El cambio no fue una decisión consciente, sino una evolución natural, como el cauce de un río que encuentra una grieta en la roca y decide fluir por ella. Hoy, sentada en mi incómoda pero familiar silla de vinilo junto a tu cama, abrí la boca para nuestro monólogo de siempre y las palabras se amontonaron en mi garganta. Un enjambre desordenado de confesiones, observaciones banales y recuerdos afilados que se negaban a salir. Hablar de pronto me pareció insuficiente, casi frívolo. Mis palabras, al ser pronunciadas, se disolvían en el aire estéril, absorbidas por el zumbido de los ventiladores. Necesitaba algo tangible, algo que tuviera peso, que permaneciera. Necesitaba un artefacto.
Al día siguiente, llegué con un cuaderno de tapa dura, de un azul nocturno y profundo, y mi vieja pluma fuente, esa que Claudia me regaló hace años y cuyo peso equilibrado siempre me ha producido una sensación de solemnidad. Esto no era la tableta fría del Servicio con sus informes cifrados. Esto era un te