El monitor aún muestra una línea recta. Una auxiliar se aleja en silencio con un desfibrilador, que ya cumplió su función independiente del resultado. Afuera, la lluvia golpea los vidrios como si supiera algo que nosotros no.
La muerte llegó luego de que se activara el código rojo del hospital. Yo no corrí, no es mi estilo, y es contrario a lo que se debe realizar; además, no soy parte del equipo de respuesta temprana. “Paro cardiorrespiratorio. Paciente 419, Ala C.”
Me llamo Alma Balmaceda Larraín. Soy médica y trabajo en el área de calidad del hospital. Ya no atiendo pacientes directamente, pero entiendo la lógica de los pasillos, los tiempos, las firmas, los silencios. A estas alturas, lo que más me importa es cómo se sostiene una historia en un registro. Estoy en este turno porque mi amiga Claudia me pidió que la cubriera; yo trabajo de día: sólo hoy hice turno nocturno.
Entré pensando que sería una revisión de rutina: ver un certificado, una firma, una conversación rápida para cerrar el registro nocturno. Nada que no haya hecho antes. Pero a medida que avancé, las cosas se sintieron demasiado perfectas.
La hoja de ingreso ya estaba firmada. El informe clínico, impreso. La auxiliar evitó mi mirada. Nadie parecía querer quedarse en la sala más tiempo del necesario. El personal del código ya estaba listo para volver a su unidad; los vi alejarse con esa prisa contenida de quien cumple y se va. Entonces lo vi a él.
Tomás Varela, enfermero de Psiquiatría, con la imagen corporal más acorde a un directivo: alto, quieto, pelo ondulado, corto, castaño oscuro, ojos azules fríos como el océano, espalda recta y ancha, como si se hubiera equivocado de profesión. Me miró de reojo un instante; por mi reflejo en el vidrio confirmé lo de siempre: ojos café, pelo negro y tez blanca. Miraba el cuerpo con expresión neutra. Imposible saber si estaba procesando lo que acababa de pasar o si ya lo había visto demasiadas veces. Sus ojos no entregaban nada, como si supiera manejar sus emociones a discreción.
No me dio la bienvenida. Al acercarme me observó como si ya supiera qué iba a decir; si le sorprendía verme a esa hora, no lo demostró.
—¿Quién estaba a cargo del paciente? —pregunté, anotando.
—Yo —respondió sin desviar la mirada.
Su semblante era frío, su voz tranquila, como si no hubiera participado de la reanimación, como si solo me entregara un dato clínico irrelevante.
—¿Qué ocurrió?
—Colapsó, sin signos previos. Se administraron los medicamentos indicados según sus requerimientos y sus constantes vitales en el último control eran estables; saturación dentro de rangos, nada que hiciera prever esto.
En ese momento, una interna de enfermería cruzó detrás de él, tropezó con el cable del carro y se fue hacia adelante sin alcanzar a decir nada. Tomás la sostuvo de un movimiento, le ciñó la cintura con el antebrazo y la enderezó antes de que tocara el suelo. Por un segundo vi la tensión precisa de sus brazos —secos, marcados— y la facilidad con que contuvo el peso ajeno. La interna balbuceó un «gracias», se sonrojó y se fue a paso rápido, acomodando el cable en su base. Tomás no cambió el tono ni el gesto; volvió a la ficha como si la maniobra fuera parte del procedimiento.
Levanté la vista. La intensidad de su mirada me detuvo medio segundo. Sus ojos no preguntaban ni explicaban, como si me evaluaran a mí.
—¿Se aplicaron maniobras de reanimación?
—Sí. Durante quince minutos, con el equipo de respuesta temprana. Cuando llegó usted, ya habíamos confirmado el deceso.
Había algo familiar en su forma de estar: la distancia justa, ni invasiva ni servil. Como si supiera exactamente cuánto espacio ocupo.
—¿Nos conocemos? —se me escapó.
Me pareció ver su mandíbula tensarse apenas. Amagó una sonrisa mínima; en sus ojos brilló un destello que se apagó de inmediato. Debe haber sido el cansancio haciéndome ver cosas donde no las hay.
—No oficialmente, doctora.
La respuesta decía más de lo que parecía. Me molestó no saber por qué. Trabajábamos en el mismo hospital; quizá nos habíamos cruzado en pasillos o congresos.
—Este caso lo voy a revisar personalmente —dije.
—Por supuesto.
Di media vuelta para salir. El resto ya retomaba sus tareas. Di unos pasos y él añadió, como hablándose a sí mismo:
—Algunos cuerpos no avisan cuando se rinden. La vida se hace insostenible y dejas de pelear, así de simple.
