De vuelta en el computador, abro la agenda de psiquiatría. Los nombres del viernes 29 aparecen repartidos como fichas: titular en pabellón de mañana, residente de enlace, equipo de consultorías internas, plantillas de extensión. No necesito saber cada quién para saber que el circuito funcionó distinto a como se escribió. Añado otra línea a la libreta:
— Confirmar si el titular estuvo fuera de piso; si sí, quién cubre el plan B y en qué hora—.
Llamo a Portería. Pido lista de ingresos extraordinarios para fines de marzo: técnicos, proveedores, mantención. La voz del otro lado me pide un oficio. “Voy”, digo, y armo el papel en dos párrafos: propósito, período, soporte. Mientras lo envío, me recuerdo que respirar también es una forma de avanzar. Envío copia a Auditoría; aprendí, a fuerza de susto, que cada puerta que se abre sin testigo se convierte en una sala donde el eco manda.
En Calidad, armo la cronología como quien ordena botones por tamaño. Viernes 29: residente indica reevaluación por titular. Enfermería no insiste por escrito. Sábado 30: recambio parcial, contención segura, “sin novedades”. Domingo 31: mínimos. Lunes 1: muerte antes de reevaluación. Entre 07:12 y 07:34, corte negro en cámara. Sin reporte de incidente. Retención cinco días; copia sobreescrita. El rompecabezas no trae imagen en la caja, pero uno aprende a intuir el dibujo por los bordes. Los bordes, esta vez, dibujan más una sombra que una figura.
Escribo un preinforme. Primera línea: “Se observa adhesión total al protocolo”. Segunda línea: “Verificar ausencias (lo no hecho) y consistencia de circuitos (lo no registrado)”. Tercera: “Solicitar a Sistemas log de reinicios en franja crítica”. Cuarta: “Pedir a Mantención órdenes de trabajo en bloque 29–31 (29–31/03)”. Quinta: “Portería: ingresos externos con pase temporal”. Lo guardo en borradores. No por miedo; por higiene de proceso.
Me obligo a almorzar algo que no sea café. El cuerpo no negocia eternamente. En la bandeja, el arroz sabe a nada, pero representa: comer también es sostener un caso. Una residente pasa a mi lado y pregunta por una rúbrica; le indico el archivo común. Mientras la oigo agradecer, pienso en la economía de las palabras que sostienen la rutina y en el derroche de silencio que sostiene las omisiones.
De tarde, subo a Psiquiatría. Verónica está en la estación con su compostura de estanque. Le pido lo mínimo: si recuerda insistencias al localizador el 29 por la mañana y si la solicitud de reevaluación quedó asentada en pauta. No pregunto por qué no hay nota de titular; no hoy. Ella revisa sin prisa. “Quedó pendiente por disponibilidad”, dice; “hubo dos insistencias”, añade, y desliza el dedo por la columna equivocada como si no quisiera que nadie más lea. Anoto hora aproximada. No me la firma. No la necesito firmada para saber que existe.
Dejo que el silencio sea el cierre de la conversación. Las estaciones tienen la acústica particular de los lugares donde nada se detiene del todo. El pitido intermitente de un saturómetro fuera de cuadro compite con el rumor del aire forzado. Me pregunto si algún día alguien descifrará una huella en esa música mínima.
Vuelvo a Mantención, no al taller sino a la oficina donde las órdenes se imprimen con letra que no sabe de pacientes. Pido por fecha cualquier OT de cámaras o ajustes en el área. El sistema escupe números. Uno me mira de vuelta como si ya me hubiera visto antes. Lo anoto. Anoto también el nombre de quien lo emitió y la hora de recepción. No necesito resolver hoy; necesito no olvidarlo mañana.
A media tarde, el hospital adquiere ese tono de siesta que sólo existe en los edificios que no duermen: menos ruido, más eco. Aprovecho para abrir Archivo otra vez. Busco sellos de impresión en el informe de enfermería, por si hay versiones previas. Una, dos, tres marcas de cola de impresión. No delatan duplicados, sólo me dicen que alguien imprimió varias veces el mismo orden. No es prueba. Es textura. A veces la textura cuenta más que la tinta. En el reverso de una hoja de control encuentro un nombre anotado a lápiz y borrado con apuro. El grafito dejó sombra. Hago un calco mental; lo guardaré hasta tener dónde ponerlo.
Claudia me escribe: “Mañana café. Tú hablas, yo escucho.” Sonrío frente a la pantalla como si nadie me viera. En realidad, nadie me ve. Es un alivio y una condena. Le contesto con un pulgar. Pienso en lo raro que es necesitar testigos para que un hecho exista.
Dejo la oficina cuando la sombra del edificio ya se estira sobre la calle. En la salida, el guardia me levanta la ceja como quien saluda a los que se van tarde por elección, no por castigo. Al llegar a casa, Wilson me recibe con la alegría inespecífica de los perros que no cargan pasado. Le cuento en voz baja lo suficiente como para oírme pensar: que el sistema tiene un negro donde debería haber ruido, que a veces lo más perfecto es lo más sospechoso, que un nombre —Arturo— basta para que la página no sea sólo papel.
