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Capítulo 2 - Encuentros

Desperté con el sol atreviéndose por la rendija. Wilson ya estaba sentado al borde de la cama, guardián de mis despertares. En la cocina, el hervidor cantó su agua lista; dejé caer el café como lluvia negra en la prensa francesa. El primer sorbo me devolvió una parte del mundo.

Abrí la ventana. El aire estaba lavado de noche. La calle parecía otra, menos ansiosa. En el edificio de enfrente, una vecina colgaba ropa con una meticulosidad que me recordó los gráficos de signos vitales de la madrugada. Perfecto, perfecto, perfecto. Lo perfecto también cansa.

Volví a la mesa con el café y la libreta. Releí mi nota. Dibujé un recuadro a su alrededor y escribí debajo: “Revisar: tiempos, llamados, quién estuvo, quién no. Preguntar por lo que falta.” Hacer preguntas es un oficio que también se aprende.

Me duché por segunda vez, más para aterrizar que por necesidad. El espejo devolvió un rostro ojeroso, pero preciso: ojos café, pelo negro y tez blanca. Me puse jeans, polera negra, chaqueta de gabardina. En el bolsillo, el lápiz de tinta azul que no me abandona. Tomé mi credencial. Wilson me siguió hasta la puerta. “Vuelvo”, le dije. Siempre le digo lo mismo, como si entendiera la diferencia entre salir y volver.

El hospital a mediodía es otro animal. Las horas redondas traen a los familiares, los carros de alimentación, los cambios de turno sin drama. Subí a Calidad primero. El correo me esperaba con su orden: un mensaje de Procesos, otro de Farmacia, tres de Clínica Legal. Nada urgente. Nada que me sacara de la ruta.

Bajé a Archivo en busca del expediente físico del 419. A veces el papel respira por donde la pantalla no. La archivista me recibió con esa cortesía de quien sabe que la memoria del hospital pasa por sus manos. Le pedí el legajo, me lo entregó en una bandeja con el respeto de quien entrega cenizas. Lo llevé a una mesa junto a la ventana.

Las hojas se deslizaron como cartas marcadas: ingresos, controles, interconsultas. Todo en orden. La letra de la enfermería era la misma durante toda la franja crítica; en Urgencia suele registrar una sola persona por tramo, así que no me sorprende. Aun así, lo anoté para cruzarlo con los cambios de turno. Subrayé mentalmente esa continuidad.

Encontré la nota de Tomás: seca, impecable, con un ecosistema de abreviaturas que cualquier auditor envidiaría. “Paciente colapsa sin signos previos. Se activa código. RCP 15 minutos. Se constata deceso. Se informa a equipo tratante.” Perfecto. Tan perfecto que me dio frío.

Pedí la hoja de medicamentos. El horario del último control coincidía con la reevaluación médica. Todo calzaba como piezas de un rompecabezas que alguien había armado con guantes. Cerré el expediente y lo devolví. La archivista me sonrió sin preguntar. Agradecí en voz baja.

En la cafetería, el vapor subía como una oración. Pedí un café corto y un vaso de agua. Mientras esperaba, sentí una mirada caer sobre mí. Era él, de nuevo. Tomás, con su bandeja, se detuvo a dos mesas. No se acercó. Me observó lo justo, como si contara mis pestañeos. Aparté la vista. No porque me intimidara, sino porque me incomodaba lo que mi cuerpo hacía con esa incomodidad.

Me llevé el café a una mesa junto a la pared. Abrí la libreta. “¿Nos conocemos?” escribí, como si ponerlo en tinta le quitara un poco de carga. Debajo añadí: “Lo reconoceré la próxima vez”. Wilson, a kilómetros, probablemente dormía al sol.

Volví a subir a Calidad. En el pasillo, me crucé con Verónica, de Psiquiatría. Intercambiamos un saludo breve. En su mesa, el libro de novedades estaba abierto como un diario íntimo. Tuve ganas de preguntar por la noche, pero no era el momento. Guardé la pregunta para otro día.

La tarde se fue doblando en informes, llamadas y un par de reuniones despreciables. Lo habitual. Pero en el fondo, como una piedra en el zapato, seguía el 419. Decidí escribir un preinforme. En la primera línea puse: “Se observa adhesión total al protocolo”. En la segunda: “Verificar ausencias: ¿qué faltó?” Y, sin querer, volví a escuchar su voz: algunos cuerpos no avisan cuando se rinden. Me dio rabia no saber si hablaba del paciente o de mí.

Apagué el computador al caer la tarde. El hospital, por fin, me devolvió la calle. Manejé sin música. Pensé en llamar a Claudia, pero me esperé: prefería verla en persona y no por teléfono. Sentí, por primera vez en mucho tiempo, que algo se había movido un centímetro dentro de mí. No era tristeza. No era alivio. Era dirección.

La noche en casa fue sencilla. Wilson exigió su paseo. Caminamos por el barrio con el viento frío metiéndose en las mangas. Le lancé la pelota tres veces; a la cuarta, se aburría y prefería olfatear los bordes de la vereda. Volvimos. Preparé una sopa rápida; el vapor empañó los vidrios de la cocina y me regaló, por un instante, una pared blanca sin pasado.

