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Capítulo 6 — Márgenes

Llega el fin de semana como una ventana que por fin se abre. El cielo está despejado, como si durante unas horas hubiera decidido hacerse el amable. Camino sin prisa hacia el café de siempre; llego veinte minutos antes, como siempre. Me gusta elegir la mesa contra la pared, la que mira a la puerta y me permite ver entrar a quienes llegan. Pido agua primero, para darle tiempo a mi cabeza. El mozo me reconoce, trae la carta sin preguntar. No la necesito. Me quedo mirando la madera de la mesa, el brillo encerado que se va gastando donde más apoyan las manos.

Claudia aparece exactamente diez minutos tarde. El reloj podría haberlo anunciado. Se sienta sin pedir permiso, arrastra la silla con un gesto que le sale natural. Sonríe con los ojos primero.

—¿Estás segura de que no quieres ir a otro lugar? —dice—. Esto es demasiado ordenado para ti.

—Justamente por eso —respondo.

Pide un té que tardará lo justo en estar a su temperatura preferida. Yo pido café, aunque ya llevo dos en el cuerpo; necesito la rutina para que no me arrebate el fin de semana.

—¿Y? ¿Cómo estuvo el famoso turno? —pregunta, hojeando la carta como si necesitara una excusa para no mirarme directo.

—Raro —digo.

—¿Raro cómo?

—Demasiado pulcro. Demasiado listo. Como si todos supieran qué debía pasar antes de que ocurriera.

Alza una ceja. Conoce mi manera de rodear las cosas hasta que el borde cede.

—¿Hablas de un caso clínico o de una conspiración?

—De una muerte —respondo.

Claudia apoya el menú y me observa un segundo en silencio. La muerte no es ajena a nuestras conversaciones, pero sabemos cuándo no es mera estadística.

—¿Te tocó constatarla? —pregunta.

—Sí.

—¿Eso te dejó así?

Niego.

—No. Fue el ambiente. Estaba todo listo cuando llegué: firmas, registro, protocolo impecable. Correcto, demasiado correcto. Como si lo hubieran esperado.

El té llega. Ella calcula el tiempo con la paciencia que me enseñó a imitar: sopla, espera, prueba. Yo tomo un sorbo de café y siento el amargor ordenarme la lengua.

—¿Y qué hiciste? —pregunta.

—Lo que hago: revisar el registro. Miré notas del residente, bitácoras de enfermería. Hablé con ambos.

—¿Y…? —se inclina apenas, no por ansiedad, por complicidad.

—El residente dejó indicada reevaluación por titular. Nadie la ejecutó. Ni Verónica ni Tomás. Cumplieron lo mínimo.

—¿Crees que fue a propósito?

—No lo sé. Verónica se ajusta al papel. Tomás…

—¿Qué pasa con Tomás? —no lo disimula. Se le ilumina una parte de la cara que rara vez usa en el trabajo—. Lo he visto. Un dios griego que se equivocó de carrera.

—Clínicamente, sí —digo, y me entiendo la ironía.

Claudia sonríe como quien acaba de abrir una ventana que yo quería mantener cerrada.

—¿Te vas a meter más? —pregunta, casi cantando la pregunta.

—No lo voy a soltar —respondo.

La conversación deriva hacia lo pequeño —la vecina que canta boleros, la oferta de ciruelas en la feria, un meme que no entiendo— y vuelve como un río a su cauce.

—Te veo dura —dice—. Y cansada. Las dos cosas pueden existir al mismo tiempo, pero no por mucho.

—No se me está permitiendo la ternura —respondo, y me sorprendo de haberlo dicho.

—Permítetela tú —remata—. No esperes que el sistema te la ofrezca en bandeja.

Se calla. La gente entra, sale, pide para llevar. En la puerta, un niño juega con la sombra de su madre como si fuera una cuerda. Suspiro. A veces quisiera que los registros incluyeran esas escenas: la cuerda de sombra, la risa de alguien que no está enfermo, el mozo que recuerda cómo te gusta el café. No para poéticas, para contexto. A falta de eso, regreso al borde.

