Luego del almuerzo —sándwich que no supo a nada y un café que apenas enderezó la tarde— camino hacia la sala de procedimientos. El pasillo tiene la luz oblicua de la hora quebrada; las voces rebotan con un eco leve y disciplinado. Empujo la puerta con los nudillos para no dejar marcas. Adentro, Verónica Olmos me espera sentada, uniforme impecable, pelo recogido sin un mechón fuera de su sitio. No hay cansancio en su cara; tampoco molestia. Hay esa calma defensiva que uno aprende a reconocer cuando alguien sabe que va a ser evaluado y decide mostrar su mejor superficie.
—Gracias por llegar antes de su horario habitual —digo, cerrando la puerta con cuidado—. No le quitaré mucho tiempo.
—No hay problema, doctora —responde con cortesía funcional. Ni una molécula de más.
Tomo asiento frente a ella. Sobre la mesa hay un dispensador de alcohol gel y un block con el logo del hospital. Saco mi libreta. El clic del lápiz suena como un metronomo.
—Quiero repasar algunos detalles de la atención al paciente Arturo Figueroa Sanz —digo—. Viernes 29 por la mañana. ¿Usted recibió el turno ese día?
—Sí. Me lo entregó Tomás —responde sin titubear—. Paciente bajo contención farmacológica y física, estable, sin incidentes nocturnos. Lo habitual.
Asiento. Coincide con el papel. Pero el papel no siempre coincide con la realidad.
—En su nota de evolución usted refiere “verbalizaciones incoherentes, sin cambios significativos”. ¿Hubo algo que le llamara la atención fuera de esa descripción?
Verónica piensa un segundo. No baja la vista; mira un punto detrás de mí, como si leyera una pauta invisible.
—No en particular —dice—. Estaba tranquilo bajo efecto de la medicación. No intentó autolesionarse ni agredir a nadie. Hablaba mucho, sin sentido claro, pero sin escalada conductual.
—¿Solicitó reevaluación psiquiátrica titular?
La pausa es mínima, pero existe.
—No directamente. El residente había dejado indicada la reevaluación posterior. Asumí que se coordinaría desde la unidad médica.
—¿Y si no ocurrió? —pregunto, neutra.
El aire en la sala cambia su densidad. No es amenaza; es precisión.
—No me corresponde decidir si se mantiene o no la programación médica —contesta, sosteniendo el hilo.
—No —digo—. Pero sí documentar si no se cumple. O insistir por canal formal.
Silencio. El reloj de pared marca el segundo con un golpe sordo. Alguien empuja una camilla en el pasillo; las ruedas meten una risa breve en el eco. Verónica se humedece los labios con un gesto pequeño.
—¿Recibió alguna indicación, formal o informal, para no intervenir más allá del esquema inicial? —pregunto.
—No —responde. La voz es firme. Es una línea, no una respuesta.
—¿Hubo insistencias al buscapersonas del servicio (localizador)? —insisto, con una frase que ya instalé en mí misma como ritual—. Me refiero a reintentos con hora, nombre y resultado.
—Quedó “pendiente por disponibilidad” —dice—. Dos insistencias anotadas en pauta.
—¿Con hora exacta?
—Aproximadas —admite.
Anoto. El lápiz roza el papel como si lijara una superficie.
—¿Algo más que no esté en la nota? —pregunto, expresión abierta—. Olor, visitas, un cambio de cama, un traslado fallido, cualquier detalle.
—Nada que recuerde como significativo —responde—. El paciente durmió por tramos. Comió poco. Había ruido en el pasillo a primera hora, pero nada extraordinario.
—¿Ruido de qué tipo?
—De técnicos —dice, y enseguida se corrige—. O de mantención. No sabría precisar.
—Gracias, enfermera Olmos.
Cierro la libreta. No la estoy despidiendo; me doy un segundo para ver si rellena el silencio con algo. No lo hace. Su economía es exacta. Se levanta y, antes de salir, me mira como quien calibra.
