Mundo de ficçãoIniciar sessãoPara salvar la vida de su hermano, Seraphina estaba dispuesta a todo. Incluso a suplicarle al multimillonario más frío y temido de la ciudad, Ronan. Ella no sabía que ese encuentro desataría un destino que no podía controlar. En un segundo, los ojos de él se volvieron fuego y su voz posesiva marcó el alma de ella: "Mía". En el siguiente, frente a su cruel prometida, él la humilló, llamándola "Nada". Él la rechazó. Pero cuando la desesperación la lleva a su mansión, él le ofrece un trato despiadado: la vida de su hermano a cambio de su libertad. Ahora ella es su prisionera. Una humana atrapada en una mansión de lobos, un secreto que amenaza el pacto de sangre de él. Él la odia por ser su debilidad, pero su lobo interior ruge cada vez que ella sufre. Él la desprecia, pero no soporta que otro hombre la mire. Su prometida la quiere muerta. Su manada la quiere fuera. Y él... él está atrapado entre su deber y el deseo prohibido que siente por su compañera rechazada.
Ler maisEl murmullo de la élite de la ciudad sonaba como el zumbido de insectos distantes, atrapados al otro lado de un grueso cristal. Para Seraphina Petrova, ese cristal era la bandeja de plata que sostenía con manos temblorosas.
Se sentía enferma. Una fiebre baja se deslizaba por su piel bajo el uniforme negro de camarera y una tos seca se rascaba en su garganta. Cada sorbo de aire olía a perfume caro y champán, una combinación que le revolvía el estómago. No podía permitirse estar enferma. No podía permitirse fallar. Llevaba tres horas sirviendo copas de burbujas doradas a personas cuyos zapatos costaban más que su alquiler de seis meses. Cada sonrisa que forzaba le costaba una parte de su energía, y se estaba agotando de fingir simpatía. Justo cuando pasaba junto a una columna de mármol, sintió la vibración en el bolsillo de su delantal. Su corazón dio un vuelco. Sabía exactamente qué era. Con la bandeja equilibrada precariamente en una mano, deslizó la otra en el bolsillo y sacó su teléfono con la pantalla rota. Un solo mensaje de texto. «Clínica Pediátrica St. Jude: PAGO VENCIDO. La cuenta de Hunter Petrova debe ser saldada en 24 horas o suspenderemos el tratamiento.» El aire abandonó sus pulmones. El pánico, frío y afilado, cortó la niebla de la fiebre. «Por favor, Dios, ahora no» El tratamiento de Hunter, su hermano pequeño, era de suma importancia. No podía quedarse sin su seguro médico, ni los cuidados de la clínica, o su vida estaría en peligro. El suelo pareció inclinarse bajo sus pies. La bandeja se tambaleó. Ella intentó estabilizarla, pero el mareo llegó como un puñetazo invisible justo cuando un hombre corpulento retrocedió riendo, ajeno a todo salvo a su propio mundo privilegiado. Seraphina chocó contra él. No, contra una pared humana. Dura. Inamovible. Un muro de acero vestido de negro. El tiempo se ralentizó. Escuchó su propio grito ahogado mientras las copas de cristal se deslizaban, y un torrente de champán helado caía en cascada. El sonido del cristal rompiéndose contra el suelo de mármol fue como un disparo en el silencio que se produjo de repente. Y todo el contenido de su bandeja, todo el líquido pegajoso y frío, se había estrellado contra el hombre más imponente de la sala. El anfitrión. Seraphina levantó la vista, con las disculpas atorándose en su garganta. El pánico se convirtió en algo más primitivo. Un miedo oscuro, visceral. Era él. Ronan Thorsten. Lo había visto solo desde lejos. Un magnate del que se rumoreaba que era más un depredador que un hombre. Él estaba a centímetros de distancia, mirándola con una intensidad palpable. Era más alto de lo que parecía, una silueta fuerte, esbelta e imponente envuelta en un traje elegante y oscuro que debía costar más que su propia vida. Su rostro serio era una obra de arte tallada en mármol, pómulos afilados, una mandíbula fuerte y una boca sensual que estaba apretada en una línea dura. Estaba empapado. El champán goteaba por su costoso traje hecho a la medida. —Yo... yo... lo siento... yo no... —tartamudeó Seraphina, sus manos temblando tan violentamente que las apretó contra su delantal. Iba a ser despedida. Tenía suficientes problemas como para, además, quedarse sin el único sustento para su hogar. Un silencio denso se adueñó de la habitación, mientras los invitados observaban expectantes. Él no miró el desastre en su traje. Solo la miró a ella. Sus ojos, un gris invernal capaz de helar huesos, se clavaron en los de Seraphina con una intensidad que