No pongo música. Dejo el silencio. Me exijo anotar, antes de que el día se me vuelva sueño, tres cosas:
— Lo que se dijo: “Sin novedades relevantes”, “pendiente por disponibilidad”, “todos los días pesan cuando terminan así”.
— Lo que no se dijo: “insistimos tres veces”, “subió titular”, “hubo intervención técnica”.
— Lo que se vio: un tramo en negro, una continuidad de letra, una bandeja sin vendas usadas, el gesto intacto de Varela al sostener a la interna cuando tropezó.
Podría intentar dormir con una serie puesta de fondo. No lo hago. Prefiero quedarme un rato con la incomodidad. La incomodidad es brújula. Me lavo la cara. Apago la luz. La casa respira con sus sonidos mínimos: la dilatación de una cañería, el golpe seco del refrigerador cuando corta, el paso de un auto lejano que deja un hilo de luces en el muro. Wilson se acomoda a mis pies como si supiera que se avecina una guardia distinta.
Antes de que el sueño me tome, el pensamiento insiste: cuando todo es demasiado perfecto es porque fue demasiado imperfecto. Alguien decidió no moverse, y otros, tal vez, acomodaron la escena para que se pareciera a una noche cualquiera en la que nada podía hacerse. No sé todavía quiénes son esos “alguien”. Mañana vuelvo al hospital con una pregunta más simple y más feroz: ¿quién estuvo cerca cuando nadie miraba?
Me duermo con esa frase y con la imagen de una pantalla en negro como una cortina bajada a propósito. No es prueba. Es dirección. A veces eso basta para empezar a empujar. Y yo, cada vez que empujo, respiro mejor.
Llego temprano. No tanto como ayer, pero lo suficiente para que el pasillo tenga la luz oblicua que favorece la atención. El guardia me ofrece el mismo gesto de siempre; se agradece lo que no cambia. En Calidad, el correo me trae confirmación de Portería: “Se adjunta planilla de ingresos extraordinarios 29–31/03”. La abro. Miro los nombres como quien mira una sopa de letras. Busco técnicos, proveedores. Un proveedor de cámaras con pase temporal, una hora que encaja con la sombra que ya asomaba en Monitoreo. No me emociono. Anoto y pido a Auditoría que esté presente cuando pidamos la bitácora. Aprendí, a fuerza de susto, que no hay peor soledad que la de abrir una puerta sin testigo.
Camino hacia Psiquiatría con el cuerpo deliberadamente lento. Verónica me ve venir y guarda la pauta sin escándalo. Le digo que mañana haré el oficio formal de insistencias y que necesito las horas redondas, no aproximaciones. Asiente. Hay en su asentir una especie de economía que siempre me intrigó: da lo mínimo que sirve. No sé todavía si es virtud o estrategia. Observo el borde de su libreta: una marca nueva en la esquina superior que no estaba ayer. Dato mínimo; lo archivo en el mismo cajón mental donde guardo las marcas de impresión.
En la cafetería me topo con Tomás otra vez. No hablamos. No hace falta. Nos cruzamos como dos personas que ya tuvieron la conversación que importa, esa que no va a quedar en ninguna acta. Me pregunto qué ve él cuando me mira: una evaluadora insistente, una amenaza, una mujer que se toma demasiado en serio su trabajo, una oportunidad. Me pregunto qué veo yo cuando lo miro. No me contesto. Hay preguntas que rinden más cuando se guardan enteras. La memoria del vapor entre los dos vuelve como si el aire aquí tuviera buena retención.
De vuelta al escritorio, cierro la jornada con un plan limpio: recopilar las horas exactas del viernes, exigir la trazabilidad de la petición de reevaluación, cruzar con planillas y porterías, pedir, con Auditoría, la entrega de bitácora de cámaras. No voy a acusar a nadie. Voy a poner luz donde hay orden y silencio. A veces la luz sirve. A veces no. Igual la enciendo. Abro una carpeta nueva con un nombre simple, sin metáforas, y comienzo a arrastrar dentro cada pieza que podría indicar movimiento donde no se registró ninguno.
Antes de apagar, vuelvo a ver el tramo en negro en mi cabeza. Me pregunto cómo suena un corte así en la vida de las personas: si interrumpe como un tartamudeo o si pasa como un bostezo. Me pregunto si el negro cubre o revela. Me pregunto cuánto tiempo se puede sostener un pasillo ciego antes de que alguien tropiece con la pared equivocada.
Apago el computador. Miro un instante la mano con la que anoto. Pienso en Arturo. En su nombre dicho en voz alta en un pasillo que olía a cloro. En una interna que tropezó y fue sostenida por un brazo que no sudó. En un tramo de video que no existe y, sin embargo, pesa. Salgo a la calle con la sensación de que hoy el hilo quedó un poco más tenso. Mejor. Así sabemos que no es imaginación.
Mañana, más café. Más pasillos. Más preguntas. Y, si tengo suerte, alguna respuesta que no venga maquillada de protocolo. Porque hay días en que el hospital parece hecho de barro y otros en que el barro se endurece con la temperatura exacta para recibir una huella. Que esa huella quede o no, ya no depende del protocolo: depende de cuánta luz esté dispuesta a entrar.