Isabella llevaba una vida perfecta. Hija de un influyente político, creía tener el mundo bajo control… hasta que fue secuestrada en plena noche por un hombre que parecía salido de sus peores pesadillas. León no pidió rescate. No buscó negociar. Solo tenía un objetivo: destruir al hombre que le arrebató su infancia… y usar a su hija como arma de venganza. Pero lo que comenzó como un encierro frío y calculado, pronto se convierte en un juego perverso de poder, deseo y emociones que desbordan toda lógica. Porque Isabella debería odiarlo. Debería temerlo. Y sin embargo, cada roce, cada mirada, cada silencio compartido la arrastra más profundo hacia un abismo donde la moral se distorsiona y el corazón ya no distingue entre castigo y caricia. Él está roto. Ella también. Pero tal vez, entre cicatrices y secretos, encuentren algo más peligroso que el odio: un amor enfermo que los consume… o los libera.
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El aire olía a cuero, gasolina y miedo.
Intenté gritar, pero algo grueso y seco me apretaba la boca. Mis muñecas ardían, atadas con una fuerza innecesaria, y tenía la cabeza cubierta por lo que parecía una bolsa negra. No podía ver. No podía moverme. No podía pensar. Solo escuchar el motor del coche y las voces apagadas que venían del asiento delantero.
Todo esto no podía estar pasando.
Spoiler: no era el Uber.
El auto se detuvo de golpe. Un portón chirrió. Sentí que descendíamos. Un garaje.
—Haz un solo ruido, Isabella, y te juro que te vas a arrepentir de haber nacido.
Ese acento. Esa pronunciación perfecta. Como si me amenazara con poesía.
Me arrastraron unos pasos. El suelo crujía como madera vieja bajo mis tacones. Olía a incienso, a cigarro… y a peligro. Un olor que reconoces aunque nunca lo hayas olido antes.
Cuando por fin me quitaron la bolsa, la luz me cegó.
Tardé un segundo en enfocar… y lo que vi no tenía ningún sentido.
Estaba en una habitación elegante, con paredes de madera oscura, cortinas de terciopelo gris, un espejo inmenso con marco dorado y una cama demasiado lujosa para ser real. Ni barrotes. Ni sótano sucio. Ni colchón roído. Esto no era una película de terror. Era peor.
—¿Dónde... estoy? —logré decir con la voz rasgada, la boca aún seca por la cinta que recién me habían quitado.
Nadie contestó.
Él estaba parado frente a la puerta, como una sombra que siempre estuvo ahí y que recién ahora se dejaba notar. Alto, muy alto, con un abrigo oscuro sobre el traje, y esos malditos ojos. Fríos. Demasiado fríos. Como si nunca hubieran visto un amanecer.
No dijo nada al principio. Solo me observó. Como si estuviera decidiendo algo.
—¿Te duele algo? —preguntó por fin.
Lo miré, furiosa.
—¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí?
Su mirada no se inmutó.
—Tu nombre es Isabella Mendoza. Veintidós años. Hija de Adolfo Mendoza. Estudiante de historia del arte. Fanática de la pintura francesa del siglo XIX. Pides siempre el mismo café en la facultad. Te gusta caminar sola.
Cada palabra fue una puñalada.
Tragué saliva. Las manos me temblaban. ¿Era esto personal? ¿Un secuestro al azar? ¿Un lunático con demasiado tiempo libre?
—¿Me vas a matar? —pregunté, con un nudo en el pecho y la voz más firme de lo que sentía.
Una sonrisa apenas se dibujó en su rostro. Fría. Burlona. Casi… triste.
—No. Al menos no por ahora.
Y salió.
Pasaron horas. O tal vez minutos. No lo sé. El tiempo se vuelve líquido cuando no tienes idea de dónde estás ni por qué.
Recorrí la habitación. Cada detalle era irreal. Había libros en francés, un piano de cola cerrado en la esquina, una lámpara art déco, y un ropero lleno de vestidos de mi talla.
La puerta estaba cerrada. Las ventanas también. Sin señal. Sin teléfono.
