El primer sorbo de café me devuelve un borde del mundo. A esta hora, antes de que la mañana se desdoble en correos y pasillos, el ritual es lo único que importa. La prensa francesa se quedó en mi cocina; este café lo preparo en la sala de descanso con la cafetera del hospital: agua a punto, filtro y cuatro minutos. Si algo puedo controlar hoy, que sea esto.
Abro el sistema de registros, todavía con el amargor tibio en la lengua. Tecleo el número de la sala, después el del paciente. Habitación 419. Nombre: Arturo. Edad: cuarenta y seis. Ingreso: noche del jueves 28 de marzo, traído por SAMU con un cuadro de agitación severa, verbalizaciones paranoides y antecedentes de ideación suicida. En pantalla aparece la primera evaluación médica, firmada por el residente Cristian Gajardo a las 23:17. La leo dos veces, no por desconfianza, sino por deformación profesional: nota concisa, ajustada al manual —“Paciente tranquilo; por agitación severa se administró midazolam por personal SAMU previo a su ingreso. Desorientado. Se indica haloperidol IM SOS, medidas de contención física temporales, control de signos vitales y reevaluación posterior por psiquiatría titular.”
Hasta aquí, nada irregular. Gajardo actuó dentro de su competencia y bajo protocolo. Lo raro viene después, como suele ocurrir con lo que nadie firma.
Repaso el viernes 29. No hay ninguna nota de evaluación por psiquiatría titular durante el día hábil. Eso no debería pasar: si un residente deja indicado reevaluar, alguien del equipo de especialista debió haber bajado a verlo. Si no se hizo, lo mínimo esperable es que enfermería registrara la omisión o reiterara la solicitud. Pero no hay nada: solo cumplimiento mecánico de las instrucciones iniciales, una obediencia limpia.
Abro los registros de enfermería. Turnos:
— Noche del 28: Tomás Varela.
— Día del 29: Verónica.
— Noche del 29: nuevamente Tomás.
— Sábado 30: Tomás cubre un tramo de la mañana; después retoma Verónica en la tarde.
— Domingo 31: registros mínimos, sólo controles básicos.
Las anotaciones repiten lo esperable. Tomás refiere administración de fármacos sin complicaciones, paciente con agitación intermitente, vigilancia según indicación médica. Verónica describe episodios de verborrea, alucinaciones, confusión fluctuante, “sin cambios significativos”. En ningún momento consignan que se haya solicitado reevaluación por especialista ni que se haya insistido.
Cierro los ojos un segundo para escuchar el eco de esa ausencia. En una urgencia, es normal que una sola persona registre un tramo; lo aprendí hace años y lo confirmé ayer con la hoja de registro: continuidad de letra no me sorprende. Pero continuidad de omisión, sí. Marco con el cursor una línea de tiempo, anoto en mi libreta:
— Revisar si se emitió formalmente solicitud de reevaluación (folio, hora, quién la ingresa).
— Revisar cronograma de psiquiatras de turno del viernes 29.
— Cruzar con planilla de enfermería (¿Varela y Verónica compartieron más de un tramo ese mes?).
— Pedir bitácora de incidentes técnicos de cámaras Ala C (29–31).
Una ventana emergente me distrae: Procesos invita a “alinear expectativas” para la próxima semana. Lo cierro sin leer más. Hoy no voy a gastar verbo en eufemismos.
Respiro, vuelvo a la ficha. El sábado 30 aparece Tomás cubriendo parcial. Hay una nota de contención segura a las 05:10. La letra reconoce un cansancio que no se filtra en las abreviaturas. Por la tarde, Verónica retoma: “sin novedades relevantes”. El domingo 31 el registro es de mínimos: signos, diuresis, sueño por tramos. Lunes 1 de abril, madrugada: el mundo se estrecha. El paciente muere antes de que el equipo de psiquiatría llegue a reevaluarlo. La pantalla no tiembla, pero a veces querría que lo hiciera.
Cierro y vuelvo a abrir como si en la segunda lectura apareciera lo que falta. Nada cambia. Apunto otra lista, por no dejar que se me escape el hilo:
— Revisar cámaras del pasillo y acceso al 419, 29/03 a 31/03.
— Confirmar visitas no registradas (portería, planilla de ingresos extraordinarios).
— Hablar con Verónica tras el cambio de turno del 29.
— Ver con Sistemas política de retención (copias, sobreescrituras).
Apago la pantalla. Me levanto. Necesito ojos distintos: los de vidrio.
La sala de Monitoreo está dos pisos más abajo, detrás de una puerta que siempre huele a aire acondicionado y café recalentado. El técnico de turno me reconoce y asiente; en estos temas, mi credencial abre más fácil que mi voz. Me ofrece una silla sin decir nada, como quien entiende que el silencio es parte del procedimiento. Le pido el rango, le dicto fechas y tramo. Carga.
Empiezo el jueves 28, casi medianoche. Avanzo a velocidad x4; el ojo se acostumbra a leer a saltos. Entra Arturo en silla, acompañado por dos paramédicos SAMU. Tomás lo recibe. La cámara no tiene audio, pero puedo oír la escena: firmas, intercambio breve, traslado al box. El cuerpo de Arturo se mueve lento, no en calma sino en pausa. Las manos de Tomás son un mapa seguro: aplican, corrigen, sujetan sin apuro.