—¿Puedo saber si hay un problema en particular? —pregunta, formal.
—Si no lo hay —respondo—, quiero asegurarme de que no lo haya.
Asiente una vez, sin emoción, y cierra la puerta por fuera. Anoto dos palabras con letra más apretada que la habitual: “economía pendiente”.
Por primera vez en este caso siento el miedo de otro. No a mí, ni a un sumario. Miedo al ecosistema: a ese mecanismo del hospital que tritura biografías a fuerza de protocolo. Lo huelo en la sala, mezclado con cloro.
Salgo al pasillo. Camino hacia el ascensor, pero decido bajar por la escalera. Necesito que el cuerpo haga ruido para ordenar la cabeza. En el descanso del primer tramo, un celador empuja una silla vacía; la rueda chirría un poco. La imagen me recuerda lo esencial: en el hospital, lo que no lleva cuerpo suele pasar desapercibido. Y lo que no se escribe, a veces no existió.
En Calidad, abro el preinforme que dejé a medio hacer. Releo: “Se observa adhesión total al protocolo. Verificar ausencias (lo no hecho) y consistencia de circuitos (lo no registrado)”. Pienso en el tramo de cámara en negro. Pienso en el pase temporal de técnicos. Pienso en que dos insistencias aproximadas no son un reloj; son una intención sin hora.
El teléfono vibra. Procesos propone adelantar la reunión de “alinear expectativas”. Lo cierro. Respiro hondo.
Antes de que el impulso se disuelva, llamo a Portería. Pido confirmación de ingresos extraordinarios de ese día: proveedores, técnicos, mantención. “Oficio por correo, por favor.” “Enviado”, digo diez minutos después.
Subo a buscar un café, no por necesidad sino por continuidad. La cafetería huele a tostador suave que no alcanza a ser pan. La fila avanza. Tomo un vaso, le echo agua caliente, dejo caer el sobre de café con el gesto de quien repite un conjuro. Cuando levanto la vista lo veo.
Está sentado en una banca de concreto junto a la ventana, en el borde de la zona de descanso que mira hacia el estacionamiento interno donde a esta hora casi no se mueve nada. Los codos sobre las rodillas, las manos enlazadas, la mirada perdida en una zona que nadie más ve. De no ser por el uniforme clínico, cualquiera diría que posa para un calendario: hombros firmes, espalda erguida, esa quietud que no es de estatua sino de animal atento.
No parece haberme notado, pero cuando me acerco —porque me acerco—, habla sin levantar la vista.
—¿Va a preguntarme lo mismo que a ella? —dice. La voz le sale pareja, sin desafío.
—¿A Verónica? —pregunto, por si quiere rectificar el nombre que no mencionó.
—No es tan buena mintiendo —dice, ahora sí mirándome—.
—¿Y usted sí? —respondo, más por mover el aire que por ganar algo.
No hay culpa en su cara. Tampoco inocencia. Hay cansancio compacto, como una piedra en el bolsillo.
—A veces uno se cansa de que nadie escuche —dice.
—¿Intentó hablar con alguien?
—Eso ya no importa. No en este lugar.
La frase no viene del Tomás que vi en el box, preciso y frío; viene de otro sitio. Me siento a su lado, dejando un espacio prudente. El banco está frío; el frío ayuda. El silencio dura menos de lo que creo.
—¿Por qué sigue aquí, Varela? —pregunto.
Gira apenas el rostro, lo justo para que el perfil se arme entero.
—Porque en este hospital hay dos tipos de gente —dice—: los que miran sin hacer nada, y los que hacen algo aunque nadie mire.
—¿Y usted?
—Depende de quién esté mirando —contesta, y no suena a chiste.
Se queda un rato con la vista clavada en una mancha del pavimento. La luz corta el polvo en diagonales. Un zorzal se posa en la baranda y se va.
—No vine a sacarle información —digo al cabo—. Vine porque la versión prolija no me sirve si la costura no aguanta.