Y sin respuestas.
Me senté frente al espejo, temblando. El maquillaje corrido. El cabello enmarañado.
Mi reflejo me miraba como si fuera otra persona.
Entonces recordé algo.
Tenía siete años cuando escuché por accidente a mi padre hablar por teléfono en su despacho. Decía cosas que no entendía en ese momento, pero que ahora resonaban con otro sentido.
“No es mi culpa si el viejo se metió con los rusos. Que se pudra en prisión.”
Siempre pensé que era una frase exagerada. Un chisme de adulto. Pero ¿y si no?
¿Y si yo era solo la pieza en una venganza vieja?
La puerta se abrió. Mi cuerpo se tensó.
Esta vez sin abrigo. Solo el traje oscuro que le quedaba demasiado bien. Camisa sin corbata, puños arremangados. Su aroma lo precedía: cuero, sándalo, peligro.
Me puse de pie de golpe.
—¿Qué quieres de mí?
No respondió. Caminó lento hacia mí, como si no tuviera apuro.
—No eres muy paciente, ¿verdad?
—¡Eres un enfermo! —espeté, furiosa, temblando—. Si es por dinero, mi padre…
—Tu padre. —Repitió la palabra como si le diera asco—. No es por dinero. Él ya pagó. Ahora le toca a otra persona.
Dio un paso más. Yo retrocedí.
—No entiendo nada. ¿Quién eres?
Se detuvo frente a mí. A centímetros.
—No necesitas saber quién soy. Solo necesitas saber que tu vida, desde hoy… me pertenece.
La amenaza no estaba en el tono, sino en la certeza. Como si lo que decía fuera tan evidente como la gravedad.
No grité. No me moví. Solo lo miré.
Pero no.
Solo me apartó un mechón de cabello del rostro.
Sus dedos rozaron mi mejilla.
Y entonces lo dijo. Su voz fue apenas un susurro, pero retumbó en mi pecho como un disparo:
—Bienvenida a tu nueva vida, Isabella Mendoza.
Y yo supe, con un escalofrío, que lo peor aún no comenzaba.
El campus de la Universidad Nacional bullía con actividad renovada. Habían pasado tres meses desde que el escándalo sacudiera los cimientos de la institución. Las banderas ondeaban con orgullo renovado mientras un nuevo decano daba un discurso sobre integridad académica y transparencia. Carteles promocionales adornaban las paredes con eslóganes sobre "Un nuevo comienzo" y "Educación con valores". La maquinaria institucional funcionaba a toda marcha para borrar las manchas del pasado.Clara observaba todo desde la distancia, sentada en una cafetería al otro lado de la calle. Su taza de café se había enfriado mientras contemplaba aquel mundo que una vez fue suyo. Vestía un sencillo vestido azul y llevaba el cabello recogido en una coleta despreocupada. Ya no era la estudiante tensa y ansiosa por complacer. Sus ojos reflejaban una serenidad que antes no poseía.—¿Nostálgica? —preguntó Salvatierra, sentándose frente a ella con su propia taza humeante.—No exactamente —respondió ella, apar
El sol de mayo se filtraba por las ventanas del apartamento que Clara había alquilado en el centro de la ciudad. Habían pasado casi cinco meses desde que todo su mundo se había desmoronado. Cinco meses desde que había abandonado la universidad, desde que había dejado atrás a Salvatierra, desde que había intentado, sin mucho éxito, reconstruir los fragmentos de su vida.Clara observó su reflejo en el espejo mientras se acomodaba el traje sastre gris que había elegido para la ocasión. El juicio contra Montero, el rector que había orquestado la caída de Salvatierra, comenzaba en menos de dos horas. Sus dedos temblaban ligeramente mientras abrochaba los botones de la chaqueta.—Puedes hacerlo —se dijo a sí misma, intentando infundirse valor.La caja de documentos sobre la mesa del comedor contenía la razón por la que había decidido regresar. Tres semanas atrás, mientras revisaba las pertenencias de su padre fallecido, había encontrado una carpeta oculta en el falso fondo de un cajón. Lo q