Salto a la madrugada del sábado 30. A las 03:00, Varela entra al box. Sale quince minutos después, vuelve a la estación. Repite rutina a las 06:00. Nada fuera de guion. El ojo se aburre y se disciplina a la vez. Me acerco más a la pantalla, como si desde otra distancia pudiera leer un subtexto. Sólo encuentro la persistencia de lo normal.
Entonces ocurre lo que no cuadra con lo normal. Entre 07:12 y 07:34, la cámara queda en negro. No blanco. Negro. Un vacío llano, sin interferencia ni nieve. El resto de las grabaciones funciona perfecto. Sólo ese segmento está cortado. Justo después del último ingreso nocturno, justo antes del cambio de turno. No me muevo. Es el tipo de silencio que tiene forma.
—¿Copia de seguridad? —pregunto.
—Sobre escrita —responde el técnico—. Retención cinco días, sin solicitud formal de resguardo no se preserva.
—¿Bitácora de incidentes?
—Nada reportado en ese tramo —dice, y teclea—. Ni en cámaras ni en red. Si estuvo en negro, aquí nadie lo dejó por escrito.
Anoto. Me muerdo el labio por costumbre, no por pena. Le pido exportar el resto de la franja; no vale por sí solo, pero suma. El técnico me mira con esa neutralidad que se usa cuando uno ya ha visto demasiadas veces el mismo patrón. Es una mirada que no acusa ni disculpa; registra. Le agradezco. Salgo con el mismo frío con el que entré, pero más despierta.
En el pasillo, la luz del subterráneo tiene ese tono que vuelve a todas las cosas intercambiables. Camino sin apuro. La mano con la que anoto guarda todavía un leve temblor del café y el otro temblor, el que aparece cuando algo importante pierde audio y gana sentido. Pienso en las veces que un “fallo técnico” aparece a la hora exacta en que una historia necesita hueco; pienso en cuántas de esas veces no fue un fallo.
La cafetería siempre tiene olor a algo tostado que no alcanza a ser pan. Entro porque el cuerpo reclama. Hay ruido de vasos, una licuadora, una carcajada que no corresponde a ningún chiste. En la fila lo veo. Uniforme clínico, polerón azul abierto. Camina con pasos firmes, como si le dijera a todo el mundo que está seguro de sí mismo. Lo reconozco antes de que mi mente decida decir su nombre. Me mira primero. No sonríe. Asiente como si el saludo fuera una palabra que no necesita boca. Ese gesto breve tiene algo de escáner: me atraviesa de pies a cabeza y me deja de pie igual, pero con otra respiración.
Podría evitarlo. No lo hago. Me acerco a la máquina de agua caliente. Él no se mueve. El vapor entre ambos sirve de frontera y, a la vez, de puente. Los dos sabemos que el protocolo también se habita en silencio.
—Doctora —dice, sin énfasis.
—Varela —respondo.
Tomamos vasos de cartón. El suyo tiembla apenas cuando la máquina escupe el agua; no es nervio, es cansancio. No miro sus manos. Miro el borde del vaso como quien mira el borde de un precipicio. Pienso en el video a oscuras; en cómo la ausencia de imagen convoca otras imágenes que no tengo derecho a usar.
—¿Descansando? —pregunto. Un comodín.
—Lo intento —dice—, pero ya sabe… Algunos días pesan más que otros.
Asiento. En la frase “ya sabe” hay una invitación y un juicio. No la tomo. Cambio de ángulo.
—¿Fue pesado ese turno?
No responde de inmediato. La pausa no es defensa, es cálculo. Entre su respiración y la mía se instala la posibilidad de una verdad a medias.
—Todos lo son cuando terminan así.
No precisa a qué se refiere. No hace falta. Ambos sabemos de qué caso habla. Me toma dos latidos decidir si empujar o no. Empujo.
—¿Usted cree que alguien más lo vio ese día? —disparo, y elijo la ambigüedad a propósito.
Silencio. La cafetería sigue, ajena: alguien deja caer una cuchara, el golpe contra loza hace un clink limpio. Los ruidos pequeños adquieren la cualidad de las pruebas que no alcanzan.
—¿Al paciente? —aclara él, devolviendo la flecha a su caja.
Asiento. Es un movimiento mínimo, pero íbamos a llegar ahí igual. Siento que el piso entero respira a ritmo de reloj biométrico.
—No lo sé —dice—. Pero de haber ocurrido, no significa necesariamente que alguien haya actuado.
No hay ironía ni defensa. Podría sonar cínico, pero su voz no trae ácido. Quiero decir algo clínico, algo correcto que me devuelva el control. No lo hago. El control, hoy, no tiene buena prensa.
—Buen descanso, Varela —digo al fin.
—Igual para usted, doctora.
No le deseo “buen turno”. Aquí la ciencia convive con supersticiones útiles: quien lo dice invoca el desastre. Y yo no vengo a invocar nada. Me aparto con el vaso todavía demasiado caliente para la mano. No miro atrás. No hace falta: la conversación seguirá dentro de la taza hasta que se enfríe.
Dejo el vaso en un basurero de pedal y, por primera vez en horas, dejo que el cansancio me alcance un poco. El cuerpo pide sentarse, la mente insiste en seguir de pie. Entre ambas cosas, una pregunta se enciende como una alarma sin sirena: si la cámara estuvo ciega, ¿quién necesitó que lo estuviera?
Lo negro no es vacío; es una decisión. Y hoy alguien decidió por mí.