El rechazo del Alpha
El rechazo del Alpha
Por: Emerson Writer
1 | Mía

El murmullo de la élite de la ciudad sonaba como el zumbido de insectos distantes, atrapados al otro lado de un grueso cristal. Para Seraphina Petrova, ese cristal era la bandeja de plata que sostenía con manos temblorosas.

Se sentía enferma. Una fiebre baja se deslizaba por su piel bajo el uniforme negro de camarera y una tos seca se rascaba en su garganta. Cada sorbo de aire olía a perfume caro y champán, una combinación que le revolvía el estómago.

No podía permitirse estar enferma.

No podía permitirse fallar.

Llevaba tres horas sirviendo copas de burbujas doradas a personas cuyos zapatos costaban más que su alquiler de seis meses. Cada sonrisa que forzaba le costaba una parte de su energía, y se estaba agotando de fingir simpatía.

Justo cuando pasaba junto a una columna de mármol, sintió la vibración en el bolsillo de su delantal. Su corazón dio un vuelco. Sabía exactamente qué era.

Con la bandeja equilibrada precariamente en una mano, deslizó la otra en el bolsillo y sacó su teléfono con la pantalla rota.

Un solo mensaje de texto.

«Clínica Pediátrica St. Jude: PAGO VENCIDO. La cuenta de Hunter Petrova debe ser saldada en 24 horas o suspenderemos el tratamiento.»

El aire abandonó sus pulmones. El pánico, frío y afilado, cortó la niebla de la fiebre.

«Por favor, Dios, ahora no»

El tratamiento de Hunter, su hermano pequeño, era de suma importancia. No podía quedarse sin su seguro médico, ni los cuidados de la clínica, o su vida estaría en peligro.

El suelo pareció inclinarse bajo sus pies. La bandeja se tambaleó. Ella intentó estabilizarla, pero el mareo llegó como un puñetazo invisible justo cuando un hombre corpulento retrocedió riendo, ajeno a todo salvo a su propio mundo privilegiado.

Seraphina chocó contra él.

No, contra una pared humana. Dura. Inamovible. Un muro de acero vestido de negro.

El tiempo se ralentizó. Escuchó su propio grito ahogado mientras las copas de cristal se deslizaban, y un torrente de champán helado caía en cascada. El sonido del cristal rompiéndose contra el suelo de mármol fue como un disparo en el silencio que se produjo de repente. Y todo el contenido de su bandeja, todo el líquido pegajoso y frío, se había estrellado contra el hombre más imponente de la sala.

El anfitrión.

Seraphina levantó la vista, con las disculpas atorándose en su garganta. El pánico se convirtió en algo más primitivo. Un miedo oscuro, visceral.

Era él.

Ronan Thorsten.

Lo había visto solo desde lejos. Un magnate del que se rumoreaba que era más un depredador que un hombre. Él estaba a centímetros de distancia, mirándola con una intensidad palpable.

Era más alto de lo que parecía, una silueta fuerte, esbelta e imponente envuelta en un traje elegante y oscuro que debía costar más que su propia vida. Su rostro serio era una obra de arte tallada en mármol, pómulos afilados, una mandíbula fuerte y una boca sensual que estaba apretada en una línea dura.

Estaba empapado. El champán goteaba por su costoso traje hecho a la medida.

—Yo... yo... lo siento... yo no... —tartamudeó Seraphina, sus manos temblando tan violentamente que las apretó contra su delantal.

Iba a ser despedida. Tenía suficientes problemas como para, además, quedarse sin el único sustento para su hogar.

Un silencio denso se adueñó de la habitación, mientras los invitados observaban expectantes.

Él no miró el desastre en su traje.

Solo la miró a ella.

Sus ojos, un gris invernal capaz de helar huesos, se clavaron en los de Seraphina con una intensidad que la atravesó como una daga.

Y entonces ocurrió lo imposible.

La fiebre cambió. Se transformó en un calor abrasador que nacía desde lo más profundo de su vientre, extendiéndose como un incendio silencioso. Algo tiraba de ella. Una cuerda invisible. Un vínculo extraño y magnético que la empujaba hacia él, que la reclamaba sin palabras.

El aroma a perfume y champagne caro se desvaneció del ambiente, siendo reemplazado por algo más salvaje. Los pinos de un bosque nocturno, la brisa antes de una tormenta y una fragancia masculina tan primitiva que le erizó la piel.

«Debo estar delirando», pensó, mientras su fiebre se encendía aún más.

Retrocedió un paso por puro instinto.

Los iris de acero frío, estaban cambiando. El gris se retiró, inundado por un color ámbar líquido, brillante e intenso. Ojos que brillaban con una luz propia y que no eran del todo humanos.

Él no parecía furioso, sino algo mucho más oscuro y peligroso. Seraphina sintió que esa mirada le atravesaba hasta el alma, desnudándola. Parecía hambriento.

El silencio se estiró, volviéndose doloroso, y Seraphina estaba congelada, atrapada en esa mirada dorada, sintiéndose como un cordero en la mira de un depredador.

Su mirada la desnudaba, la abría, la examinaba como si pudiera ver todos sus secretos expuestos bajo la piel. Seraphina sintió algo antiguo y primitivo tensarse dentro de ella, atrapada bajo esa atención depredadora.

Ronan dio un paso hacia adelante.

Parecía en un trance, como si el salón, los invitados y el desastre a sus pies hubiera dejado de existir. Se inclinó, bajando su rostro hacia el de ella. Seraphina dejó de respirar cuando la mirada de él se centró en su delicado cuello. Entonces, inhaló.

Fué un sonido bajo, deliberado, posesivo.

Seraphina sintió cómo su aroma, jabón barato de lavanda y el olor metálico de su propio pánico, era absorbido por él. Un escalofrío le recorrió la espalda, a pesar del calor que amenazaba con devorarla entera.

Su voz, cuando habló, no fué un susurro. Fue un gruñido bajo y posesivo que vibró a través de su pecho y pareció sacudir su alma. Una sola palabra que lo cambió todo.

—Mía.

El mundo de Seraphina se detuvo. ¿Mía? ¿Qué significaba eso? ¿Era una amenaza? ¿Una orden? Su cerebro, nublado por la fiebre y la confusión, no podía procesarlo.

Antes de que pudiera hablar, una figura se deslizó entre ellos. Un destello de seda color esmeralda y diamantes que brillaban fríamente. Una mujer alta y rubia, con una belleza tan afilada que dolía mirarla, puso una mano enjoyada directamente sobre el pecho de Ronan, reclamándolo.

Isabelle Dubois.

Su sonrisa era puro veneno, aunque sus ojos azules solo miraban a Ronan, ajena a lo que él le había dicho a Seraphina. Ella la ignoró como si fuera un objeto barato.

—Ronan, amor —ronroneó Isabelle, su voz suave como seda y tan afilada como una cuchilla—. No dejes que la servidumbre te moleste.

Sus dedos descendieron por el pecho de él en una caricia lenta, posesiva, venenosa.

—Tenemos que anunciar nuestro compromiso…

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