voz. Recordé que parecía saber que yo iría. Recordé todo de él, aunque aparté ese hilo. No era el punto. (Me hizo gracia pensar que, a esa hora, yo era la que leía novelas oscuras para despejar el hospital, no al revés).
Abrí la libreta de la mesa de noche y apunté:
"Ver lo que no se hizo, no lo que se hizo."
A veces la medicina no se trata de salvar; se trata de preguntar por qué nadie intentó hacerlo. Y en calidad me toca responder a cada notificación, actualizar protocolos cuando las cosas fallan. Esta vez todo fue tan ceñido al manual que rozaba lo sospechoso.
Me cubrí hasta los hombros. Cerré los ojos y al fin, el sueño me encontró.
Salgo temprano porque conozco la forma en que se trabaja en este hospital: trámites que deberían tomar veinte minutos se estiran una hora; correos que parecen respuestas son avisos disfrazados. Ordeno la mesa antes de irme; la taza queda boca abajo, el cuaderno abierto en la página donde anoté tres verbos: pedir, verificar, insistir. Wilson me sigue hasta la puerta, golpea el suelo con la cola. Cierro y decido que el día tendrá estructura, aunque el edificio se empeñe en lo contrario.La ciudad no tiene nombre. A estas horas, el tránsito avanza con una disciplina sin entusiasmo. Conduzco y, en el primer semáforo largo, repaso mentalmente el correo que me mandé anoche: un resumen para no desviarme. Reestructuración del ingreso especial en RR.HH.; revisar en Sistemas los logs del 28 y 30; ir a Urgencia a seguir el nuevo caso que apareció en la planilla de Calidad: Fabián Inostroza. Vuelvo a subrayar mentalmente el apellido. Lo dejaré fijo, para que no vuelva a pasarme lo de la firma del
El departamento de Tomás huele a café viejo y a mentol. La frazada del sofá está hecha un ovillo, signo de la pelea de la noche. Tiene el pómulo verdoso, la ceja cerrada con tiras y esa tirantez en el costado que le corta el aire a mitad de camino.—Otra noche aquí te dejará torcido —digo, tocando el respaldo.—La cama está al fondo —admite—. No quiero moverme.—Entonces vamos al fondo.Me acomodo bajo su axila izquierda y lo levanto con paciencia. Su brazo bueno pasa por mis hombros; mi mano se afirma en su antebrazo. Cada paso es un cálculo de dolor y oxígeno. El pasillo se siente como un puente colgante que cruzamos de a dos.Su pieza tiene lo justo: cama ancha, una silla con ropa, un velador con linterna y un libro boca abajo. Lo siento en el borde. Me arremango y despliego el kit: tijera, gasas, suero, tiras nuevas. Despego el vendaje con calma; la piel responde sin gritar. Reemplazo, aliso, aseguro. Él me mira como si aprender a ser cuidado fuera un idioma nuevo.—¿Pica?—Solo d
El día se asentó en el living con esa luz que suaviza los bordes. Tomás dormía a intervalos, respiración pareja, el vendaje sosteniendo el costado como si fuese una mano. Cambié la taza tibia por otra y revisé el cierre de la ceja: limpio, sin sangrado. Las cosas pequeñas en su sitio me calman. También me recuerdan que el mundo grande no está en mis manos, y aun así lo toco.El teléfono vibró con un correo anodino de RR.HH.: actualización de formularios. No habría prestado atención si la cadena adjunta no trajera, al fondo, una frase que ardía: “Ingreso por excepción (Alma [Apellido]) — instrucción del Director — cc: Sr. [Apellido del padre]”. La fecha coincidía con el mes en que entré. Tragué lento. No era sorpresa bonita ni tragedia nueva: era confirmación. Aquí estoy por una cuerda que jamás pedí. La misma mano que me golpeó puertas adentro me abrió otra por fuera. No me avergonzó; me dio herramienta.Claudia llegó con pan y una bolsa que olía a caldo. Su hija había dejado un dibuj
Amanecimos dentro del cuarto de estar, él en el sillón con la manta a medio pecho, yo en el suelo con la espalda al sofá y la libreta apoyada en las costillas. El día se coló sin permiso por la cortina y le dibujó a Tomás la mitad de la cara en colores más suaves: morado de pómulo en retirada, rojo de ceja cerrada con tiras, un gris que se parecía al cansancio y no a la rendición. La respiración le sonaba pareja, con esos pequeños ruidos de quien ha dormido a pedazos. Me quedé un momento escuchando para graduar la ansiedad; cuando las cosas respiran, una puede pensar.Lo primero fue el orden: barrí mentalmente la escena para saber qué faltaba. Botella de agua a mano, gasa de repuesto, el vendaje del costado bien sujeto, la taza de té de anoche a medio beber (la cambié por otra). Lo segundo, la lista doméstica: mensaje a Claudia para decir que seguimos en “verde pálido”, aviso a la vecina de mi edificio para que pasara a ver a Wilson y le diera, un post-it pegado a mí misma con “comer”
La idea de salir a buscarlo no me cayó como un rayo: se armó con piezas chicas. Dirección: la vi sin pedirla. El día del café, cuando Tomás buscó monedas, asomó un llavero negro con letras plateadas: Los Canelos / Torre B. Semanas después, en un pasillo, se le cayó una boleta: Farmacia San Damián, Av. Matta 531. Barrio acotado. Lo del kiosco tiene lógica: frente a cada edificio hay alguien que vende diarios y sabe quién entra y quién no. No iba a pedirle su vida, solo a confirmar que está.No sola. De día. Bajo techo. Llamé a Claudia; dejó a su hija con la vecina que organiza bingos y me recogió con el auto chico. Wilson se quedó en casa, tazón lleno y promesa de pan. Mi contrato conmigo era una cuerda útil, no una estatua.—Si el kiosquero pregunta de más, te haces la ingenua eficaz —dijo Claudia—. “Vengo a confirmar si está bien. No dejo nombres”.—Aprendido —respondí.El camino nos fue dejando dentro del mapa: micros, vendedores, árboles testarudos. En Matta con San Ignacio apareci
El hospital amaneció con esa luz indecisa que ni limpia ni ensucia, apenas sostiene. Caminé el corredor sin mirar relojes ni carteles: el turno se adivina por los carros que chirrían, la cafeína en los ojos de las TENS, el murmullo de planillas que cambian de mano. Había aprendido a reconocer el latido del edificio y, por contraste, su falta. Hoy faltaba algo que no hacía ruido, pero torcía el resto de los sonidos: la silueta de Tomás enmarcada en una puerta, esa pausa suya de un segundo antes de entrar como quien toma impulso. Miré sin querer hacia la bodega del ala vieja; el pasillo estaba planchado de cloro y normalidad fingida.Tomás no estaba.La ausencia no grita. Ordena. Reacomoda todo para que el hueco quede al centro. Me di cuenta al encontrar en mi casillero una tarjeta blanca, sin logo, apenas una línea en tinta azul: No sigas cavando. Nada más. Ni firma, ni símbolo, ni fecha. La metí entre las hojas de la libreta y me lavé las manos como si la tinta fuera pegajosa.Verónic
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