Me detuve. Su tono me sujetó un segundo, como si una parte de mí quisiera irse y otra quedarse atrapada en su voz, invirtiendo los roles.
—¿Eso cree usted?
—Lo he visto.
No agregó nada, simplemente encogió los hombros, como si su experiencia fuera más que suficiente. A mí me dejó con la frase flotando. Su seguridad me hizo sentir observada, como cuando alguien conoce algo de ti que tú aún no has formulado.
Cuando cerré la puerta, tuve la impresión de que la investigación ya había comenzado antes de que yo llegara. Y sin embargo, lo que más me inquietaba no era la muerte, sino el orden que la rodeaba.
Me quedé sola con el registro. Los papeles tenían un olor leve a tóner reciente. No había enmiendas. Los signos vitales estaban trazados con letra impecable, ni una abreviatura fuera de lugar. El monitor, ahora mudo, seguía ocupando su lugar como una boca sin voz. La TENS de la noche me observaba desde el umbral; cuando la miré, bajó los ojos y dijo que tenía otros pacientes. No la retuve.
En la cabecera, una venda sin uso yacía sobre la bandeja. En la papelera, dos guantes enrollados en sí mismos parecían pequeñas serpientes dormidas. Abrí el carro de paro: inventario completo. Lo cerré. Toqué la baranda de la cama: fría. Nada se salía del guion. Nada dejaba ver su costura.
Salí del Ala C con la libreta apretada contra el pecho. Cuando entregué el turno y describí los acontecimientos de la noche, me escabullí hacia mi hogar. Necesitaba descansar y distraerme. Maneje con Phil Collins sonando bajo; me prestó la energía exacta para llegar a casa.
En el departamento me recibió Wilson, mi perro, el amigo de cuatro patas que adopté cuando era apenas un cachorro que se me cruzó entre autos. Su cola no se cansa de celebrar. Le rasqué la cabeza y me siguió como un satélite fiel hasta la puerta del departamento.
El uniforme olía a hospital: desinfectante, medicamentos, aire recirculado, insomnio y cuerpos que se rinden. Lo dejé doblado junto a la ropa sucia; no tolero repetir uniforme, pero tampoco iba a lavarlo ahora.
Desayuné lo justo, pensé en café, pero ese día venía a dormir. El vacío estomacal se parecía demasiado a la ansiedad. Prendí la tele y la apagué a los tres minutos. No tenía energía para elegir.
Me di un baño de espuma para ver si soltaba la noche. Pijama. Cama. Wilson insistió en meterse bajo la manta, empujando con la cabeza hasta encontrar su hueco.
Creí que me dormiría al instante, pero no. Los pensamientos se entremezclaron alborotando mi ánimo y apartando el sueño. Repasé los pasos desde que llegué al hospital hasta que entregué el turno. La sensación persistía: en Psiquiatría todo fue demasiado ordenado. Nadie se salió del protocolo. Y eso, justamente, me incomodaba. No es que espere que las cosas salgan mal; es que aquí todo parecía destinado a ocurrir como ocurrió, como si el equipo, sin decirlo, lo esperara.
Tomé el celular y le escribí a Claudia, mi amiga:
—Turno pesado, me debes una salida.
No respondió enseguida. Es su estilo. Cuando urge, aparece; cuando no, el tiempo corre. Igual me alivió escribirle.
Caminé por el departamento como si buscara algo. No lo encontré. No era la muerte en sí, era la forma en que la asumieron. Un cuerpo muerto en psiquiatría nunca es simple, pero trataron este como si lo fuera. Wilson me miró con cara de “ven a acostarte”. Obedecí a medias; me preparé un vaso de agua y volví a la cama.
Recordé la mirada de Tomás. Su voz. Recordé que parecía saber que yo iría. Recordé todo de él, aunque aparté ese hilo. No era el punto. (Me hizo gracia pensar que, a esa hora, yo era la que leía novelas oscuras para despejar el hospital, no al revés).
Abrí la libreta de la mesa de noche y apunté:
"Ver lo que no se hizo, no lo que se hizo."
A veces la medicina no se trata de salvar; se trata de preguntar por qué nadie intentó hacerlo. Y en calidad me toca responder a cada notificación, actualizar protocolos cuando las cosas fallan. Esta vez todo fue tan ceñido al manual que rozaba lo sospechoso.
Me cubrí hasta los hombros. Cerré los ojos y al fin, el sueño me encontró.