la atravesó como una daga. Y entonces ocurrió lo imposible. La fiebre cambió. Se transformó en un calor abrasador que nacía desde lo más profundo de su vientre, extendiéndose como un incendio silencioso. Algo tiraba de ella. Una cuerda invisible. Un vínculo extraño y magnético que la empujaba hacia él, que la reclamaba sin palabras. El aroma a perfume y champagne caro se desvaneció del ambiente, siendo reemplazado por algo más salvaje. Los pinos de un bosque nocturno, la brisa antes de una tormenta y una fragancia masculina tan primitiva que le erizó la piel. «Debo estar delirando», pensó, mientras su fiebre se encendía aún más. Retrocedió un paso por puro instinto. Los iris de acero frío, estaban cambiando. El gris se retiró, inundado por un color ámbar líquido, brillante e intenso. Ojos que brillaban con una luz propia y que no eran del todo humanos. Él no parecía furioso, sino algo mucho más oscuro y peligroso. Seraphina sintió que esa mirada le atravesaba hasta el alma, desnudándola. Parecía hambriento. El silencio se estiró, volviéndose doloroso, y Seraphina estaba congelada, atrapada en esa mirada dorada, sintiéndose como un cordero en la mira de un depredador. Su mirada la desnudaba, la abría, la examinaba como si pudiera ver todos sus secretos expuestos bajo la piel. Seraphina sintió algo antiguo y primitivo tensarse dentro de ella, atrapada bajo esa atención depredadora. Ronan dio un paso hacia adelante. Parecía en un trance, como si el salón, los invitados y el desastre a sus pies hubiera dejado de existir. Se inclinó, bajando su rostro hacia el de ella. Seraphina dejó de respirar cuando la mirada de él se centró en su delicado cuello. Entonces, inhaló. Fué un sonido bajo, deliberado, posesivo. Seraphina sintió cómo su aroma, jabón barato de lavanda y el olor metálico de su propio pánico, era absorbido por él. Un escalofrío le recorrió la espalda, a pesar del calor que amenazaba con devorarla entera. Su voz, cuando habló, no fué un susurro. Fue un gruñido bajo y posesivo que vibró a través de su pecho y pareció sacudir su alma. Una sola palabra que lo cambió todo. —Mía. El mundo de Seraphina se detuvo. ¿Mía? ¿Qué significaba eso? ¿Era una amenaza? ¿Una orden? Su cerebro, nublado por la fiebre y la confusión, no podía procesarlo. Antes de que pudiera hablar, una figura se deslizó entre ellos. Un destello de seda color esmeralda y diamantes que brillaban fríamente. Una mujer alta y rubia, con una belleza tan afilada que dolía mirarla, puso una mano enjoyada directamente sobre el pecho de Ronan, reclamándolo. Isabelle Dubois. Su sonrisa era puro veneno, aunque sus ojos azules solo miraban a Ronan, ajena a lo que él le había dicho a Seraphina. Ella la ignoró como si fuera un objeto barato. —Ronan, amor —ronroneó Isabelle, su voz suave como seda y tan afilada como una cuchilla—. No dejes que la servidumbre te moleste. Sus dedos descendieron por el pecho de él en una caricia lenta, posesiva, venenosa. —Tenemos que anunciar nuestro compromiso…El inhalador azul de plástico yacía sobre la mesa de caoba del despacho de Ronan como un cadáver pequeño. La mancha de sangre seca en el cartucho era una acusación silenciosa que llenaba la habitación de un aire irrespirable.Seraphina estaba de pie junto a la ventana, con los brazos cruzados tan fuerte que le dolían las costillas, mirando hacia la oscuridad del bosque donde su hermano se asfixiaba. Su loba interior arañaba las paredes de su mente, exigiendo sangre, exigiendo correr, pero su lado humano sabía que correr a ciegas hacia las Minas de Blackwood sería un suicidio.Ronan estaba al teléfono. No el teléfono seguro de la manada, sino un celular desechable negro. Su voz era un murmullo bajo y gutural, hablando en un idioma que Seraphina no reconocía, una mezcla de ruso y dialectos antiguos de los clanes del norte.Colgó y tiró el teléfono sobre el escritorio.—¿Quién era? —preguntó Seraphina, girándose.—Mercenarios —dijo Ronan, pasándose una mano por la cara con cansancio—. Lo