En la mesa, acomodé la libreta, la credencial y un lápiz. Escribí una lista sin números:

— Volver al Ala C de día.

— Pedir horas exactas de cambios de turno.

— Revisar en Archivo si hay copias previas del informe (sellos de impresión).

— Hablar con Verónica sin avisar.

— Anotar olores, sombras, gestos (todo lo que el papel no captura).

El celular vibró. Era un mensaje de Claudia: “Mañana café. Tú hablas, yo escucho.” Sonreí. A veces no se necesita más que eso: una mesa, dos tazas, una amiga que hace el punto y aparte cuando uno se encadena.

Guardé la libreta. No abrí ninguna serie ni ningún libro. Me quedé sentada un momento en el borde de la cama con los pies desnudos tocando el suelo frío. Pensé en Arturo. En los números que ya no dirían nada. En el equipo que obró perfecto. En el cuerpo, allí, que se rindió sin avisar. Cerré los ojos. Me prometí volver sin avisar también.

Me acosté. Wilson se acomodó a mi lado, pesando lo justo. Dormí de un tirón, como quien sabe que el hilo quedó atado al pie de la cama y no se va a escapar durante la noche.

A la mañana siguiente el hospital olía a cloro nuevo. Llegué antes de la hora. Saludé al guardia con el gesto mínimo de siempre. Subí por la escalera. Quise evitar el ascensor; la distancia corta entre pisos sirve para pensar sin interferencias. Caminé hacia el Ala C. Había luz de día entrando por las ventanas estrechas; el pasillo parecía más corto, más doméstico. Me detuve en la puerta de la sala. Vacía. Cambiaron la sábana, acomodaron la baranda, sacaron la papelera. El silencio, a esa hora, hacía su trabajo: borrar.

Tomé una foto mental del lugar. En la pared, un póster descascarado sobre higiene de manos resistía como un estandarte viejo. El reloj marcaba las 07:52. Escuché pasos detrás de mí. Era Tomás. No me sorprendió verlo; por alguna razón, su presencia parecía obedecer a un carril alterno al mío.

—¿Volvió? —preguntó, sin rodeos.

—Sí —respondí—. Quería verlo con luz.

—La luz no siempre ayuda —dijo, y apoyó la espalda en la pared opuesta.

—¿A usted le ayuda?

—Depende de qué no quiera ver.

No supe si era una broma o un juicio. No lo indagué. Anoté mentalmente su forma de decir “depende”, como si todo pudiera torcerse con el ángulo correcto.

—Necesito confirmar el nombre —dije—: Arturo Figueroa

—Sí —respondió—. Arturo Figueroa.

El nombre me atravesó como un alfiler. Ponerle nombre a alguien es devolverlo a un territorio humano. A veces el paso más simple es el que más cuesta.

—Gracias —dije.

Nos quedamos un minuto sin hablar. Se oyeron voces en el pasillo, la rueda de un carro, la alarma tímida de una bomba de infusión en otra sala. El hospital respiraba. Yo también. Cerré el cuaderno. Di un paso atrás.

—Nos vemos —dije.

—Nos vemos, doctora.

Me fui. No quise mirar atrás. No quería regalarle más poder a su presencia del necesario. Anoté en la libreta: “Arturo. Volver a hablar con familia. Ver horarios de visita.”

El resto del día fue una cuerda floja entre mis deberes y mi obstinación. En Calidad, fui desmenuzando la cronología como si ordenara botones por tamaño: a esta hora pasó esto, a esta otra, lo siguiente. Abrí una carpeta nueva con el nombre del caso y un título provisorio: “Diagnóstico incierto”. Me di cuenta de que ese título me describía mejor a mí que al paciente. Sonreí sola. A veces el humor es otra forma de no llorar.

Al salir, la lluvia había descansado. El viento levantaba papeles en la entrada del hospital. Wilson me esperaba en casa como si no hubiera pasado ni un minuto. Le conté en voz baja lo esencial, como si los perros pudieran hacer de caja de resonancia. Él bostezó y me mostró el vientre. Lo rasqué. Me relajé.

Me preparé un té y, por puro impulso, puse Phil Collins otra vez. La canción sonó como la primera vez en el auto, pero distinta. Pensé en la línea recta del monitor, en el silencio peculiar de las salas después de un código, en los ojos de Tomás que no daban nada y parecían saber demasiado. Pensé en Arturo. Pensé en el orden perfecto del registro. Pensé en que quizá, para comenzar una historia, otro tuvo que terminar la suya de manera impecable. No me gustó el intercambio, pero entendí la utilidad: el hospital funciona así, con moneda corriente de vidas que se cruzan sin conocerse.

Me prometí dos cosas antes de dormir. Uno: no enamorarme de las hipótesis. Dos: no dejar que el papel decida por mí lo que vi. Y así, con esas promesas chiquitas como piedras en el bolsillo, me fui a la cama con la certeza de que, al día siguiente, volvería a tirar del hilo desde el mismo lugar: las horas, las ausencias, la costura invisible de un registro perfecto.

Cerré los ojos. El sueño llegó con rapidez de oficio. Mientras me iba, pensé —o quise pensar— que algunas líneas rectas no son finales, son apenas un modo de comenzar distinto.

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