El despacho de la decana Montero siempre había sido un lugar intimidante para Clara. Los diplomas enmarcados, los libros perfectamente alineados y ese olor a madera pulida que parecía gritar "autoridad". Pero hoy, sentada frente al imponente escritorio de caoba, Clara sentía algo peor que intimidación. Sentía que su mundo se desmoronaba palabra por palabra.—Señorita Vidal, no es una sugerencia —la voz de la decana era suave pero firme, como quien administra un medicamento amargo con guante de seda—. Es lo mejor para usted y para la institución.Clara apretó los puños sobre su regazo, clavando las uñas en las palmas hasta sentir dolor. Un "descanso académico". Así lo habían llamado, como si fuera un premio y no lo que realmente era: una expulsión disfrazada.—Con todo respeto, decana Montero, estoy a mitad del semestre. Mis calificaciones son excelentes y——Y los periodistas acampan en la entrada de la facultad —la interrumpió la mujer, quitándose las gafas con gesto cansado—. Los est
El Palacio de Justicia se alzaba imponente bajo el sol de la mañana. Isabella respiró hondo antes de subir los escalones, sintiendo el peso de las miradas sobre ella. Los flashes de las cámaras estallaban como relámpagos, cegándola momentáneamente. León caminaba a su lado, su rostro impenetrable, pero ella podía sentir la tensión en cada músculo de su cuerpo cuando sus manos se rozaron accidentalmente.—No mires a nadie —le susurró él, inclinándose ligeramente—. Solo camina.El vestido azul marino que había elegido para la ocasión le daba un aire de seriedad que contrastaba con el torbellino que sentía por dentro. La sala del tribunal estaba repleta cuando entraron. Su padre, Ernesto Montero, ya se encontraba allí, flanqueado por un equipo de abogados que parecían sacados de un catálogo de trajes caros y sonrisas falsas.Isabella evitó su mirada. Aún dolía demasiado.—Todos de pie para recibir a la jueza Carmen Valdivia —anunció el alguacil.La jueza, una mujer de unos sesenta años co
El murmullo la perseguía como una sombra. Clara lo sentía en cada rincón de la universidad: miradas furtivas, conversaciones que se apagaban a su paso, risitas mal disimuladas tras las manos. Había intentado ignorarlo durante días, pero esta mañana fue imposible cuando al abrir su correo institucional encontró un enlace anónimo que la dirigió a un foro universitario donde su nombre aparecía en el título de un hilo con más de doscientos comentarios."La verdadera Clara Montero: de académica brillante a trepadora profesional".Sus dedos temblaron sobre el teclado mientras bajaba por la cascada de comentarios. Algunos especulaban sobre su relación con Salvatierra, otros afirmaban tener "pruebas" de favoritismos académicos, y los más crueles incluían montajes fotográficos que la mostraban en situaciones comprometedoras.—Esto es una pesadilla —murmuró, cerrando la laptop de golpe.El despacho que le habían asignado tras su nombramiento como directora del departamento, antes un refugio, ah
El noticiero de las siete de la mañana abrió con la imagen de Salvatierra abandonando el rectorado. Isabella observó la pantalla con un nudo en el estómago mientras la voz del presentador resonaba con falsa solemnidad: "Escándalo en la Universidad Nacional: el rector Alejandro Salvatierra presenta su renuncia tras revelarse su relación con una alumna. ¿Abuso de poder o historia de amor? Lo analizamos a continuación..."Apagó el televisor de un manotazo. No necesitaba escuchar cómo destrozaban su vida en prime time. León, apoyado en el marco de la puerta, la observaba en silencio.—¿Estás bien? —preguntó finalmente.Isabella negó con la cabeza. No estaba bien. Nada lo estaba.—Los medios lo están crucificando —murmuró—. Y todo es por mi culpa.—No. Es por culpa de quien filtró esas fotos —respondió León, acercándose—. Y vamos a descubrir quién fue.El campus se había convertido en un campo minado. Isabella caminaba con la cabeza gacha, pero era inútil. Los murmullos la seguían como una
Último capítulo