El amanecer se cuela frío por las persianas y recorta el dormitorio en grises. Wilson ronca, ajeno a la crispación que me mantiene despierta desde las cuatro. Releo el correo de Dirección en el móvil, deslizando el dedo arriba y abajo como si las palabras pudieran reordenarse: caso resuelto, expediente archivado.
Me pregunto si vale la pena exigir los argumentos formales. ¿Una audiencia? ¿Un memo? Cada escenario termina igual: puertas cerradas. Pero el zumbido en mis sienes insiste; no puedo permitir que sepulten la verdad bajo alfombras institucionales.
«Iré de todos modos». Al pronunciarlo en voz baja, la frase adquiere peso propio.
Me levanto. Agua helada en el rostro, el filo de la cuchilla recorriendo la línea del párpado. Armo un moño severo, maquillaje mínimo: contornos limpios que sugieren orden cuando por dentro sólo hay ruinas. Visto la blusa grafito y el blazer negro —mi armadura de confrontación—, luego añado el reloj metálico que marca segundos como metrónomo de guerra.
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