—Hay algo más —digo.

Claudia me mira, contenta porque por fin llego al punto.

—Tomás —digo, sabiendo que ahora sí la palabra es completa—. Habla poco, pero cuando habla siento que mide el peso. Como si supiera el efecto de cada sílaba. Hay algo en él que no cuadra, pero me cuesta no escucharlo.

—Te atrae —dice, sin rodeos—. Y te asusta lo que te hace sentir escuchar a alguien.

No respondo. Es de las pocas personas a las que no necesito responder para sentirme comprendida.

—Desde lo de Ignacio no te dejas tocar por lo que no controlas —continúa—. Y lo que no controlas a veces es lo único que te salva.

Ignacio. No me gusta ese nombre en su boca, pero más me molesta tener razón cuando lo niegue.

—No fue por él —digo—. Fue por lo que me quedé después. Como si se me hubiera salido el esqueleto y yo tuviera que rearmarme a solas. Nadie lo notó. O no lo dijeron. Da igual.

Claudia baja la mirada hacia el té; no soy la única que observa los márgenes.

—A veces creo que nunca volviste de esa relación —dice bajo.

—Volví a mi modo —respondo.

—Que es no volver —se ríe apenas, sin maldad—. Pero no importa. Sólo te digo: no te enamores del control. Y no desestimes un buen deseo.

Brinda en el aire con la taza. Yo hago lo mismo con el café que ya está frío.

Caminamos después por la vereda ancha que rodea la plaza. El sol de otoño se pega a las hojas y repara lo que puede. Ella habla de su hija y yo de Wilson; negociamos la compra de flores para su balcón; le pedimos a un vendedor ambulante un ramo de tulipanes que durará menos de lo que promete. Regresamos a mi casa cuando el cielo empieza a ponerse naranja.

Claudia entra como si fuera suya. Enciende el parlante, pone una lista acústica que no estorba. Yo ajusto un cojín, paso la mano por el borde del mesón como quien acaricia un lomo. Ella abre una botella de vino que traía en la mochila.

—Tu casa está tan en su sitio que dan ganas de desordenarla —dice.

—No es estética —respondo—. Es orden mental.

—Lo sé —dice—. Aun así, déjame mover algo. Una planta, un cuadro. Necesito dejar un gesto mío.

La dejo. Mueve una planta tres centímetros. Yo lo noto. Ambos reímos.

—¿Y tu vida? —pregunta, ya sin teatro—. ¿Cuándo la vas a mover tres centímetros?

—La estoy moviendo —digo.

—No hacia adentro —objeta—. Hacia afuera.

No discuto. Ella no insiste. Enciende una vela. La cera cae lenta, como si el tiempo por primera vez renunciara a la prisa. Brindamos. Sabe a fruta y a tarde. Entre sorbo y sorbo me cuenta que su hija improvisó una obra en el colegio: ella hacía de doctora con un estetoscopio de juguete y dictaminó que un peluche tenía “tristeza en la panza”. Nos reímos. La imagen me queda girando más rato del que admito; quizá por eso, cuando vuelvo a hablar del hospital, lo hago con menos filo.

—¿Hace cuánto que no te involucras con alguien? —pregunta por segunda vez.

—Clínicamente… —intento otra vez.

—No me vengas con ironías —me corta—. ¿Hace cuánto que no te dejas querer?

Pienso. Hay respuestas que requieren una honestidad que el cuerpo no siempre concede. Puedo contar meses, puedo contar nombres. No quiero. Digo la verdad que puedo.

—No me acuerdo —murmuro.

—Entonces toca acordarse —dice, con una sonrisa que no empuja—. No tiene que ser serio. Un par de encuentros que te vuelvan el cuerpo. No puedes postergar eternamente el placer que te da alguien que no seas tú.