—Las costuras siempre ceden —dice—. La pregunta es por dónde.
—¿Y por dónde cede esta? —mido.
No responde. Sonríe con una comisura que no llega a ser sonrisa.
—Doctora —dice—, tenga cuidado con la pregunta que elige.
Me levanto. No me despido. Él no se gira para verme ir. Aun así, siento —como una corriente que no se ve— algo en su postura cambiar, y algo en mí que ya no quiero ignorar.
De vuelta en mi escritorio, la tarde avanza como un tren sin pasajeros. Hago llamadas que no me responden. Armo correos que solo devuelven acuses vacíos. Me sorprendo escribiendo “agradecería entregar con Auditoría presente” con la serenidad de quien pide pan. Escribo “tramo en negro 07:12–07:34” tres veces en tres documentos distintos como si repetirlo lo hiciera más real. No hay magia, pero la repetición ordena.
Abro el archivo del paciente. Arturo Figueroa Sanz. Vuelvo a la primera nota del residente, a las 23:17 del 28. Me obligo a leer como si no conociera la historia. Midazolam en ruta, haloperidol SOS, contención segura. Cierro los ojos y veo la escena. La silla, las manos que sujetan, la respiración que se aquieta. Me pregunto dónde se quiebra de verdad la atención: si en un medicamento mal indicado o en una visita que no ocurre. Hay contenciones que no se ven en la piel.
Pienso en llamar a Claudia, pero no ahora. Su “yo escucho” siempre llega con una claridad que hoy no quiero. Hoy quiero el ruido que permite descubrir dónde falla el silencio.
La tarde cae. En la ventana, el cielo adquiere ese azul sin metáfora que solo existe cuando las cosas ya terminaron por hoy y lo que queda es esperar. Decido pasar por Portería antes de irme.
El guardia de la entrada —el de siempre— tiene el gesto cómplice de los que trabajan mirando. Me imprime la planilla de ingresos extraordinarios del 29. Busco con el dedo: técnicos de cámaras, proveedor externo, 07:10–07:25; operador interno acompañante. Escribo al margen: “confirmar con Mantención nombre de empresa; pedir pase temporal; cruzar con oficina de Sistemas por reinicio de spooler”. El guardia me mira por encima del papel.
—¿Todo bien, doctora?
—Todo sigue —respondo.
Subo. En Mantención, Roxana no está, pero su colega me deja ver la pantalla con las OT del bloque. Raspeo números, saco una foto mental. Después, el ascensor me devuelve a la planta de Calidad con su espejo que siempre devuelve dos de mí. Decido apagar.
Antes de cruzar el torno, el teléfono vibra. Un mensaje corto de Verónica: “Si necesita horas exactas, mañana puedo revisar con la interna que cubrió estación.” Guardo el teléfono. No respondo. No hoy.
En casa, Wilson me sale a recibir con esa alegría abstracta que me enseñó a no dar explicaciones. Le pongo agua, le sirvo comida, me sirvo yo un vaso como quien se regala una tregua. Me siento sin prender la tele. La silla sabe mi peso. Dejo que la mente repase el día como quien se pasa la lengua por una muela: dolor que no duele, pero insiste.
Pienso en Verónica y en su economía exacta. Pienso en Tomás y en ese comentario que no sabía a quién apuntaba. Pienso en la frase “depende de quién esté mirando” y me pregunto si yo también evito actuar cuando nadie mira.
Escribo en la libreta un párrafo sin bullet points:
“Viernes 29: el circuito debía convocar a un titular que no llegó. Enfermería asume que otro insistirá. El sistema confía en que lo que alguien dijo que ocurriría, ocurrirá. Y cuando no ocurre, el registro se limita a enunciar lo escrito anoche. Nada falla, porque no hay constancia de la falla. Pero un hombre muere el lunes. No sé si por eso. Sí sé que los bordes no coinciden.”