La verdad sobre su sangre no se quedó confinada en el laboratorio de Silas. Se filtró como un gas venenoso a través de las grietas de la mansión, alimentada por susurros, por oídos pegados a las puertas y por la red invisible de espionaje que tejía el mundo sobrenatural.En menos de una hora, Seraphina había dejado de ser solo la compañera del Alpha. Se había convertido en el Santo Grial.Ronan la llevó de vuelta a sus habitaciones, pero el ambiente había cambiado drásticamente. Ya no era el santuario de una pareja; era un búnker. Ronan cerró las cortinas pesadas, bloqueando la luz del sol, y comenzó a dar órdenes por el teléfono seguro con una voz que no admitía réplica.—Triplicad el perímetro. Quiero francotiradores en los tejados. Nadie entra. Nadie sale. Corten las comunicaciones externas de la servidumbre.Colgó el teléfono y se giró hacia ella. Su rostro era una máscara de tensión brutal, sus ojos grises oscurecidos por una paranoia nacida del amor y el terror.—Vas a quedarte
El milagro verde en la maceta olvidada parecía burlarse de las leyes de la naturaleza. El helecho, hace un minuto un esqueleto marrón y quebradizo, ahora era una explosión de vitalidad esmeralda, sus hojas desplegándose con una arrogancia exuberante, las pequeñas flores blancas emitiendo un perfume dulce que luchaba contra el olor a sudor y violencia del gimnasio.Ronan no miraba la planta. Miraba a Seraphina.Su pecho desnudo y brillante de sudor subía y bajaba, pero no por el esfuerzo del combate. Sus ojos dorados estaban fijos en ella con una mezcla de reverencia y terror absoluto.—No te muevas —ordenó, su voz un susurro ronco.Se acercó a ella con cautela, como si de repente se hubiera convertido en una bomba nuclear sin cuenta regresiva. Tomó su brazo herido, sus dedos grandes y callosos rozando la piel con una delicadeza extrema. El rasguño ya no existía. La piel estaba pálida, perfecta, sin siquiera una línea rosada que recordara el corte.—Sanaste —murmuró él, pasando el pulg
El gimnasio privado de la mansión no era un lugar de lujo, era una arena.El suelo estaba cubierto de colchonetas negras desgastadas por el uso, y el aire olía a sudor antiguo, hierro y esfuerzo. No había espejos para admirarse, solo paredes de piedra y estantes llenos de armas de práctica.Ronan no perdió el tiempo.—Atácame —ordenó.Estaba de pie en el centro de la colchoneta, descalzo, con los pantalones tácticos y una camiseta sin mangas que dejaba al descubierto sus brazos masivos. No adoptó una postura defensiva. Simplemente se quedó allí, relajado pero letal, esperándola.Seraphina vaciló. Llevaba ropa prestada que le quedaba un poco grande, y sus nuevos sentidos de loba zumbaban con la anticipación de la violencia.—¿Cómo? —preguntó.—Como si yo fuera Gabriel. Como si fuera a matar a tu hermano.La mención de Hunter fue el detonante. Seraphina gruñó y se lanzó hacia él. Fue rápida, mucho más rápida que cualquier humana, un borrón de furia impulsado por el instinto. Apuntó a su
El silencio que siguió a la confesión de Seraphina fue absoluto, solo roto por el sonido de sus respiraciones entremezcladas. La habitación aún olía a sexo y a la tormenta que acababan de desatar entre las sábanas, pero la temperatura había bajado drásticamente con sus palabras.Las minas viejas.Ronan no la soltó. Al contrario, su agarre sobre sus hombros desnudos se tensó. Estaba sentado en la cama, con la espalda apoyada en la cabecera de madera tallada, su cuerpo magnífico brillando con una capa de sudor que se enfriaba lentamente. Sus ojos, todavía con esquirlas de oro luchando contra el gris, la escudriñaron con una intensidad que no dejaba lugar a la duda.En el pasado, el Alpha racional habría buscado una explicación lógica. Habría hablado de estrés, de trauma, de sueños. Pero el hombre que la sostenía ahora había sentido el cambio en el aire, había sentido la electricidad estática de la visión a través de su propia piel cuando ella se tensó.—Dímelo todo —ordenó, su voz grave
La noticia de que habían encontrado a Hunter debería haber sido un bálsamo. En cambio, fue el fósforo que encendió la mecha.—¿Vivo? —preguntó Seraphina, su voz estrangulada—. ¿Está vivo?—Encontramos ropa... y sangre —admitió el guardia, bajando la cabeza—. Pero el rastro es fresco.El mundo de Seraphina se inclinó. Sangre. Su hermano, solo, herido, en manos de Gabriel. El pánico no fue una ola fría esta vez; fue un incendio forestal. Su corazón empezó a latir tan rápido que le dolía el pecho, bombeando no solo adrenalina, sino algo más. Algo antiguo, químico y volátil que había estado latente desde la mordida.De repente, el aire del Gran Salón se volvió irrespirable. Su piel comenzó a arder, una fiebre repentina y violenta que la hizo jadear.Ronan, que estaba ladrando órdenes a sus generales para movilizarse, se detuvo en seco a mitad de una frase.Sus fosas nasales se ensancharon.Se giró lentamente hacia ella. Sus ojos, que habían estado fijos en el mapa de guerra mental, cambia
Último capítulo