Se levanta, recoge su bolso como si fuera un gato que duerme. En la puerta me abraza breve, con la fuerza justa para que algo se reajuste. Se va sin mirar atrás. Yo ordeno las copas, lavo la tabla por costumbre aunque no esté sucia, cierro la botella con el corcho que guarda el olor. Me quedo en medio del living, respirando como quien recuerda instrucciones.

Pienso en Tomás, sí. En su manera de estar al lado del paciente, con una quietud atenta que parecía deliberada. En su comentario breve: “Lo he visto”. Pienso en Verónica, en su economía. Pienso en el tramo en negro de la cámara, en los pases temporales, en los relojes aproximados. Me digo: no te vayas del hilo. Si el fin de semana existe es para seguir respirando, no para olvidarlo todo.

Esa noche no sueño. Recuerdo. No imágenes enteras, fragmentos que se quedan donde duelen menos:

La voz de mi madre cruzando paredes.

El portazo que clausuró una casa más dada a los gritos que a los abrazos.

El día en que aprendí que, si no pongo atención a cada detalle, algo malo ocurre. No lloré. Observé. Hice inventarios. Reordené el cuarto como quien arma un mapa para salir. Y sigo haciéndolo.

El domingo amanece lavado. Camino a la feria sólo para ver colores que no son los del hospital. Compro tomates, una bolsa de limones, dos paltas que prometen madurar mañana. El casero me ofrece ají; digo que no, que el picante me despierta los ojos. Vuelvo con las bolsas y con un ramo de flores pequeñas cuya especie desconozco. En casa, Wilson me recibe con su alegría precisa. Me sigue a la cocina, se sienta a esperar que algo caiga. No cae nada. Le doy una galleta por perseverante.

Pongo café en la prensa francesa. Cuatro minutos. Empujo el émbolo despacio. Vierto en la taza que Claudia me regaló: una con la palabra “márgenes” impresa en un costado. A veces pienso que mi vida entera ocurre allí: en los márgenes. Lo central es el hospital, el caso, la rutina. Lo que sostiene son los bordes: la planta movida tres centímetros, el olor del café, la lista de canciones que no estorba, la forma en que Wilson apoya el hocico en mi rodilla como si firmara conmigo lo que voy a escribir.

Abro la libreta. Anoto:

— Confirmar con Portería nombres de técnicos con pase temporal.

— Revisar con Mantención la OT de cámaras.

— Pedir a Sistemas log de reinicios (ya hay hora: 07:12–07:19).

— Ver a qué hora exacta se registraron las insistencias.

— Preparar preguntas para Procesos (“alinear expectativas” no es un verbo, es un disfraz).

A veces, hacer listas es otra forma de rezar.

El resto del domingo lo dejo ir. Lavo la ropa; el sonido de la lavadora al girar es el metrónomo del día. Doblo, guardo, barro un poco, suelto la escoba. Pienso en llamar a mi hermana y no lo hago. No insisto. Miro una película que no termina de atraparme; la apago. Leo diez páginas de un libro que hace dos semanas no avanzo; lo cierro. Me duermo una siesta breve, como un animal que se suelta sólo lo indispensable. Cuando despierto, ya es tarde para inventar otro plan.

Cocino lo justo: tomates con sal, aceite, unas hojas verdes que no sé cómo se llaman; pan tostado. El vaso de agua sabe a victoria mínima. Enciendo la luz amarilla de la lámpara del living y, por un momento, la casa se vuelve un país que entiendo. Me permito diez minutos de no pensar en el hospital. Enciendo la radio, suena una canción que tuve en cassette. Me río. A veces el cuerpo te recuerda que no todo fue clínica.

Antes de dormir, vuelvo al cuaderno. Escribo una frase suelta, como quien deja migas para el lunes:

“Lo que nadie escribe también es una decisión.”

