El departamento seguro comenzaba a parecerse, lentamente, a un hogar. No por los muebles funcionales ni las paredes anónimas, sino por los rastros de vida que dejaban sus visitantes. Un suéter olvidado de Claudia sobre el sillón, la marca de un labial de Andrea en el borde de una taza, el informe oficial que Roxana dejaba abierto sobre la mesa del comedor como un gesto de confianza deliberada. Eran marcas de normalidad, de una red que se tejía a su alrededor, sosteniéndola en la quietud aterradora que seguía a sus visitas al hospital.
Claudia era la primera línea, la amiga que no necesitaba de palabras. Llegaba los martes y jueves con ollas de comida que olían a ajo, cebolla y comino, los aromas de su infancia compartida. No hablaban de trauma o de tribunales. Hablaban de pacientes, de lo absurdo de la burocracia hospitalaria, de la última serie de televisión que Claudia insistía en que Alma debía ver.
“Te traje lentejas,” anunciaba, colgando su abrigo y tomando posesión de la pequeña