Wilson apoya el hocico en mi rodilla como si firmara. Lo acaricio. Me levanto. Lavo la taza del café viejo que la mañana dejó en la cocina como una escena de crimen doméstico. En el espejo del pasillo me veo la ojera, me veo el cabello suelto que me prometí atar, me veo una mujer que, sin querer, le está contando una historia al hospital y a sí misma.
Me acuesto temprano y mal. El sueño llega a tramos, como los registros del domingo. Sueño con una cámara que no graba pero da sombra. Sueño con una enfermera que anota con tinta invisible. Sueño con un banco frío y una voz que dice “tenga cuidado con la pregunta que elige”. Despierto a las 04:17. Le doy agua a Wilson. Vuelvo a dormir.
Llego al hospital antes de mi hora. El corredor huele a cloro nuevo y a un pan que nunca aparece. En Calidad, el correo trae lo que pedí: Portería adjunta la planilla completa de ingresos extraordinarios del 29 al 31, Sistemas me envía una línea donde se lee “reinicio de spooler 07:12–07:19”, Mantención me cita para revisar OT en presencia de Auditoría. Tres piezas que se rozan sin encajar.
Bajo a Psiquiatría. Verónica está en la estación, ya con los papeles alineados. Me recibe con un gesto mínimo.
—Las horas —digo.
—07:55, 08:20 —responde—. El titular estaba cubriendo enlace. Lo puse “pendiente por disponibilidad”.
—Gracias.
—Doctora —añade, antes de que me vaya—. A veces lo que no queda escrito también es una decisión.
—Lo sé.
Me giro. Siento la pulsación en la yema de los dedos. Decido no contestar algo ingenioso. Bajo a Monitoreo con Auditoría. El técnico repite el video. El tramo negro es un animal que no se mueve. Anoto con la presencia de un testigo; es menos poético, más útil.
La mañana se me va en formalidades. Oficios que en otro idioma significarían “háganse cargo”. En el nuestro, significan “hagan como que se hacen cargo”. Me acuerdo de Tomás sin querer. Lo busco con el ojo otro par de veces en la cafetería y en un pasillo. No aparece.
A mediodía, cruza frente a mi puerta. No se detiene. Levanta una mano breve. Con eso basta.
Al terminar el día, tomo el cuaderno y escribo sin orden, a propósito:
— Verónica: dos insistencias, titular en enlace, “pendiente por disponibilidad”. Frase: “lo no escrito también es decisión”. — Portería: pase temporal proveedor de cámaras 07:10–07:25. — Sistemas: reinicio spooler 07:12–07:19. — Monitoreo: tramo en negro 07:12–07:34, sin reporte de incidente. — Mantención: cita con Auditoría para OT en bloque 29–31. — Tomás: “tenga cuidado con la pregunta que elige”.
Podría ordenar todo esto en una planilla. Podría armar un diagrama de Gantt. En su lugar, dibujo un hilo que entra y sale de un rectángulo con la palabra “Arturo”. Al lado escribo: “no olvidar que era una persona”. Lo repito en voz baja para que no se me vuelva trámite.
Apago el computador. Salgo con la noche empezando a pegarse a los vidrios. En la banca de concreto, ahora vacía, el espacio que dejó el cuerpo de alguien es casi un molde. Me siento un segundo. El frío cura. El ruido del hospital se parece a una marea. Dejo que me lave los tobillos. Luego me levanto.
Camino hacia el torno. El guardia me devuelve la mirada de siempre. “Hasta mañana”, dice. “Hasta mañana”, respondo. No prometo nada; digo lo que sé.
Cruzo la calle con la sensación precisa de estar tirando de un hilo que al fin ofrece resistencia. No sé dónde va a romper. Sé que, si rompe, va a decirnos por dónde se cosió.
En casa, antes de dormir, vuelvo a abrir la libreta. Escribo una sola línea: “Mañana, preguntar de nuevo lo mismo, a otra persona, por otro lado”. Cierro. Apago. Y por primera vez en días, el sueño llega sin tener que negociarlo.