8 | Ahora, hueles a mí

—¿Es él por quien lloras mientras estás bajo mi techo?

La acusación de Ronan colgó en el aire, pesada y tóxica, ahogando el eco de la llamada y la intención oculta de huir.

Seraphina se quedó paralizada, su sangre convirtiéndose en aguanieve. El teléfono, con la pantalla muerta, se sentía como una piedra inútil en su mano.

Él lo sabía.

No había entrado por casualidad. Había estado allí, en las sombras, escuchando todo. El silencio antinatural, su presencia como un espectro… la estado cazando.

El pánico inicial fue reemplazado por una oleada de rabia tan caliente que la hizo dejar de temblar. El alivio por la voz de Liam se convirtió en una furia protectora.

—¿Amante? —escupió la palabra, su voz temblando, pero no de miedo, sino de pura incredulidad—. ¿Cómo te atreves?

Él no se movió. Seguía siendo una silueta imponente en el umbral, una figura de pura oscuridad contra la luz del pasillo. Pero ella podía sentir la furia controlada que salía de él en oleadas, un frío que hacía que la chimenea pareciera inútil.

—¿Lloras por otro hombre en mi propia casa, Seraphina?

—No tienes ningún derecho a reclamarme nada, Ronan —continuó ella, dando un paso adelante, sus ojos verdes brillando con un enojo gélido—. Solo estoy aquí para salvar a mi hermano, porque me tomaste como prisionera para seguir divirtiéndote conmigo como te diera la gana, pero no soy tuya, Ronan.

Él dio un paso dentro de la habitación, sus ojos grises eran un océano en plena tormenta, peligrosos y profundos.

—Eres mía desde el momento en que te ví.

Seraphina dejó escapar una risa amarga.

—¿Acaso se te olvidó lo cruel que fuiste cuando me despreciaste y humillaste frente a todos?

Revivió la humillación a la que él la había sometido en la gala, a su mirada de desprecio y sus palabras crueles. Y usó ese dolor como un arma.

—No eres nada —recordó sus palabras—. ¿Se te olvidó, Ronan? Lo gritaste para que todos te escucharan y eso a mí nunca se me va a olvidar.

El golpe dió en el blanco. Un músculo saltó en esa mandíbula cincelada.

Ella avanzó otro paso, sintiendo un poder imprudente al ver su control flaquear.

—¡Estás comprometido! Te casarás con Isabelle y tendrán "cachorros de sangre pura" —repitió las palabras de Isabelle como un veneno, saboreando el rastro amargo que dejaron en su lengua y el pinchazo regresó en su pecho de solo imaginar a Ronan e Isabelle como una familia, pero lo ignoró—. No te atrevas a hablarme de un amante, Ronan. ¿Siquiera te escuchas a ti mismo? ¡No tienes ningún derecho sobre mí!

Las manos de Ronan formaron puños a sus costados, tensando sus brazos y sus hombros bajo la tela de la camiseta. Él la miró fijamente, su pecho ancho subiendo y bajando con pesadez. La tormenta en sus ojos oscureció el acero.

—No.

«¿No? ¿A qué diablos se refiere?» pensó Seraphina, confundida. Pero antes de poder decir nada, él avanzó hacia ella.

Seraphina retrocedió instintivamente al verlo acercarse como un depredador abalanzándose sobre su presa, pero su espalda chocó contra la pared. Estaba atrapada.

Ronan apoyó una mano en la pared, justo al lado de su rostro, cercándola con la sombra de su cuerpo como si cerrara una jaula invisible. La otra descendió hasta su cadera, aferrándola con un dominio que no pedía permiso, un ancla firme que la mantuvo exactamente donde él quería.

El contacto la atravesó como un rayo oscuro, un ardor que trepó por debajo de la tela de sus vaqueros y encendió su piel, como si sus dedos dejaran brasas allí donde la tocaban.

Su cuerpo imponente la cercó sin dejarle escapatoria. Estaba tan cerca que cada respiración era un saqueo. Inhalaba su aroma a bosque nocturno, húmedo y salvaje, mezclado con una furia masculina tan cruda que parecía arrastrar sombras consigo. Él no solo la aprisionaba… la envolvía como una tormenta a punto de desatarse sobre su piel.

—No tienes ni idea de lo que es el derecho —gruñó él, su voz un retumbar bajo y peligroso, como si la amenaza naciera desde lo más hondo de su pecho.

Ella alzó la barbilla, aferrándose a ese gesto de orgullo mientras sus ojos verdes chocaban contra los de él con un desafío que no coincidía en absoluto con el latido frenético golpeándole las costillas.

—Suéltame. Odio que me toques.