Claudia diría que me hago trampa, que escribo para no tener que hablar. Tiene razón. Pero es la trampa que conozco, y hoy me sirve. Cierro la libreta. Apago la luz. Wilson da dos vueltas sobre sí mismo antes de dormir. Yo también, por dentro.

Lunes. El hospital huele a cloro nuevo y a pan que no aparece. Llego temprano. El guardia me devuelve el gesto mínimo. Subo las escaleras; evito el ascensor por deporte emocional. En Calidad, el correo promete una semana de frases diseñadas para no decir. Decido ganarle una hora al ruido.

Bajo a Portería con el oficio listo. El guardia de siempre me saluda con una inclinación que se parece al respeto. Copia la planilla de ingresos extraordinarios. Busco con el dedo los nombres de los técnicos. Subrayo mentalmente: pase temporal, proveedor externo, 07:10–07:25. Anoto al margen: pedir nombres, RUT, supervisor. Que no quede en genérico lo que puedo bajar a concreto.

Cruzo hacia Mantención. Roxana me recibe con el polerón gris y el lápiz sujeto al moño. Me muestra en pantalla las órdenes de trabajo vinculadas a cámaras. No insiste en interpretarlas; sabe que prefiero armar mi ruta. Le pido que Auditoría esté presente cuando se entregue la bitácora. Asiente. No cualquiera asiente con esa tranquilidad. Le agradezco sin palabrería.

Subo a Monitoreo. El técnico de turno carga el tramo. El negro entre 07:12 y 07:34 ya no me sorprende. “Sobre escritura a los cinco días”, repite. Lo escucho como si lo oyera por primera vez. Aprendí que el respeto se demuestra repetido.

Antes del almuerzo, cruzo la cafetería. Miro alrededor con una costumbre que se volvió reflejo. No lo busco a él, pero igual aparece. Tomás pasa con una bandeja, saluda con un gesto mínimo. Yo respondo igual. Ese juego de economías tiene su gramática. Me doy permiso de mirarle la espalda dos segundos. Después, vuelvo a lo mío.

A primera hora de la tarde, Procesos me cita a “alinear expectativas”. Me siento frente a un PowerPoint que reparte bullets y colores como si con eso pudieran anestesiar las preguntas. Hablo de horas, ingresos, responsabilidades. Ellos hablan de flujos, de mejoras continuas, de comités. Acordamos reuniones que no van a resolver nada si alguien no mira la costura. Me llevo un calendario con fechas. Ellos se llevan la impresión de que fui razonable. Todos ganan un poco. Nadie gana nada.

Vuelvo a mi escritorio con la sensación conocida de haber empujado un centímetro. A veces un centímetro basta. Abro el cuaderno, escribo en el margen: “No olvidar a Arturo”. Digo su nombre en voz baja. Me devuelve, por un segundo, la humanidad que el hospital lima. Pienso en Claudia moviendo una planta tres centímetros y me río sola.

A última hora, el guardia anota una salida de proveedor que huele a coincidencia. Lo marco. No lo fuerzo. Aprendí a dejar que algunas piezas se aproximen solas, como si el imán de los hechos supiera su trabajo.

Apago el computador con menos culpa que otros días. En la calle, el aire se parece a algo limpio. Manejo a casa. Wilson me espera con la alegría calibrada de siempre. Le cuento un resumen como quien dicta al viento. Él ladea la cabeza y pide comida. Se la sirvo. Ceno pan con palta, un vaso de agua. Me siento en el borde de la cama y dejo que el día se desarme en silencio.

Antes de dormir, abro la libreta una vez más. Escribo:

“Seguir no significa correr. Significa no soltar el hilo.”

Cierro. Apago. Y por primera vez desde hace mucho, siento que el fin de semana me dejó menos rota que otros. No es paz. Es algo más sencillo: haber movido tres centímetros el mundo hacia donde yo puedo sostenerlo.

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