Mundo ficciónIniciar sesiónLa palabra de Isabelle golpeó a Seraphina con la fuerza de una bofetada. Aunque no pudo entender del todo el por qué.
El calor abrasador que la había envuelto un segundo atrás se convirtió en un hielo paralizante. Compromiso. La palabra resonó en el silencio, ahogando el eco del posesivo Mía de Ronan. Seraphina no entendía qué estaba sucediendo, ni qué era aquél calor creciendo bajo su pecho. Ella seguía congelada, con los ojos fijos en Ronan. Él no se había movido, pero el ámbar de su mirada parpadeó, como una llama luchando contra el viento. Su atención seguía clavada en ella, no en la deslumbrante mujer de seda esmeralda que reclamaba su pecho. Y el lazo que tiraba de ambos estaba intacto. Esa cuerda invisible y ardiente que la ataba a él no se había roto. De hecho, pareció tensarse. El mundo de Seraphina se inclinó, un mareo agudo la golpeó mientras el intenso aroma de Ronan se fundía con el perfume floral de Isabelle. Era demasiado. Estaba enferma, asustada, y ahora atrapada entre dos titanes. Isabelle, sin embargo, no era tonta. Vió la indecisión y la forma en que los anchos hombros de Ronan seguían orientados hacia Seraphina. Vió la mirada ámbar e intensa que se negaba a soltar a la sirvienta empapada. La belleza de Isabelle se agrietó. Sus labios rojos se curvaron en una mueca de desdén que no ocultaba la furia pura que brillaba en sus ojos azules. Su mirada se deslizó sobre Seraphina, de arriba abajo, catalogando el uniforme barato, el cabello castaño desordenado y la forma en que temblaba. —¿Qué estás esperando? —siseó Isabelle, su voz ya no era un ronroneo, sino el chasquido de un látigo—. ¡Guardias! Dos hombres corpulentos, vestidos con trajes negros idénticos, se materializaron instantáneamente a cada lado de la confundida Seraphina. Eran casi tan grandes como Ronan y ella, por inercia, retrocedió. —Sáquenla de aquí —ordenó Isabelle, su voz goteando veneno—. Esta miserable camarera ha molestado al señor Thorsten lo suficiente. Asegúrense de que esté despedida. Un guardia extendió una mano pesada para agarrar el brazo de Seraphina. El pánico la ahogó. Iba a ser arrastrada. Humillada. Despedida. Y Hunter... —No. La palabra no fué más que un gruñido bajo, pero detuvo a los guardias como si hubieran chocado contra una pared invisible. Ronan levantó una mano. No una orden brusca, solo un gesto lento. Los guardias retrocedieron inmediatamente, con la cabeza gacha, sumisos. El poder que irradiaba de Ronan era absoluto. Él se volvió hacia Seraphina. Su rostro era una máscara de tormento. El ámbar había desaparecido, reemplazado por el gris peligroso de una tormenta. Su mandíbula cincelada apretada con fuerza. Parecía un hombre al borde de un abismo, luchando visiblemente contra algo que Seraphina no podía entender, algo que lo estaba destrozando por dentro. La miró, y por un segundo, Seraphina vió algo más allá del depredador. Vió una agonía que reflejaba la suya. El tirón se intensificó, y ella supo, con una certeza aterradora, que él también lo sentía. «¿Qué es esto? ¿Qué me está pasando?» —Ronan... —la voz de Isabelle era una advertencia. Esa advertencia fue todo lo que necesitó. La lucha en el rostro de Ronan cesó. La confusión, la agonía... todo desapareció, tragado por una máscara de hielo. Dió un paso atrás, un único movimiento deliberado. Fué el gesto más simple y el más brutal. Con ese paso, la cuerda invisible que los unía se cortó. El calor abrasador que la había estado sosteniendo desapareció, dejándola temblando de fiebre y frío. El vacío la dejó sin aliento, como si le hubieran arrancado algo vital del pecho. Los ojos de Ronan se volvieron del color del acero pulido. Fríos. Vacíos. Mortales. Su voz, cuando habló, no estaba dirigida a ella. Estaba dirigida a la sala, a Isabelle, a su deber. Era pública, cortante y estaba diseñada para ser una daga filosa. —No sé quién eres —dijo, su mirada pasando a través de ella como si fuera cristal—. Ni qué clase de brujería es esta, pero te equivocas si crees que voy a caer. Cada palabra era un clavo en su ataúd. Seraphina fué consciente de las miradas sobre ella y la humillación que sintió hizo que sus mejillas se tiñeran de rojo. Él no estaba gritando, pero el frío y calculado desprecio de su tono era mil veces peor. —No eres nada para mí —escupió con desdén, mirándola de arriba a abajo. «No eres nada» El rechazo fué absoluto. El Mía de antes se sintió como una alucinación febril, una broma cruel. El silencio de la sala fué reemplazado por un murmullo bajo y burlón. Sintió las sonrisas de suficiencia y el desprecio de todos los invitados. Una sonrisa lenta y victoriosa curvó los labios carmesí de Isabelle. Se acercó a Ronan, deslizando su brazo por el de él, reclamando lo que le pertenecía. Seraphina no podía respirar. La necesidad de huir era una fuerza invisible golpeando su pecho, llenando sus ojos de lágrimas. Se dió la vuelta, empujando ciegamente al guardia que aún estaba demasiado cerca, pero no huyó. Su orgullo, lo único que le quedaba, la obligó a caminar, su espalda recta mientras sentía cientos de miradas clavadas en ella. Cada paso era una agonía. Podía sentir la risa triunfante de Isabelle resonando en sus oídos, más fuerte que la música que comenzaba a sonar de nuevo. Cruzó el vestíbulo de mármol, pasó junto a los guardias de la entrada y salió a la fría noche de la ciudad. La lluvia fina y helada comenzó a caer, pero Seraphina apenas la notó. La humillación la quemaba más que cualquier fiebre. No supo cómo llegó a casa. El viaje en autobús no fué más que un borrón de luces manchadas y su propio rostro reflejado en la ventana oscura, mientras lágrimas silenciosas se deslizaban por sus mejillas. Aún no entendía qué había sucedido, ni por qué habían sido tan crueles con ella. «No eres nada» El apartamento estaba oscuro cuando entró, el único sonido fué el de sus llaves. Se apoyó contra la puerta, cerrando los ojos, mientras el peso de la noche, de la deuda, del rechazo de Ronan, amenazaba con aplastarla. Iba a perderlo todo. Un sonido la sacó de su miseria. Un golpe sordo. El miedo, diferente y mucho más afilado que cualquier humillación social, le heló la sangre. —¿Hunter? —susurró en la oscuridad. Encendió la luz del pasillo. El pánico la golpeó con fuerza física. Su hermano, Hunter, estaba tirado en el suelo de la sala, junto al sofá cama. Su cuerpo menudo se convulsionaba, pequeños espasmos que sacudían su frágil estructura. Seraphina jadeó con pánico, corriendo hacia él. A su lado, en el suelo, estaba el inhalador de emergencia. Vacío.