—Mientes —susurró él, la palabra deslizándose entre ellos como un filo.

Su rostro quedó a un suspiro del de ella. Su mirada descendió hasta sus labios, lenta, inevitable, y el aire entre ambos se tensó.

Ella sintió regresar el recuerdo del casi beso, del calor de su pulgar deslizándose por su piel como si tuviera el poder de enmendarla o destruirla. El peligro de volver a caer en esa proximidad ardió en su garganta, tan real como la sombra de él envolviéndola.

—Llamas a otro hombre —continuó él, su voz rasgándose en algo más áspero, más animal—. Lloras por él… y llevas su rastro encima.

—No huelo a él —replicó ella, pero su voz era apenas un susurro quebrado.

—Hueles a miedo, Seraphina.

Él se inclinó más, hundiendo el aliento en la curva sensible bajo su oreja, su nariz rozó su piel apenas un instante, suficiente para arrancarle un estremecimiento violento, como si la hubiera tocado con fuego.

—¿Me temes a mí? —murmuró, su voz una caricia peligrosa—. ¿O temes lo que pueda hacerle a ese insignificante humano que te roba lágrimas?

Su aliento caliente se derramaba sobre su cuello, deshaciendo su voluntad. El cuerpo de Seraphina ardía con una mezcla imposible. Terror destilado y una atracción oscura, retorcida, que la devoraba por dentro.

—Me rechazaste… —susurró ella, un hilo de voz rota, el último muro que le quedaba.

—No —el gruñido salió de lo más profundo de su pecho—. Te rechacé… y fué un error.

La miró entonces, y sus pupilas estaban tan dilatadas que el gris tormentoso había desaparecido casi por completo, dejando sólo un anillo plateado alrededor de un abismo negro y hambriento.

—El Alpha en mí debe casarse con Isabelle. Pero el lobo… —su voz vibró, conteniendo algo que amenazaba con romperse—. El lobo solo te quiere a ti. Y el hombre…

Se detuvo. La tensión se marcó en su mandíbula, dura como piedra a punto de fracturarse.

—Y el hombre no soporta el olor de otro en tu piel —terminó, la voz convertida en un murmullo feroz

Seraphina no tuvo tiempo ni de parpadear ante la brutal confesión.

Él bajó la cabeza, su cabello negro rozando su mejilla como una sombra que la reclamaba. Ella giró la cara, el corazón golpeándole con una esperanza terrible, casi dolorosa, esperando sus labios…

Pero él no buscó su boca.

Su boca se cerró sobre la unión sensible entre su cuello y su hombro, reclamando el territorio donde su pulso ardía más rápido.

No fueron colmillos. No fue la mordida salvaje de un lobo. Fue la mordida de un hombre: posesiva, furiosa, desesperada, como si necesitara dejar en ella una verdad que no sabía decir con palabras.

Sus dientes se hundieron en su piel, no para desgarrarla, sino para reclamarla. Sentía la suficiente presión para marcarla, para que el hematoma brotara después como un sello oscuro… como su marca.

El dolor fue un latigazo punzante que le arrancó un jadeo ahogado. Seraphina se arqueó hacia él, sus manos subiendo instintivamente hasta sus hombros anchos; sus dedos se clavaron allí, en músculos duros como piedra, buscando algo a lo que aferrarse mientras el mundo se encogía en ese punto de contacto.

Y entonces el dolor se mezcló con otra cosa. Con un calor que no era humano, la misma energía que antes la había sanado… solo que ahora estaba teñida de sombra, de posesión, de hambre. Fluyó de él hacia ella a través de la mordida, un veneno dulce, adictivo, que parecía grabar su nombre en su alma más que en su piel.

Él permaneció allí un segundo eterno, respirando contra la zona ya magullada, como si inhalara su esencia, como si la estuviera devorando sin romperla.

Luego levantó la cabeza lentamente. Sus ojos estaban ennegrecidos por la posesión, sus labios ligeramente hinchados por la mordida. Cuando su mirada de acero cayó sobre ella, Seraphina sintió que la anclaba a la pared sin siquiera tocarla.

Él se pasó la lengua por el labio inferior, despacio, como si saboreara algo que aún no terminaba de dejar ir.

—Ahora —susurró, su voz una caricia rasposa que le encendió la piel—, hueles a mí.

Entonces, un grito desgarró el silencio.

Distante, pero fuerte. Desde la planta baja. Una voz masculina temblando de pánico.

—¡Seraphina!

La bruma densa de la posesión se quebró de golpe. El rostro de Ronan se transformó, no en miedo… sino en una furia tan pura y letal que helaba la sangre.

Liam.

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